Ultramaratón. Dean Karnazes

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Ultramaratón - Dean  Karnazes Running

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y sudor que de becas.Tras perder a mi hermana, no podía cargar a mis padres con la obligación de financiarme los estudios. Sencillamente no me parecía bien. Así que me pagué la mayor parte de mi educación buscando becas y ayudas y trabajando en el centro de salud del campus. No era el tío más listo de clase, pero pocos tenían más vigor o trabajaban más duro. Hacer fiestas era lo último en que pensaba.

      A pesar de que no hubiera corrido en años, los deportes al aire libre seguían siendo importantes para mí. Hice algo de escalada y buceo, pero canalicé la mayor parte de mi concentración en el windsurf, ganando algunas competiciones y terminando en la portada de varias revistas. Hasta conseguí hacerme con algunos patrocinadores, lo que ayudó a pagar las facturas de mi educación.

      Cuando la graduación se acercaba, me sorprendí al saber que era yo el que iba a dar el discurso de graduación de mi clase. Cuando el decano me lo dijo por primera vez, pensé que se trataba de una novatada. Claramente, ese honor le pertenecía a uno los cerebritos del curso. Estaba claro que mis notas habían sido buenas, pero todo se debía al esfuerzo extra que puse en mis estudios. Lo puramente académico no me resultaba muy fácil, tenía que trabajar el doble sólo para poder mantener el nivel. Pero era cierto, yo había terminado entre los primeros de la promoción.

      Después de mi diplomatura, vino mi especialización en la Cal Poly San Luis Obispo.Y después de la licenciatura vinieron los estudios empresariales en la Escuela de negocios y dirección McLaren de la universidad de San Francisco. Ahora me tomaba las clases más en serio, lo que me sorprendió hasta a mí. Estaba más interesado en escalar las escaleras corporativas que las montañas.

      Julie y yo seguimos juntos en la universidad. Después de la muerte de Pary, nuestro compromiso se hizo más fuerte, y el lazo era irrompible. Ella volvió a mudarse a California después de terminar su carrera, y nos casamos poco después. Nos asentamos felizmente en la ciudad que nos encantaba, San Francisco, y la vida era acogedora. Empecé a subir peldaños en el departamento de márquetin de una gran empresa sanitaria, ganaba un buen sueldo y vivía una idílica vida yuppie.

      El pasado iba desapareciendo lentamente. Intentaba no pensar en nada, más allá de lo inmediato. Por el momento estaba contento, por lo menos hasta donde podía ver.

      A medida que pasaban los años, sin embargo, las presiones del trabajo empezaron a acumularse, y las cuotas del coche y la carga de la hipoteca empeoraban las cosas. De repente, el trabajo me estaba estresando. Empezaba a ser habitual quedarse a trabajar hasta tarde y salir en viajes de negocios.Al principio era glamuroso, pero en algún punto, entre las reuniones, las cenas, y los cócteles de recepción, fui consciente de mi vacío interior.Algo faltaba en mi vida.

      El trabajo no me estaba proporcionando la satisfacción que yo siempre había pensado que me daría. ¿ Y qué si tenía un máster en administración de empresas y estaba ganando seis cifras al año? Había un vacío que mi carrera no llenaba. Empecé a anhelar en secreto llenar ese vacío, a pesar de que no estaba seguro de qué era exactamente o cómo podía hacerlo.

      Un día, cuando se acercaba mi trigésimo cumpleaños, una llamada a mi despacho me sacó de una de mis frecuentes fantasías.

      «Dean, soy el doctor Naish». Naish era el presidente ejecutivo de un cliente potencial que yo había estado persiguiendo durante meses. «La Junta Directiva ha tenido la oportunidad de deliberar y me complace informarle de que se le ha concedido el contrato».

      En silencio alcé mi puño en el aire.

      «Estamos ansiosos de hacer negocios con vosotros, chicos», continuó Naish. «Haré que mi asistente concierte una reunión para esta semana».

      «¡Toma!» dije cuando colgamos. Éste era un contrato que mi empresa quería a toda costa. La noticia se iba a festejar. Llamé a mi jefe para darle la buena nueva.

      «¡Sí!» Gritó por el auricular. Podía oírlo teclear números en su calculadora. «¡¿Sabes lo grande que será tu comisión?!».

      Con una repentina sensación de bajón, me di cuenta de que no me importaba. Mi cheque podía ser muy grande, pero parecía que la cantidad de trabajo que se venía sobre mí iba a ser aún mayor.Todos los días recibía docenas de mensajes de voz urgentes y más docenas de correos electrónicos. Conseguir manejar todo el jaleo que llegaba era casi imposible. En un momento dado, el clamor había empezado a manejarme a mí.Ahora yo sólo reaccionaba ante los asuntos del día, sin marcar mi propio camino en ningún modo en concreto, sin sentir ninguna verdadera sensación de realización. Al principio me importaba el dinero porque yo nunca había tenido nada. Pero ahora que había conseguido juntar un buen montón, me di cuenta de que tenía que haber algo más en la vida que el continuo intento de aumentar esas reservas.

      Porque la mayor parte de mi vida adulta me la había pasado poniendo fechas límite y persiguiendo el siguiente acuerdo. Había pasado mucho tiempo desde que me había parado a reflexionar, ya no estaba seguro de lo que era importante. Las cosas estaban yendo demasiado deprisa para mirar debajo de la superficie. Todo el mundo a mi alrededor parecía estar trabajando al mismo nivel, era un círculo vicioso. Estábamos todos atrapados en un huracán de reuniones importantes y comidas caras, negociaciones de consíguelo-o-muere, tratos lucrativos hechos en hoteles de moda con toalleros calentitos y albornoces con el símbolo del hotel.

      Me había acostumbrado a la vida de alto standing, los bonus, los pesados paquetes de opciones. Mi futuro se veía brillante al tiempo que los bonus seguían entrando. Pero no podía ignorar la insistente sensación de que algo me faltaba. Me movía rápido, eso estaba claro, ¿pero me estaba moviendo hacia delante? Necesitaba un sentido de propósito y claridad quizá, de aventura.

      Algo me abofeteó en la mañana de mi trigésimo cumpleaños. Comenzó de forma placentera, con Julie trayéndome el desayuno a la cama.

      «Feliz cumpleaños, cariño» sonrió, sirviéndome el café. «¿Puedes creer que ya tienes treinta años?»

      Esa sencilla pregunta, que se escapó tan inocentemente de su boca, me hizo caer en picado. Por primera vez me sorprendió: ¡Tenía treinta años! ¿Cómo podía ser?

      Sentí como si aún no hubiera, ni siquiera, empezado a vivir. ¿Cómo podía tener treinta años? ¿Dónde se habían ido los años?

      En ese momento me di cuenta de que estaba malgastando mi vida. Desilusionado con las trampas del panorama de la empresa, las cosas que realmente importaban –la amistad y la exploración, la expansión personal y el sentido de la existencia– giraban en torno a ganar dinero y comprar cosas.Anhelaba un lugar donde pudiera explorar la naturaleza y mis capacidades, lejos de la oficina de la empresa, del edificio de la empresa, de la ciudad con centros comerciales abarrotados y la gente juzgándome por el coche que conducía (que, por supuesto, era un nuevo Lexus).

      Lo que necesitaba era un espacio donde poder respirar y sacar cosas en claro.Algo de espacio para determinar lo que realmente era importante para mí. Necesitaba una oportunidad para aclarar mi punto de vista y mirar al mundo con nuevos ojos.

      «Cielo, ¿va todo bien?» preguntó Julie. «Parece como si estuvieras a kilómetros de aquí».

      «No, no va todo bien» repliqué. «Estoy confundido. Me siento atrapado por mi rutina de jornadas de doce horas.Ya no estoy seguro de lo que es importante. Mi miedo es despertarme dentro de treinta años y estar en el mismo lugar, sólo que arrugado y calvo… y muy gordo.Y malhumorado».

      «Uy», dijo ella. «¿El café está demasiado fuerte?»

      «Leí una historia ayer en el periódico sobre el primer escalador que llegó al monte

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