¡Corre! Historias vividas. Dean Karnazes

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¡Corre! Historias vividas - Dean  Karnazes

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desconcertado porque estuviera corriendo a esa hora de la noche, el interés de sus ojos era sincero, su curiosidad, genuina–. ¿Eres uno de esos maratonianos o qué?, –preguntó.

      –Pues sí… así podríamos decirlo.

      –Yo corría cuando era pequeño. Quiero volver a empezar. ¿Cuánto corres?

      –¿Esta noche?. –No quería decirle que estaba corriendo entre sesenta y ochenta kilómetros por miedo a enfriar su entusiasmo–. Bueno, deja que te explique…

      Por suerte me interrumpió antes de que pudiera seguir.

      –Voy a volver a correr. –Comenzó a hacer la cuenta y a meter las cosas en una bolsa–. Empezaré mañana por la mañana –afirmó.

      –¿Cuánto valen los plátanos? –pregunté.

      Pareció molesto por la pregunta.

      –Coge los que quieras, amigo.

      Comencé a meter plátanos en la bolsa, uno a uno, dando por supuesto que eran gratis, aunque sin estar seguro del todo. Él siguió hablando de empezar a correr de nuevo y le escuché con paciencia. Por fin, le interrumpí (sólo cabían unos pocos plátanos).

      –Buena suerte. Parece usted muy determinado.

      Mis palabras parecieron sacarle del ensueño. Parpadeó y volvió a fijarse en mí.

      –Volveré a correr –dijo con convicción.

      Personalmente, creí a aquel hombre.

      Ya fuera, abrí el Pedialyte y lo vertí en el receptáculo interno de mi mochila. Engullí dos plátanos y una barrita energética rancia, y metí el resto de la comida en el macuto para más tarde. Me ceñí las cinchas del pecho y seguí adelante.

      Mientras corría pensé en el poder especial que correr parece tener para derribar barreras y unir a la gente de formas extrañas y maravillosas, sin importar la raza, la religión, el estatus socioeconómico ni la edad. A lo largo de los años he tenido muchos encuentros como éste. Una de las cosas que me gustaban de la soledad de estas escapadas era que la mente quedaba libre de estorbos y podía vagar con libertad. A menudo reflexionaba sobre experiencias pasadas. Este último episodio en la tienda de licores me hizo recordar una situación parecida hace años, aunque con un resultado bien diferente.

      Ocurrió en mitad de una carrera de 315 kilómetros con la cual estaba celebrando mi cumpleaños. Era una carrera de relevos para equipos de 12 personas llamada Hood to Coast, aunque yo me había planteado el reto en solitario. Mi querido padre se había ofrecido voluntario para acompañarme en coche, tal y como había hecho en muchas de mis carreras. Para mi delectación, nos encontramos en mitad de la noche con una tienda abierta las veinticuatro horas y le dije que necesitaba desesperadamente un café. Papá siempre llevaba el dinero, porque yo sólo llevaba puesta ropa para correr, así que me alegré de que me siguiese al interior de la tienda.

      El caballero detrás del mostrador nos miró de reojo y con recelo, tal vez juzgándonos con las marcas de altura en las puertas de entrada que las tiendas de comida preparada usan para identificar criminales. Éramos los únicos en la tienda. De inmediato me abalancé a la sección del café de autoservicio para prepararme una taza. Mi padre se dirigió a la caja.

      Junto con el café había leche en polvo de varios sabores. Había vainilla, avellana, chocolate a la menta y otros sabores deleitosos. Comencé a confeccionar la última taza. Mi padre y el tendero en la caja me observaron mientras preparaba cuidadosamente mi tacita de paraíso. Por fin, papá se giró hacia el hombre y dijo:

      –Lleva dos días corriendo. Empezó en Monte Hood. –El tendero no respondió–. Está intentando llegar a la costa. –El tendero mantuvo la mirada de incredulidad fija en mí–. Lo hace para celebrar su cumpleaños. Le costará unas cuarenta y cinco horas –siguió contando mi padre.

      Aquello surtió efecto: bueno estaba lo bueno.

      –Vamos, tómate el café –chilló el tendero–. Tómatelo. Venga. ¡Tira!

      El apremio de sus palabras nos sobresaltó. Me costó un momento, pero me di cuenta de lo que estaba ocurriendo. Creía que éramos indigentes. Pude imaginar lo que pensaba: un joven entra y se sirve una presunta taza de café, tardando el tiempo suficiente como para que el anciano hile una historia para sacar la comida gratis.

      Mi padre también se dio cuenta del error del tendero.

      –Oh, no, le estaba contando esto para que lo supiera, nada más.

      –¡Largo! –siguió el hombre–. ¡Fuera! Coged el café y marchaos.

      –Mira –dijo mi padre mientras sacaba un billete de cinco dólares del bolsillo–, queremos pagar.

      El hombre nos gritó señalando la puerta:

      –¡No quiero vuestro dinero! ¡Coged el café y largaos!

      Ahora supe dónde se había producido el corte en la comunicación. Más allá de las diferencias culturales, el malentendido crecía por el hecho de ser las tres de la mañana y por mi extraña indumentaria, que probablemente nunca había visto en su establecimiento ni en ninguna otra parte (llevaba una camisa de colores brillantes, pantalones cortos, tobilleras reflectantes, gafas claras y un frontal). Suma a todo esto un viejo loco aclamando que su joven cómplice corre cientos de kilómetros día tras día sin descanso y el engaño resulta demasiado evidente. Al tendero no le iban a tomar el pelo; ¡menudo era él!

      Fue una equivocación inocente, nada que valiera la pena el esfuerzo. Así que me encaminé hacia la salida con el café.

      –Hijo –ordenó mi padre–, deja aquí el café.

      –Papá, con el debido respeto, de ninguna de las maneras voy a dejar el café. Ha dicho que me lo quedase.

      Mi padre avanzó resuelto y se plantó ante mis narices.

      –Hijo, ¡deja ese café!

      Me llevé la taza a la boca y me agarró por el brazo, forzándome a bajarlo. Comenzamos a forcejear y empecé a pensar que iba a ser la primera vez que llegara a las manos con él. No importaba. ¡Quería un café!

      –¡Abríos los dos! –chilló el tendero–. ¡Salid o llamo a la poli!

      Mi padre se encaró con el hombre. En ese breve instante, conseguí tomar un trago. Me quemé la boca y lancé un grito.

      Mi padre miró al tendero con ferocidad. Detrás de él, comencé a hacer gestos como un loco al tendero con la esperanza de que siguiera increpándonos. Lo necesitaba para distraer a mi padre todo lo posible para dar otro sorbo.

      Desafortunadamente, mi padre vio el reflejo de lo que estaba haciendo en la ventana. Se dio la vuelta:

      –Hijo –ordenó–. ¡Deja ese café!

      Era evidente que aquello no iba a ninguna parte. En sombría retirada, dejé el café en el mostrador y salí por la puerta, desmoralizado, derrotado. Mi padre acabó saliendo.

      Nos reunimos en la acera.

      –Ha sido una locura –dije.

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