Ciudades en el Caribe. Haroldo Dilla Alfonso

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Ciudades en el Caribe - Haroldo Dilla Alfonso

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culturales, lo que implicó la definitiva consolidación de la sociedad urbana capitalista (gessellschaft) caracterizada por el cosmopolitismo, la racionalidad utilitaria y el contrato.

      Debe, sin embargo, señalarse que esta intermediación urbana sobre todo el territorio se basó en notables desequilibrios regionales que se agudizaron cuando se establecieron modelos de sustitución de importaciones financiados por las agroexportaciones. Ello condujo a polarizaciones espaciales dramáticas, uno de cuyos extremos estuvo representado por las macrocefalias capitalinas y por la aparición de la pobreza urbana extendida. Las barriadas miserables —las mismas que según Bordieu tenían sobre todo en común su “común excomunión” que redobla la iniquidad— se convirtieron en paisajes inseparables de las ciudades. Pero también serán partes de ellas las esperanzas de integración y de erradicación de la marginalidad que alimentaron los numerosos proyectos de viviendas populares y remodelaciones comunitarias en las tres ciudades.

      Por otra parte, si las ciudades enclaves fueron consustanciales al sistema imperial español, lo que aquí llamamos la ciudad desarrollista creció bajo la sombra de la hegemonía norteamericana. Esta hegemonía fue, en un primer plano, económica, pues fue el contacto con la economía de los Estados Unidos lo que permitió el despegue agroexportador de las islas y desde allí la modernización capitalista. Pero tuvo también, como antes mencionaba, un sello político/militar muy fuerte, que se materializó en largas ocupaciones militares de Cuba, República Dominicana y Haití (de hecho las tres funcionaron por décadas como virtuales protectorados), y la ocupación definitiva de Puerto Rico.

      En consecuencia, si la primacía habanera en la etapa precedente estuvo apoyada en mecanismos financieros y de control burocráticos en el marco de un sistema imperial, a partir de este momento esa centralidad tendrá un sello recreacional, cultural y de servicios. Por décadas, La Habana —con sus teatros, sus prostíbulos, sus tiendas por departamentos y sus noches interminables— será el anhelo lúdico y consumista de muchos caribeños, pero los centros financieros estarán radicados en Boston y Nueva York, y el centro político irremediablemente en Washington.

      No existe una sincronía exacta de esta fase en las ciudades bajo estudio. La Habana, beneficiada por la acumulación comercial y por la expansión azucarera en la llanura occidental, la inicia a fines del siglo XVIII, todo ello cuando era formalmente una colonia política española pero en la práctica una dependencia de los Estados Unidos. San Juan se incorpora a esta dinámica con el siglo XX, de la mano de la ocupación norteamericana y a una velocidad tal que da la idea de una ciudad que quiere desquitarse la modorra de una época precedente en que evitó la miseria a cambio del aletargamiento. Santo Domingo tuvo que esperar mucho más para incorporarse, de la mano de regímenes autoritarios que han dejado sus huellas megalómanas en feos e inservibles monumentos.

      Finalmente, agotados los modelos desarrollistas como vehículos de inserción a la economía mundial y regional, estas ciudades se han transformado en lo que aquí llamamos ciudades de servicios. Y como tal, al mismo tiempo que refuerzan sus relaciones con espacios particularmente activos de la economía capitalista emergente, vuelven a tomar distancias de sus espacios nacionales, o al menos de aquellos segmentos espaciales inservibles para las nuevas modalidades de acumulación. De esta manera las ciudades devienen partes del proceso de exclusión e inclusión selectivas del mercado mundial, y al mismo tiempo recrudecen la segregación espacial a sus interiores, donde conviven barrios marginales fuera de casi todo, y zonas exclusivas de negocios intensamente conectados a los nuevos circuitos de acumulación.

      La ciudad caribeña de los servicios expresa muchos rasgos de los analizados por Wacquant (2007) tales como la erosión del salario como vector de la seguridad social debido a su insuficiencia y a su vinculación a empleos precarios; las estigmatizaciones de los espacios populares (devenidos auténticos cour des miracles) y la disolución de los lugares tradicionales del capital social urbano. Si en la época desarrollista las políticas —reformistas o revolucionarias— intentaron la inclusión, en las ciudades de servicios se limitan a administrar la pobreza y a jugar retóricamente con ella. Y debido a que son situaciones que se muestran desconectadas de los ciclos económicos, la marginalidad avanzada deviene marginalidad estructural.

      Cuando las ciudades se dieron cuenta de que habían perdido la batalla por la integración social, se limitaron a manipular la pobreza. Y a tono con ello, cada ciudad ha hecho con sus pobres lo que ha podido: Santo Domingo los despliega en zonas devaluadas y poco visibles, San Juan los maquilla y los expone como logro, y La Habana, tras un éxito inicial sobre bases irreales, ha preferido esconderlos en sus pliegues.

      En buena medida esta marginalidad estructural es condicionada por la situación migratoria. Dos de las ciudades analizadas (San Juan y Santo Domingo) son expulsoras y receptoras de migrantes. De manera que al mismo tiempo que cientos de miles de sanjuaneros y dominicanos residen en diversas ciudades estadounidenses (en particular Nueva York y Miami), ellas albergan a cantidades similares de dominicanos y haitianos, respectivamente. Y a su interior se incuban guetos subnacionales sin que existan políticas urbanas multiculturales que den cuenta de esta diversidad. La Habana, por su parte, es una emisora neta de población hacia varios destinos, pero sobre todo hacia Miami, al mismo tiempo que capta nuevos contingentes de migrantes internos que deben afrontar a la capital en condiciones de ilegalidad. Mientras que Miami es una de las receptoras más importantes de migrantes hemisféricos, entre los que se destacan los habaneros.

      Desde aquí se generan factores estructurantes de nuevas configuraciones clasistas y culturales, y en particular la emergencia de estas ciudades como polos de espacios transnacionales que, siguiendo a Bobes (2011: 193), subvierte las nociones tradicionales de espacio y “supone una imbricación de relaciones intersujetivas que implica no sólo una gran variedad de lazos… sino una intensa modificación del ámbito simbólico, cultural e identitario”. Cualquiera de las ciudades sometidas aquí a estudio muestra un variado acomodamiento de campos sociales transnacionales que constituyen “…un conjunto de múltiples redes entrelazadas de relaciones sociales a través de las cuales se intercambian de manera desigual, se organizan y se transforman las ideas, las prácticas y los recursos” (Levitt y Glick, 2006: 230). Estos son probablemente los rasgos más importantes de estas ciudades en este nuevo siglo, y también una de las omisiones —más por falta de tiempo que de buena voluntad— más marcadas de este libro.

      Tampoco aquí existe sincronía. Santo Domingo comienza a transitar hacia una ciudad de servicios desde los ochenta. La Habana —tras abandonar su experimentación alternativa iniciada en 1959— lo hace muy tardíamente, casi en el nuevo milenio, en medio de una crisis urbana sin precedentes en la historia nacional y que en algunos momentos recuerda la ruralización de la ciudad primada en el siglo XVII. San Juan lo hizo antes, de hecho comienza a moverse en esta dirección desde los setenta, alentada por los efímeros incentivos fiscales, y entre las tres ciudades es la que ha logrado una mayor cohesión en cuanto tal, lo que se refleja en la constitución del primer centro financiero en el Caribe y de un entorno de consumismo sofisticado, condensado en la llamada Milla de Oro.

      Pero la ciudad que lidera esta nueva realidad no es San Juan —acogotada por sus graves problemas internos y por la carencia de una voluntad política— sino Miami. La ciudad mágica —como se le conoce desde aquellos primeros días en que Julia Tuttle envió a Henry Flagger un canasto de naranjas perfectas en medio de una helada que arrasó con la agricultura de Florida— no sólo ha dominado el mundo financiero y económico del Caribe, sino también su imaginario. Y ha producido en su interior una amalgama cultural sin precedentes en la historia de la región. Es lo que Portes y Steppick (1993) llamaron “aculturación en reversa” y que determina que las naturalezas transnacionales de La Habana, San Juan y Santo Domingo tengan siempre un punto de referencia en Miami. Pero el costo ha sido la fragmentación de su espacio urbano hasta niveles poco usuales en el continente y la proliferación de empalizadas simbólicas y culturales que revelan las intenciones (y a veces la realización) de las segregaciones y subordinaciones sociales que señalizan el mapa de la ciudad.

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