¡Corre! Historias vividas. Dean Karnazes

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¡Corre! Historias vividas - Dean  Karnazes

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primero que se me pasó por la cabeza fue:

      BOB,

      TU NOVIA ESTÁ LOCA DE ATAR. CORRE MIENTRAS PUEDAS, COLEGA.

      Pero decidí que tal vez no fuera tan buena idea. Me limité a firmar el libro de Bob y a escribir unas palabras de ánimo, y se lo devolví.

      –Oh, gracias, gracias –me dijo–. No sabes lo que esto significa para mí.

      Tomó el libro, lo lanzó dentro del coche, cerró la puerta con un portazo, volvió alegremente a rodear el coche, se metió y se perdió en la oscuridad como si nada hubiera sucedido.

      Me quedé allí, envuelto en una nube de polvo, preguntándome qué diablos acababa de pasar. Comencé a rebuscar en la mochila para echar un trago de whisky, pero recordé que no bebo. Si bebiera, aquél habría sido un momento apropiado para echar un trago muy largo.

      ****

      Estos encuentros aleatorios e inesperados se han convertido cada vez más en algo habitual. Dando un paso atrás para tener perspectiva, traté de racionalizar el derrotero tan estrambótico que había tomado mi vida. Pero fue inútil; las cosas se habían vuelto demasiado extravagantes como para encontrarles sentido.

      Llegué a la conclusión de que lo mejor era ceñirme a lo que sabía. Así que hice lo único que sé hacer: comprobé el estado del frontal, me apreté los cordones de las zapatillas, y empecé a dar un paso tambaleante tras otro.

      Cuando todo lo demás falle, echa a correr…

       2.0

       Sigue tus sueños, no las reglas

       «Emprende travesías y viajes, atrévete. No hay nada más.»

      –TENNESSEE WILLIAMS

      Y CORRER ES LO QUE HE HECHO. Por los siete continentes y más de una vez. En algunos de los lugares más remotos y exóticos de la Tierra: el desierto de Atacama, la Patagonia, el Monte Fuji, el interior de Australia, Namibia, el desierto del Gobi, el Mont Blanc, el desierto del Sáhara, la Antártida, Nueva Jersey. (Vale, tal vez Nueva Jersey no sea el lugar más remoto y exótico, pero ciertamente tiene una abundante fauna y flora inusuales.)

      Con el éxito de mi primer libro y mi creciente y ambigua celebridad, vi una oportunidad, de esas que se presentan una vez en la vida, de convertir lo que me gusta –correr y competir por todo el planeta– en lo que hago (es decir, convertir mi pasión en una vocación). El pionero de la aviación Charles Lindbergh dijo en una ocasión: «La máxima inyección de adrenalina es hacer lo que has deseado con tanto empeño». ¡Aleluya, hermano! Me tomé un permiso permanente en el trabajo, salí por la puerta y eché a correr.

      La vida puede ser un deporte para espectadores, seguro y a resguardo, o una aventura sorprendente y a veces arriesgada. Tras más de una década de aficionado a media jornada, dejé toda precaución y me decidí por lo segundo, el gran salto a lo desconocido. Abandoné mi regalía en una empresa y me dediqué a correr como trabajo a jornada completa. ¿Quién necesita una lujosa oficina en la esquina, emolumentos, el plan de jubilación a juego, y un coche de la empresa? Esas cosas no me daban seguridad, estaban creando una prisión. George Lucas lo dijo de forma sucinta: «Todos vivimos en jaulas con la puerta abierta». Un día me di cuenta de que la puerta estaba entreabierta y salí corriendo…

      ****

      Como cualquier corredor podrá decirte, el terreno de juego de nuestro deporte es inmenso. De hecho, es infinito. No existen los fuera de banda ni un área delimitada. En nuestro deporte uno se desvía de los caminos trillados y entonces el territorio virgen se extiende cientos y cientos de kilómetros. A menudo es entonces cuando las cosas son más interesantes.

      Como relataba el personaje Forrest Gump, decidió salir a correr «un poco» sin ningún motivo en especial. Cuando llegó al final de la calle, decidió seguir. Y cuando llegó al final del pueblo, decidió seguir un poco más, hasta el límite del condado. Y como ya había llegado hasta allí, cruzó toda Alabama sin tener una buena razón. Y siguió hasta llegar a la costa. Y cuando llegó a la costa, pensó que, ya que había llegado tan lejos, por qué no seguir corriendo. Así que se dio media vuelta y se volvió por donde había venido. ¿Por qué no?

      Si Forrest podía hacerlo, yo podría intentarlo.

      Mis andanzas solían llevarme más que por las carreteras, por sus aledaños. Mis vagabundeos por los confines del territorio eran lo que más me gustaba. Desde luego, contar con un fiel escudero para guiarte con éxito es un detalle añadido. El problema era que, en la docena de años que llevo dedicado a tiempo completo a mi vocación de corredor, la mayoría de mis amigos ya conocían el percal, y no querían saber nada de mis locuras.

      A medida que fueron pasando los años, busqué constantemente nuevos reclutas. La sorpresa fue cuando descubrí el apetito de aventuras en el candidato menos probable, un antiguo compañero de estudios, Topher Gaylord. Digo menos probable porque no era corredor. Nunca habría imaginado que aceptaría mi invitación a servirme de apoyo en una carrera nocturna. No es que Topher no tuviera espíritu aventurero –porque sí lo tiene–, simplemente no era «corredor».

      Conocí a Topher allá por los años ochenta en la pintoresca comunidad marinera de Santa Cruz en la costa norte de California. Yo llevaba mi traje de neopreno, listo para hacer windsurf, cuando un coche de un modelo pasado de moda se detuvo en la plaza de aparcamiento junto a la mía con una tabla de surf encima del techo. Lo que más me sorprendió fue no ver al conductor. Quienquiera que fuese, su cabeza no sobresalía por encima del volante.

      Cuando apareció el conductor, no di crédito a mis ojos. Parecía que tuviera no más de doce o trece años –en realidad tenía dieciséis– y no pesaba más de 39 kilogramos. Di unos pasos hacia él para ofrecerle mi ayuda y bajar aquella pesada tabla del techo, pero cambié de idea y decidí que sería divertido presenciar el desastre que se avecinaba. Pero, para mi sorpresa, hizo descender aquella pesada tabla del techo y la depositó con facilidad en la arena. Me quedé pasmado, perplejo por cómo aquel chiquillo había manejado sin esfuerzo una pesada tabla de surf. En aquel momento supe que me iba a caer bien.

      El pequeño de diez hermanos, Topher era la quintaesencia del «benjamín de la familia». Al crecer en una comuna de Berkeley a finales de los sesenta, había aprendido a sacarse las castañas del fuego. Nuestra amistad floreció en el instituto y descubrí que estaba muy seguro de sí mismo y aprendía rápido. Sin embargo, detecté un punto vulnerable en su naturaleza, un defecto en su carácter que un día pensé que podría aprovechar: Topher confiaba mucho en mí. Tal vez demasiado.

      Siendo el mayor de mis hermanos, yo era muy dado a descubrir este tipo de susceptibilidades. Mi hermano pequeño, Craig, aunque ingenuo, ya me había calado hacía tiempo. De pequeño, Craig había picado el anzuelo muchas veces cuando lo arrastraba en mis largas escapadas. Ahora mi ascendiente sobre él se había agotado. Era mucho más despierto.

      Topher era carne fresca. No estaba familiarizado con mis trucos y desconocía mis tácticas. La dinámica profunda en juego en nuestra relación pronto fue diáfana para mí. Era el sucedáneo de un hermano pequeño. Con los años hemos llegado a conocernos; nunca le hubiera invitado a acompañarme en mis aventuras deportivas si hubiese sabido que la primera experiencia sería posiblemente la última. Como dice el refrán, el que se está hundiendo se agarra a un clavo ardiendo.

      Pero,

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