Ultramaratón. Dean Karnazes
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En el colegio, la pista de atletismo medía una milla (1,6 km); en el instituto medía 2,5 ó 3 millas (casi 5 km), así que tuve que mejorar mi potencia y mi fondo rápidamente. Mi constitución estaba lejos del ideal de un corredor, compacta y achaparrada en lugar de alta y delgada. Lo que me faltaba de un físico de corredor arquetipo, sin embargo, lo compensaba con una disposición a trabajar más duro que nadie. Siempre era el primero en llegar a la práctica y el último en marcharse, y con frecuencia, no llegaba a casa hasta después de oscurecer, lo cual no me importaba en absoluto, tanto mi padre como mi madre trabajaban y también llegaban tarde a casa.
A medida que avanzaba la temporada, mi empeño empezaba a dar resultado. Mis tiempos de llegada estaban a la cabeza del grupo, y hasta gané un evento o dos. Mis compañeros de equipo empezaban a llamarme con cariño «Karno», y entre nosotros se desarrolló un fuerte sentimiento de camaradería.
La culminación de la temporada de campo a través fueron las finales de la liga. Nuestro colegio estaba empatado con el Mission Viejo y el Laguna Beach. Para más presión, Benner anunció que se jubilaría como entrenador de campo a través tras aquella temporada. Nosotros éramos su último equipo y queríamos asegurarnos de que terminara su carrera con un campeonato.
Benner me pidió que corriera en el equipo sénior para las finales, a pesar de que yo estaba en mi primer año de instituto.Acepté aquella invitación con honor aunque supusiera correr contra corredores mucho mayores y más fuertes. Algunos de mis compañeros de clase, pensaron que lo iba a estropear dejando pasar la posibilidad de ganar las finales de la liga júnior a cambio de tener la suerte de terminar entre los puestos de en medio del grupo de los mayores. Los chicos de campo a través, por otro lado, parecieron respetar mi sacrificio por una causa mayor, el equipo.
El evento cayó en sábado, una mañana que fue inusualmente fría y neblinosa para esta zona de California. Mi padre, quien una vez había sido corredor experto en el instituto (aunque como velocista, en la especialidad del cuarto de milla), me dejó en el campo de la universidad UC Irvine. Había seguido el progreso de nuestro equipo a lo largo de la temporada, aunque el pobre hombre tenía tres horas de viaje al día y no siempre tenía tiempo para todos los detalles. Lo que mi padre sí sabía es que a mí me encantaban las técnicas creativas de entrenamiento de Benner, y que yo ponía a Benner y al resto del equipo en un pedestal.
Los miembros de nuestro equipo erámos como una piña. Íbamos a la playa, extendíamos nuestras toallas y nos tumbábamos como una manada de lobos antes de que empezara la carrera.Algunas veces contábamos chistes y nos echábamos unas risas, otras veces, simplemente nos quedábamos mirando al cielo. Esa mañana contamos historias sobre Benner. Mi favorita era aquélla en que Benner llegó tarde a una reunión del personal que dirigía Bilderback, el entrenador de pista. Benner entró silenciosamente por la puerta de atrás y tomó asiento. Su aspecto era desaliñado y tenía el rostro sonrojado. Bilderback paró la reunión y preguntó delante de todo el personal por qué Benner había llegado tarde.
Benner vivía lejos de la ciudad y explicó que se había ido la electricidad en todo su vecindario.
«¿Así que te quedaste dormido?» tanteó Bilderback, intentando conseguir una risotada del público.
«No», replicó Benner, «El portón automático de mi garaje no funcionaba, así que no podía sacar mi coche».
«¿Entonces cómo has llegado al colegio, Ben?»
«Hice lo que pude», dijo Benner. «Corrí».
Bilderback se quedó con la boca abierta.
Nunca me canso de oír esa historia.
El sol estaba a punto de aparecer entre la niebla de la mañana cuando Benner nos condujo a la línea de salida. Algunos corredores rezaban plegarias entre dientes o se santiguaban.Yo simplemente me mordía el labio.
Había estado demasiado nervioso como para comer en las últimas veinticuatro horas. Ahora tenía náuseas y mis músculos estaban tensos. Tenía que dejarme aconsejar por Benner.
«¡Algo va mal en mis piernas!» le dije. ¡No las siento normales. ¿Qué debería hacer?.
«Sal ahí fuera y corre lo mejor que puedas» replicó. «No corras con tus piernas. Corre con tu corazón».
De algún modo, incluso como un novato de instituto, capté su mensaje: el cuerpo humano tiene limitaciones; el espíritu humano no tiene ataduras. No necesitaba un reloj de pulsera para marcar el paso; necesitaba correr con mi corazón. Caminé hasta la línea de salida centrado y recompuesto. Los siguientes kilómetros influirían en el resto de mi vida.
La pistola disparó y la carrera empezó.Al principio, el trayecto era recto, por un camino de hierba, bien cuidado y relativamente ancho. Mis dos compañeros de equipo más fuertes, Fogerty y Fry, se pusieron pronto a la cabeza.Yo me coloqué en un segmento secundario de corredores e intenté encontrar un hueco entre ellos. Pero cuanto más empujaba para alcanzar posición, más compacto se volvía el grupo. Los corredores me rodeaban; tenía que salirme del conjunto o arriesgarme a correr con el tempo que dictaban los corredores del equipo contrario.
Siempre hay un riesgo tremendo en una «escapada», especialmente en los primeros momentos. Supone un esfuerzo temporal a un nivel difícil de mantener y esperar que la energía que gastas no evite un fuerte esprín final. Era un riesgo que tenía que correr. Aumenté mi paso fuertemente y me puse por delante de la mayoría del conjunto, pero dos corredores me siguieron.
Empezaron a aprovecharse de mí, escondiéndose detrás de mi sombra y usándome como barrera para cortar el aire. No me importaba tener un corredor detrás de mí, pero dos eran demasiados.Aceleré mi paso un poco más y fui capaz de quitarme a uno de ellos, pero el otro se mantenía firme. Giramos en una curva del recorrido y encontramos un fuerte viento de frente, lo que me hizo sentir el peso del otro corredor, quien se pegó a mi espalda como una lapa, acercándose tanto que podía sentir su respiración en mi nuca. Reduje el ritmo tácticamente, esperando a que me adelantara de modo que yo pudiera pegarme a él durante un rato. Pero no cayó en el engaño. Redujo justo igual que yo, quedándose detrás de mí.Y entonces, al haber yo reducido mi velocidad, podía oír detrás de nosotros al grupo que acabábamos de dejar atrás, y ahora intentaba alcanzarnos.
El recorrido pasó por un pequeño terraplén y se estrechó. Era el momento de hacer otro movimiento. Justo cuando el grupo alcanzó la espalda del corredor detrás de mí, recurrí a mis reservas. Esta vez, cuando salí disparado, nadie me siguió. Bajé la cabeza y me abrí paso con todas mis fuerzas en el viento. El corredor que había estado detrás de mí no pudo mantener el ritmo, y ahora tenía al grupo entero pegado a su espalda. ¡Era precioso!
¿Podría yo mantener este margen durante el resto de la carrera sin reventar? Con casi un kilómetro y medio aún por recorrer empecé a tener dudas. Sentía el corazón como si fuera a salírseme del pecho. Mi respiración era irregular y entrecortada, y todos los músculos de mi cuerpo gritaban de agonía. Me vi forzado a reducir la velocidad para evitar un colapso, así que me retraje y anduve dolorosamente a paso lento, esperando a que el grupo corriera hacia mí. Lo había estropeado, había empujado demasiado