Ciudades en el Caribe. Haroldo Dilla Alfonso
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Sólo dos puntos añadiría yo aquí. Uno, que La Habana debe ser capaz de reconstruir su base económica con audacia y no reproducir lo que todavía está en el imaginario de la mayoría de políticos y funcionarios: una ciudad de fábricas e industrias. De hecho, si la ciudad quiere situarse en el siglo XXI deberá promover una ciudad postindustrial, basada en las economías creativas (cultura, biología, informática, diseño…) y conectada a las redes mundiales, más adecuada al sustrato demográfico y educacional que posee. Una ciudad que no se sustente en la cantidad de la mano de obra sino en su calidad y creatividad. Una ciudad del conocimiento, que habrá que conectar al mundo para su propia supervivencia.
Dos, la ciudad debe saber aprovechar sus múltiples zonas de oportunidad urbanística (la enorme y pronto disponible bahía portuaria, el aeropuerto inutilizado de Columbia, las favorables áreas al este de La Habana, etc.). Se trata de centenares de hectáreas que pueden generar miles de millones de dólares. Pero no solo debe saber utilizar esas extensas áreas sino también ser capaz, principalmente, de “hacer ciudad sobre la ciudad”, eliminando el actual despilfarro de suelo estatal —construido y no construido— y rehabilitando, reciclando, reconstruyendo, reparando a fin de lograr una ciudad compacta, más eficiente y económica. Sin olvidar que no se trata de procesos inocentes, sino que a menudo acarrean procesos de gentrificación o elitización como ya se siente en barrios como el de Miramar o incluso en la Habana Vieja, zonas de donde han comenzado a ser expulsadas poblaciones que prefieren ceder espacio habitable, ventajosa localización y estatus social a cambio de convertir esas ventajas en recursos financieros.
La recuperación demográfica que menciona Dilla como último reto es de naturaleza distinta. Aquí no se puede intervenir directamente, como se ha intentado hacer con decretos y medidas administrativas, sino actuando sobre la que es principal población objetivo: la juventud. De ellos dependen las dos variables que controlan el crecimiento o decrecimiento de la ciudad: la escasa fecundidad y la excesiva emigración. Lo que significa que mientras no se actúe decididamente en aspectos ligados con la oferta de vivienda para nuevas parejas o la apertura de oportunidades de trabajo y realización personal para jóvenes, no se logrará ningún cambio demográfico positivo. La juventud tiene que sentir que el país está en sus manos, como lo sintió la que produjo el boom de natalidad en los años sesenta.
Dilla se pregunta, preocupado, al final del primer capítulo: “La pregunta que siempre nos hacemos es si el final del largo recorrido cultural de nuestra historia urbana compartida esta predestinada a terminar entre las lentejuelas de Ocean Drive. O si hay algo más allá”. En mi opinión, entregar la ciudad a las nuevas generaciones es su única salvación. Dejemos pues de una vez que ellos —en palabras de Miguel Matamoros— “remitan los muertos a la gloria y continúen bailando el son”.
Haroldo ha leído y descifrado numerosos planos y mapas con extrema atención, ha exprimido los censos y las estadísticas disponibles, ha hecho un examen acucioso de la literatura especializada disponible, ha recorrido novelas y libros de viajes, ha caminado por sus calles y, sobre todo, ha trabajado en esas ciudades, que es la mejor manera de conocerlas. El resultado de esta extensa labor es un texto con un balance exquisito de erudición, rigor analítico y fina ironía. “Me he divertido escribiendo este libro”, nos revela su autor en las primeras líneas. Me he divertido leyéndolo, confieso yo al cerrar su última página. Y no creo que sea solo por esa “tendencia imbatible a la alegría” que supone Dilla al Caribe, sino porque el libro se lo merece.
La Habana, 22 de noviembre de 2013
Introducción
Probablemente como la mayoría de los libros, este tiene un principio insospechado y un final impredecible. De este último, si finalmente gustará o será útil, no puedo decir —por eso es impredecible—, pero del primero debo contar una breve historia.
En 2009 fui invitado por la Facultad de Estudios Generales de la Universidad de Puerto Rico a impartir un curso especializado sobre ciudades del Caribe. Tuvo lugar durante un semestre con un grupo reducido de estudiantes graduados y de término, y constituyó una oportunidad única para discutir con una docena de mentes jóvenes sobre el pasado de sus ciudades, y de paso, imaginar juntos el futuro. Con absoluta seguridad debo agradecer, ante todo, a ellos y ellas, la idea de escribir este libro.
Del curso salió un primer artículo que fue publicado en la Revista Umbral de esa facultad, y del que se desprendió una conversación con el entonces decano de la facultad, el gran amigo Jorge Rodríguez Beruff, quien, mientras caminábamos por una de las empinadas callejuelas del viejo San Juan, argumentó de mil maneras sobre la pertinencia de un libro. Pero solo recuerdo uno de sus argumentos: me dijo que yo tenía una ventaja adicional sobre la mayoría de mis contemporáneos, pues había vivido en las tres ciudades.
Un argumento sencillo y bastante confuso —vivir en una ciudad no te capacita especialmente para escribir un libro sobre ella— pero que me ha acompañado todo el tiempo y me ha ayudado a seguir adelante. No sé por qué, pero lo tomé en serio. Y al final creo que aunque haber vivido la cotidianeidad en estas tres ciudades por períodos relativamente largos no me ha dotado de un atributo especial para entenderlas —lo cual posiblemente se advierta en el texto— sí para imaginarlas como cuerpos vivos, diría como sujetos, y a mí cabalgando sobre ellas. Es decir, gracias al sabio consejo de mi amigo Beruff, me he divertido escribiendo este libro. Y eso, en este mundo de vidas finitas, es importante.
En realidad no puedo decir que esa tríada de hábitats haya sido equilibrada. La Habana es mi ciudad natal, y en ella me asomé al mundo, hice travesuras infantiles, aprendí a perder y a ganar, me enamoré, y construí una familia que es hoy mi mayor orgullo. Todos mis lugares cómplices están en La Habana, o al menos en como la recuerdo a tres lustros de distancia. Y de ella, en el verano de 2000, tuve que partir hacia Santo Domingo en uno de esos viajes forzados por las circunstancias que uno nunca sabe bien si es un exilio o una migración, pero que siempre es un destierro. Desde entonces he vivido en Santo Domingo, con un breve interregno de un año (2009-2010) en que oficié de profesor invitado en la encantadora Universidad de Puerto Rico, y residí en San Juan, ciudad a la que había visitado varias veces antes.
La información existente sobre estas tres ciudades es muy dispar, cuantitativa y cualitativamente. Santo Domingo fue una ciudad muy importante en el siglo XVI y por ello abundan las crónicas y los estudios sobre el período. Pero la crisis posterior sumió a la ciudad en la pobreza y en el silencio. Y hasta hoy, no es posible hablar de una densidad de estudios sociológicos e históricos de valor. Santo Domingo es una ciudad en una permanente carencia cultural y académica. Difícilmente puede identificarse aquí una comunidad intelectual con una producción consistente, mucho menos aun de un debate profesional en igual sentido. Y ello se refleja en la parquedad de estudios sobre la ciudad. Cabe destacar, obviamente, la alta calidad de las excepciones que aproveché golosamente y cito a lo largo de los capítulos.
La situación de La Habana y San Juan es mucho más favorable.
A pesar de la cargante tutela estatal sobre el pensamiento social, la historia y actualidad de La Habana están acompañadas de una producción consistente, que incluye tanto a los especialistas locales como a extranjeros. Y así ha sido, al menos, desde fines del siglo XVIII. Y lo sigue siendo en la misma medida en que la situación de la isla evoluciona desde la profunda crisis en los noventa y se advierten consecuencias importantes para el Caribe y para el sur de la Florida.
En San Juan radica la mejor universidad pública del Caribe, con una serie de escuelas especializadas o interesadas en temas urbanos, y que han ido conformando toda