Ciudades en el Caribe. Haroldo Dilla Alfonso
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Mientras que los primeros —típicos de la colonización ibérica— se basaban en un Estado emprendedor que imponía estructuras políticas jurídicamente definidas, los segundos buscaban la creación de espacios económicos que pudieran prescindir de, y erigirse sobre, la estructura política, haciendo posible: “…incrementar el flujo de excedentes desde los estratos inferiores a los superiores, de la periferia al centro, de la mayoría a la minoría, eliminando el despilfarro de una superestructura política excesivamente engorrosa” (: 21, T II).
Se trata de una aproximación muy sugerente para nuestro análisis y que permite calibrar el significado, por ejemplo, de la presencia holandesa en el Caribe “…más parecida a sus predecesores mediterráneos de Venecia y Génova que a sus rivales ibéricos del Atlántico” (Meining, 1986: 63). Según Arrighi y Silver (2001) fue una expansión que suplantaba la lógica “territorialista” por otra estrictamente capitalista, que priorizaba las ganancias y buscaba reducir los costos de las aventuras imperiales. En consecuencia su principal hazaña caribeña no fue el tedioso asedio de San Juan —que destruyó media ciudad y con ella la biblioteca insuperable del Obispo Balbuena—, sino la captura de la flota española en la bahía cubana de Matanzas, que los holandeses eternizaron en monedas alegóricas y en canciones infantiles.
Las ciudades que aquí estudiamos se ubicaron en los contornos de ambas modalidades colonialistas, que es decir de dos maneras de apreciar la lógica de la mundialización en ciernes. Y en consecuencia, no es posible explicar sus historias sin recurrir a la noción de intermediación urbana tal y como la han explicado Jean Claude Bolay (2003) y sus colaboradores de la Escuela Politécnica Federal de Lausana.[1]
Lo singular aquí es que estas ciudades se irán colocando de formas diferentes en relación con la economía/mundo en expansión y los imperios a la defensiva, lo cual generaba otras tensiones respecto a cómo intermediaban sus relaciones con sus entornos regionales y con sus propios espacios nacionales. Sus intermediaciones, por tanto, revisten siempre una particular cualidad fronteriza, de contacto y separación, de espacios, escalas y sujetos diferentes.
Según los excluidos de Tordesillas, iban ocupando espacios vacíos (lo que estaría aderezado por otras motivaciones políticas, ideológicas y religiosas que escapan al objetivo de este estudio). Esta frontera colonial cruzó la propia región, dando lugar a la postre a uno de los mosaicos culturales más intensos del planeta. E inevitablemente también de patrones urbanos que iban desde las suntuosas y reglamentadas ciudades españolas hasta los más discretos asentamientos ingleses, marcados por la frugalidad de espacios y construcciones como cuño indeleble del esquema absentista que predominó en sus entramados económicos.
Las postrimerías del siglo XIX marcaron un punto de viraje con la entrada en escena de los Estados Unidos y su consideración de la zona como un traspatio vital para su propia existencia. El utillaje hegemónico norteamericano ha incluido todo tipo de recursos, incluyendo dolorosas intervenciones militares, pero, aun cuando haya prescindido de estas últimas, siempre han tenido un alto contenido geopolítico y de seguridad. Ello marca esta presencia con un sello imperialista innegable y ha conferido al antimperialismo una buena cotización en el mercado político alternativo. Es probable que la experiencia más consistente en este sentido lo siga siendo el proceso político cubano iniciado con la revolución de 1959, y su expresión urbana más elocuente el contrapunteo fronterizo entre La Habana y Miami.
Esta condición fronteriza que ha caracterizado a la región es una variable de vital importancia para analizar la emergencia y desarrollo de las tres ciudades históricas del Caribe Hispánico que aquí analizamos —Santo Domingo, San Juan y La Habana— así como de Miami. En una situación u otra, las maneras como estas ciudades ejercieron sus intermediaciones en torno a esta condición fronteriza es vital para entender los derroteros seguidos por cada una.
Una idea central de este libro es que la capacidad para colocarse en y administrar los lugares de paso de las fronteras que las circundan —y en particular esa gran frontera difusa entre “imperio” y economía mundial— ha sido la clave del apogeo efímero de Santo Domingo en la primera mitad del siglo XVI, pero también de los éxitos de La Habana por casi tres siglos y de Miami en la actualidad. Y por contraste, también ha sido una condición para explicar la existencia mediocre de San Juan y su incapacidad actual —a pesar de sus notables ventajas competitivas— para ocupar un lugar mayor en la intermediación regional.
Para una tipología histórica: ciudades enclaves, desarrollistas y de servicios
En un libro delicioso, José Luis Romero (2001) ha hablado de nuestras ciudades como implantaciones funcionales; “…se les implantó —escribía— para que cumplieran una función establecida” (: 48). Esa función fue, en sus inicios, garantizar la soberanía europea sobre territorios expropiados a las sociedades indígenas. “Se fundaba —continúa Romero— sobre una naturaleza que se desconocía, sobre una sociedad que se aniquilaba, sobre una cultura que se daba como inexistente” (: 65). Y luego, lograda la invisibilización, se trataba de discutir poderes a intrusos anatematizados: herejes, anticristos, luteranos, judíos, holandeses...
Y en consecuencia las ciudades —y en particular las que señalizaban el asiento del poder imperial— fueron concebidas como enclaves, cuyas vinculaciones y razones de ser se relacionaban más estrechamente con las metrópolis y sus circuitos de poder que con las sociedades locales que comenzaban a gestarse en sus territorios, de las que les separaban murallas y revellines.
Fuera de los muros siempre existió un mundo. En el Caribe —donde la población indígena fue diezmada y los negros cimarrones podían importunar caminos, pero no sitiar ciudades— ese mundo se componía de una infinidad de pobladitos y habitantes que vivieron a expensas de la relación fronteriza con los espacios “hostiles” mediante el contrabando.
Se trata de una historia que aún no está escrita, pero que nos habla de focos comerciales en lugares lejanos de los centros burocráticos, como fueron los casos de Bayamo y Puerto Príncipe en el centro/oriente cubano, de las villas radicadas en el occidente de La Española y luego en la frontera con la colonia francesa, y de los descendientes de los ásperos habitantes de San Germán en Puerto Rico. Pero, sea por la propia debilidad económica de estos lugares o por el celo burocrático, fueron siempre experiencias marginales, con espacios menores de acumulación y expuestas a la incertidumbre y a la agresión, sea de socios poco confiables o de las autoridades españolas.
Esta forma de vinculación “espuria” constituyó una de las primeras formas de resistencia de los “implantados”. Dio lugar a muchos motivos de recordación. En ocasiones la resistencia fue quebrada, como sucedió en La Española en 1607, lo que finalmente condujo a la concentración de la población en un triángulo cercano a Santo Domingo y también a la pérdida de un tercio del territorio insular. Pero en otros casos la represión fue burlada, como sucedió en Cuba en la misma época, y que legó a la historia literaria nacional un primer poema: una pieza tan larga como aburrida y cínica, escrita por un canario avecindado en el oriente de la isla. Pero nadie consiguió solamente por esta vía un despegue urbano efectivo y sostenido.
La clave del desarrollo urbano residía en la inserción en otra dimensión de la intermediación, como goznes de articulación de la economía metropolitana (que a su vez era un componente subordinado pero crucial de la economía mundo en formación) con la economía colonial continental. Es decir, como pasillo que ponía en contacto las inmensas riquezas de los virreinatos con los comerciantes monopolistas de Sevilla y la burocracia parasitaria de Madrid. Y que, de