Ultramaratón. Dean Karnazes

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Ultramaratón - Dean  Karnazes Running

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      «No se preocupe.Ya sé cómo se pone la gente de nerviosa por su pizza».

      «No estoy nervioso, estoy hambriento» dije yo en un tono muy nervioso.

      «Lo que sea, tío. Estate seguro que te vamos a dar los bocados más sabrosos que puedas imaginar. Soy el encargado.Y ahora ¿qué va a ser?»

      «Tomaré la de estilo hawaiano, con doble de queso. Doble de aceitunas. Doble de jamón.Ah! Sí… y también doble de piña».

      «¿Doble de todo? De acuerdo; le echaré de todo encima. ¿De qué tamaño la quieres?»

      Ésta era una pregunta difícil. No tenía intención de cargar con raciones de sobra, pero si la pedía demasiado pequeña, me quedaría sin combustible y nunca llegaría a Marin antes del amanecer.

      «¿Para cuántas personas es la grande?»

      «Cinco, con todos estos extras. ¿Cuántos sois en el grupo?

      «Sólo yo. Cogeré la grande».

      «¡Caramba, tío! Sí que debes de tener hambre».

      Si tú supieras, pensé. «¿Qué postres tenéis?»

      «Tarta de queso y cerezas. Está de muerte, la he probado esta tarde».

      «Vale, tomaré una».

      «¿Una ración?»

      «No, quiero toda la maldita tarta».

      «Tío, ¡esto es mítico!»

      «¿Cuánto crees que tardaréis?»

      «Veinte, treinta minutos. ¿Tienes prisa?»

      «No es prisa exactamente, estaré fuera un rato. Es que necesito saber cuánto tardaréis para poder deciros dónde me podéis encontrar»

      « Vale… pues, digamos veinticinco minutos».

      «Entonces nos encontramos en la esquina de la autopista 116 con Arnold Drive».

      «¿Qué?¿ Justo en la esquina?» preguntó. «Ése es un tramo bastante solitario de la autopista. ¿De qué color es su coche?»

      «No voy en coche» dije. «Pero seré fácil de identificar. Soy el único aquí fuera que está corriendo».

      «¿Corriendo?» Hubo un breve momento de silencio. «Alguien te está persiguiendo?»

      «No», me reí.

      «¡Pero si es medianoche!» dijo.

      «Sí, es tarde. Por eso necesito la pizza. Me estoy muriendo de hambre».

      «Vale, lo pillo». [Larga pausa] «Tiene mucho sentido. ¿Hay algo más que te pueda llevar?»

      «¿Hay un Starbucks en la ciudad?»

      «Sí, pero seguro que a estas horas está cerrado. Pero yo tengo mi propio alijo de granos justo aquí. Prepararé un poco mientras se hace la pizza. Tú sigue corriendo todo recto por la autopista 116 que ya daremos contigo».

      Después de darle mi número de móvil y colgar, bajé la cabeza y seguí adentrándome en la oscuridad. Si me iban a localizar en la ruta, no hacía falta que esperara en la esquina, de lo cual me alegré. Estar de pie holgazaneando en la brisa de la noche era un modo seguro de tener un calambre de piernas que me debilitara.

      Al guardar el móvil en el bolsillo trasero de mi mochila, saqué la foto de una niña pequeña. Incluso con tubos y agujas clavados por todo su cuerpo, su cara se veía brillante. Pero estaba enferma; de hecho estaba al borde de la muerte, y yo estaba corriendo para ayudar a salvarla. Di un último vistazo a la foto y la volví a guardar.

      Exactamente veinticinco minutos después, una furgoneta polvorienta de ruedas gigantes se acercaba por la carretera. Mi pizza había llegado. Para mi sorpresa, el joven encargado iba al volante.

      «¡Tío!»gritó él mientras salía del coche de un salto. «Estás como una cabra. ¡Esto es chulísimo!»

      Sacó la pizza del asiento del pasajero y abrió la caja. Era una obra de artesanía, casi tan alta como ancha, con un montón de piña y aceitunas apiladas encima. Parecía algo con lo que alimentar a un rinoceronte. Pagué la cuenta, le di las gracias y me preparé para la carga.

      «¿Vas a seguir corriendo?» preguntó. «¿No quieres que te lleve?»

      «Ahora que tengo buen combustible», le contesté sujetando la comida, «Voy a darle buen uso».

      «Pero ¿Hasta dónde vas a llegar?»

      «Me dirijo a la playa», le dije.

      «¡A la playa!» gritó. «¡Tío, la bahía de Bodega está por lo menos a 48 kilómetros de aquí!»

      En realidad me dirigía a la playa de Santa Cruz, que estaba a más de 241 kilómetros de allí, pero pensé que ninguno de los dos estaba preparado para enfrentarse a esa realidad.

      «No puedo creer que sea humanamente posible correr 48 kilómetros» gritó sofocado. «¿Eres como una especie de Carl Lewis o algo así?»

      «Oh… sí», contesté. «Soy como Carl Lewis, sólo que más lento».

      «¿Dónde dormirás?»

      «No dormiré»

      «¿Vas a correr toda la noche seguida? Esto es una locura. ¡Me encanta!» Volvió a meterse en la furgoneta de un salto. «No puedo esperar a decírselo a los chicos de la tienda». Salió a toda prisa.

      Me gustó ese chico. Para la mayoría de los no corredores, correr es lo más aburrido y los más terriblemente doloroso y sin sentido que hay. Pero él parecía genuinamente intrigado por la aventura y por eso conectamos enseguida, aunque no me daba la impresión de que él fuera a hacer algo de deporte en los próximos días.

      Con la tarta de queso apilada encima de la pizza, empecé a correr otra vez, comiendo mientras marchaba. Con los años había perfeccionado la técnica de comer en plena marcha. Llevaba balanceando la caja de pizza y la tarta de queso en una mano y comía con la otra. Era un buen ejercicio para la parte superior del cuerpo. Afortunadamente, mis antebrazos estaban bien desarrollados y no tenían problemas para llevar el exceso de peso. Para mayor eficiencia, enrollaba cuatro trozos de pizza formando un gran tubo, como un enorme burrito italiano. De ese modo, era más fácil de meter en la boca.

      Justo cuando estaba terminando el primer plato, oí la furgoneta del encargado acercarse otra vez. El ruido de su silenciador suelto era inconfundible. Se había olvidado de darme el café. Llenamos una de mis botellas de agua con la oscura bebida y me bebí el resto. Intenté pagarle por ello, pero no aceptó nada de dinero.

      Cuando estaba a punto de marcharse otra vez, el joven sacó su cabeza por la ventanilla de la furgoneta y me preguntó, «entonces tío ¿me permites que te pregunte por qué estás haciendo esto?».

      ¿Por dónde empezar? y «jo, tío», le respondí, «Tendré que

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