Ciudades en el Caribe. Haroldo Dilla Alfonso

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Ciudades en el Caribe - Haroldo Dilla Alfonso

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(1994) han argumentado que la descapitalización de Nueva España por los situados fue una de las causas del descontento que condujo a la independencia. Entre 1729 y 1799 las transferencias hacia lo que llamaban “los nódulos críticos” de la Carrera de Indias ascendieron a 216.6 millones de pesos (una fortuna colosal para la época), lo que representó el 65% del total de transferencias del virreinato.

      Desde 1584 La Habana se convirtió en el centro de recepción y distribución del situado a lugares tan distantes como La Florida, Santiago de Cuba, Jamaica hasta su conquista por los ingleses, Santo Domingo y San Juan. Según Pérez Guzmán (1997), entre 1700 y 1750, La Habana recibió 11.5 millones de pesos, cinco veces más que Santiago de Cuba y San Juan, y algo más del doble de Santo Domingo. Los informes procesados por Marichal y Souto (1994), por otro lado, indican que en la segunda mitad del siglo XVIII La Habana recibió sumas anuales promedios de entre 1.4 millones de pesos y 5.2 millones; mientras Santo Domingo y San Juan solo se beneficiaban de partidas oscilantes entre 100 mil y algo menos de 400 mil pesos anuales cada una. Grafenstein (1993), por su parte, afirma que entre 1779 y 1783 (la época de las reformas borbónicas) los envíos promediaron 8 millones de pesos anuales, la mitad de los cuales iban hacia la capital cubana.

      La erosión de las arcas mexicanas fue la salvación de las capitanías generales insulares. Las colonias pobres tenían a los situados como el principal ingreso fiscal y en ocasiones, virtualmente el único. Y su llegada era objeto de algarabías y fiestas populares, que en San Juan, por ejemplo, implicaban procesiones y desfiles con animales engalanados que han sido narrados con detalles por los cronistas de la época. Una parte significativa era destinada a pagar salarios de burócratas y soldados, lo que generaba una inmediata reanimación de los mercados locales. También tenían fines fomentalistas, cuando se consideraba que el desarrollo de una actividad económica atañía a la seguridad. Estos fueron los casos, por ejemplo, de los astilleros y de los cultivos tabacaleros de La Habana, de los asentamientos canarios en Santo Domingo que dieron lugar al animado barrio de San Carlos, y de otras inversiones económicas en Luisiana durante el tiempo que este territorio estuvo bajo la corona española.

      Pero sobre todo, los situados se hacen visibles en el tiempo por sus incidencias en las construcciones militares. Como antes discutía, desde sus orígenes, las ciudades caribeñas tuvieron una voluntad de amurallamiento y fortificación. Unas, las portuarias, lo hicieron cavando fosos y fortificando caminos a falta de otros recursos mayores. Otras, simplemente se mudaron tierra adentro, haciendo de los bosques y los ríos sus muros naturales.

      A lo largo de siglos las murallas y fortines sirvieron para proteger a las ciudades —en cuanto nodos económicos y políticos imperiales— de invasores ingleses, franceses y holandeses. En unos casos combatieron de manera cruenta y en otros evitaron hacerlo, desalentando a los salteadores. Fueron piezas claves de la geopolítica de la época. Pero si hacemos un balance de los ataques militares —proyectados o efectivos— y los comparamos con los rumorados contactos económicos con herejes y luteranos, no tenemos más remedio que repetir, junto a Bauman (2002), que la mayor parte del tiempo las empalizadas sólo eran “una declaración de intenciones”.

      Las murallas fueron también un hecho cultural, un símbolo de fuerza para ser aprendido por quienes estaban afuera de ella, para preservar de forma exclusiva la territorialidad del poder colonial frente a los desafectos no solo de ultramar, sino también de las ruralías. Sea respecto a los bayameses puestos en jaque por el gobernador habanero Pedro Valdés (miembro de la dinastía Menéndez Avilés y activo contrabandista), respecto a los habitantes del oeste de la Española reprimidos por el tozudo gobernador Osorio, en relación con los huidizos colonos de la ruralía puertorriqueña, o con los negros cimarrones que pululaban en las tres islas, las murallas fueron un símbolo del poder inapelable ante la pretendida libertad de los insumisos extramuros que habitaban un entorno devaluado, el interior, la isla.

      Pero al mismo tiempo, las murallas protegían aquello que Bauman (2002) llamaba “la privacidad que liberaba de toda interferencia de ese poder” (: 114). Al final, era dentro de las propias murallas donde se ventilaban los más animados torneos entre el poder territorializado —con sus militares, burócratas y curas— y el poder basado en los flujos de mercancías, dinero y personas. Era dentro de ellas donde chocaban con más fuerza los imperativos exclusivistas del imperio con las tentaciones de la economía/mundo. Y fuera de ellas, a pesar de las apariencias, no quedaba el reino de la libertad y de la fragua de las nacionalidades —como ha sido presentado por nuestra historiografía romántica— sino una desidia heroica.

      Con el avance de la sociedad criolla, las murallas devinieron blancos de la crítica, no solo desde las apetencias mercantiles de los incipientes promotores del suelo urbano sino desde la propia legalidad. Y es que toda la legislación urbanística colonial desde 1542 en adelante reconoció la existencia de terrenos ejidales de usos comunitarios y que garantizaban la expansión futura de los poblados. Mientras las ciudades eran pequeñas aglomeraciones que solo ocupaban partes de las zonas intramuros, nada de ello fue un tema de preocupación, como, por ejemplo, nunca lo fue para Santo Domingo. Pero cuando las ciudades tocaron el borde y comenzaron a saltarlo, los glacis de las murallas —es decir el terreno público que les antecedía y que tenía funciones militares defensivos— devinieron temas recurrentes de las luchas políticas y legales.

      Cada ciudad hizo con sus murallas lo que permitía la correlación interna de fuerzas entre los pobladores, las burguesías citadinas, las autoridades locales y los poderes centrales. Y lo que aconsejaban las geografías específicas. Así, Santo Domingo, atrofiado, se olvidó de sus murallas inútiles. La Habana las brincó para luego convertirlas en uno de los negocios inmobiliarios más lucrativos de la época. San Juan cargó con ellas demasiado tiempo y estuvo a punto de sucumbir asfixiada por los muros. Y luego rescató sus cortinas que miraban al mar para construir esa marca de lugar colonial romántico que embelesa a los cientos de miles de turistas que la visitan en busca de emociones.

      Pero esta última conversión corresponde a otro momento en la historia urbana que comparamos: la ciudad desarrollista. Se trata de ciudades, desgajadas por diversas razones de la telaraña mercantilista española (y eventualmente también de su soberanía), que comienzan a intermediar entre el mercado mundial y sus espacios nacionales/coloniales, y a subordinar económicamente a estos espacios, convirtiéndolos (in latus sensus) en hinterlands extendidos. Si las ciudades enclaves eran pivotes de un sistema dado al nivel del imperio español —en detrimento de sus vínculos con los poblados del “interior”— las ciudades desarrollistas producen un vuelco hacia dentro de sus espacios nacionales/coloniales y se constituyen en centros de sistemas urbanos, con entornos que regulan y subordinan, y con los que intercambian en condiciones desiguales, tal y como han conceptualizado Aiken et al. (1987). De cierta manera, aquí sucede lo que Luhmann (1997) hubiera denominado un proceso de descomposición y diferenciación de sistemas. Y que para el caso de las tres ciudades que nos ocupan implicó, desde el siglo XIX, un proceso de divergencia que aún no concluye. Del origen común ha quedado, no obstante, una planta cultural compartida y una idiosincrasia particular que forman parte del arsenal de nuestra historia de larga duración.

      Es un período en que ocurre lo que Morín (2010) hubiera llamado una metamorfosis, una transformación radical con apego a cada historia particular, un giro de rupturas y realineamientos. Mediante estas metamorfosis, las ciudades rebasan sus condiciones de enclaves comerciales y estratégicos para devenir entidades articuladoras del crecimiento industrial, principalmente en su modalidad agroexportadora aunque también mediante el surgimiento de parques manufactureros destinados inicialmente a satisfacer los mercados internos y posteriormente a la exportación.

      Las ciudades desarrollistas crecen demográfica y geográficamente, y son dotadas de infraestructuras modernas —viales, servicios de acueductos y alcantarillas, alumbrado público, espacios de socialización, así como de instalaciones que dan cuenta de los servicios económicos requeridos por la acumulación capitalista—. Y aunque es difícil encontrar en las ciudades

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