Ciudades en el Caribe. Haroldo Dilla Alfonso

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Ciudades en el Caribe - Haroldo Dilla Alfonso

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de producción teórica urbanística más alta de toda la región.

      Por razones políticas, no pude trabajar en La Habana, pero afortunadamente poseía algún stock informativo que varios amigos se ocuparon de incrementar. Varias visitas a San Juan me ayudaron a husmear en algunos de sus valiosos centros documentales. En Santo Domingo, donde vivo, accedí a varias bibliotecas y entre ellas una que siempre recuerdo por su solidaridad y dedicación: la radicada en el Centro Bonó. En todos los casos el internet fue un recurso valioso, sea para acceder a sus bases de datos (todavía me dejo sorprender por la riqueza de la Biblioteca Digital Cubana) como para adquirir literatura especializada en algunas de las librerías virtuales.

      Quiero agradecer con particular sinceridad a todos los amigos y amigas que me ayudaron con el engorroso problema de la información.

      Desde La Habana conté con la valiosa cooperación de Erasmo Calzadilla e Irina Echarry, dos talentosos jóvenes intelectuales a quienes espero algún día poder conocer y agradecerles personalmente. También recibí documentos de viejos amigos como Alfredo Prieto y Carlos García Pleyán. Y de este último —a quien considero el mejor sociólogo urbano de Cuba— recibí estímulos y lecturas críticas altamente calificadas que me permitieron corregir, agregar y seguir.

      No menos sugerentes fueron las animadas conversaciones con mi amigo, argentino/dominicano, Julio Corral. Un auténtico urbanista errante que aportó algunas ideas y documentos que utilicé todo lo que pude.

      Desde San Juan me ayudaron Francisco Rodríguez, Carlos Severino, Jorge Lizardi y Aura Muñoz, aportándome ideas y documentos desde diferentes ángulos, todos muy importantes. Y por supuesto, Jorge Rodríguez Beruff, quien de paso hizo cosas que nadie hace: prestarme valiosos libros de su biblioteca particular, ubicada a cientos de kilómetros de la mía. Espero devolvérselos algún día.

      Otra ayuda vital provino de Siro del Castillo, un amigo cubano, quien ha aprendido a querer cada rincón de Miami sin dejar de querer cada rincón habanero, y a contarme historias que regularmente no aparecen en los libros, con la misma pasión como lo hacen los cuenteros de Coyoacán. También en Miami mi sobrino predilecto —en realidad tengo uno solo— Arian Albear Dilla me ayudó facilitándome el acceso a varias bases de datos y bibliotecas especializadas.

      Finalmente en México, en cuya capital, por esos vuelcos extraños de la vida escribo esta página final, recibí la ayuda y el estímulo de encarecidos amigos como Velia Cecilia Bobes, Rafael Rojas, Ernesto Rodríguez, Armando Chaguaceda y Johanna Cilano. A todos agradezco haber compartido observaciones, comentarios y algunos valiosos libros.

      Estoy seguro que he sido injusto en este recuento, y he olvidado otros muchos aportes que me ayudaron en estos tres años de trabajo. Me disculpo de antemano y remito el olvido a mi mala memoria. Pero lo que nunca podría olvidar es el sentido superior de la vida que siempre me ha regalado mi familia (mi colección de hermanas —naturales y políticas— y casi siempre sobrinas) y en particular ese círculo más íntimo con el que se hablan y tramitan los detalles. El círculo que me animó, soportó mis malos momentos y se alegró junto conmigo ante cada minúsculo éxito: mi esposa Teresa Rodríguez, mi hija Charlene, mi yerno Carlos Durán y mis tres nietos: Santiago, Mariana y Pablito.

      Y sobre todo a Pablito, a quien dedico este libro predilecto, para que siempre me acompañe.

      San Juan/Santo Domingo/México, verano de 2013

       Una historia de fronteras

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      El Caribe insular ha tenido características particulares en su evolución histórica, que son vitales tanto para entender su presente como para imaginar su futuro. Pudiéramos mencionar el sentido eminentemente trasplantado de sus sociedades; las peculiares relaciones étnicas y clasistas en sus formaciones socioeconómicas donde hatos, plantaciones, hoteles y maquilas se han sucedido dejando siempre algún motivo de insatisfacción; el peso autoritario de sus sistemas políticos desde donde siempre asoma un soldado; y una tendencia imbatible a la alegría. Y, lo más importante para los fines de este estudio, una condición fronteriza que no cambia, aunque cambie la naturaleza de los entornos.

      Esta condición fronteriza ha determinado la particular intensidad de su rol periférico en el desarrollo del capitalismo mundial. Y a su vez, la ha dotado de una sensibilidad histórica que ha excedido con mucho las dimensiones geográfica y demográfica de la región. La zona no parece haber gastado un respiro en esa manía de erigirse en un pivote crítico de las pugnas de los grandes actores de la historia mundial: guerras de potencias militares o conatos nucleares de ellas, pujas territoriales, colonias altamente lucrativas, revoluciones trascendentales, son episodios de una secuencia que no ha terminado. A pesar de los vaticinios tanto de Juan Bosch (2005) como de Jorge Mañach (1970) en sus respectivos intentos de encontrar un fin feliz a la historia fronteriza de la región. El primero, queriendo ver una victoria definitiva de los pueblos sobre los imperialismos dominantes a partir de la derrota de las agresiones norteamericanas contra la joven Revolución Cubana. El segundo, prediciendo una fusión virtuosa de mundos diferentes que encontraría su panacea en el Estado Libre Asociado de Puerto Rico.

      Desde planos teóricos diferentes, diversos autores han enfatizado las diferencias de los proyectos colonialistas tempranos —que entraron a América a través del Caribe e hicieron de esta zona un área predilecta de experimentación— y las maneras como el desarrollo capitalista europeo condicionó estas modalidades.

      D. W. Meining (1986), en un estudio histórico monumental, ha explicado la existencia de dos procesos de colonización europea en América, sustancialmente diferentes y frecuentemente enfrentados:

      -El primero de ellos tuvo como punto de partida el eje Lisboa/Sevilla y se desplazó hacia el suroeste. Se organizó a través de una ruta comercial desde cada metrópoli, con la célebre Carrera de las Indias como avenida emblemática. “Una ruta única, [escribe Meining refiriéndose a la flota española] desde un único puerto conectado a dos portales americanos […] un eje marítimo de un enorme sistema imperial que afirmaba derechos territoriales exclusivos sobre la mayor parte del mundo americano” (Meining, 1986: 55).

      -El segundo se incubó en el nordeste europeo (norte de Portugal, la Vascongada, la Rochelle, Bretaña, Normandía, Países Bajos). A diferencia del anterior, fue “[…] un comercio abierto protagonizado por infinidad de empresarios desde numerosos puertos locales […]” (Meining, 1986: 56) y que daría lugar a otra forma de colonización ensayada preferentemente en Norteamérica y en lo que los españoles consideraban “las islas inútiles” del Caribe. Aunque al calor de esta dinámica se generaron algunos intensos procesos de asentamientos poblacionales, se trató de una tendencia que priorizaba (o tuvo que contentarse con) los pontones comerciales y productivos dispersos a los grandes asentamientos contiguos, lo que creó un patrón geopolítico altamente

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