¡Corre! Historias vividas. Dean Karnazes
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–¿Qué?
–Dejé el dinero en el mostrador.
–¿Dejaste el billete de cinco dólares en el mostrador? –pregunté atónito–. ¿Lo cogió?
–No, menudo desagradecido. Lo tiró al suelo de un manotazo y dijo: «Aquí no admitimos su dinero».
–¿Y dónde está el dinero ahora?
–Durmiendo en el suelo.
Di la vuelta y me dirigí a la puerta.
–¿Adónde vas? –preguntó mi padre.
–Voy a recuperar mi café.
–¡De eso nada! –Corrió hasta mí y se interpuso. Extendió los brazos hacia delante como un defensa de fútbol americano, preparado para impedir que volviera a entrar en la tienda.
–Pero si hemos pagado. –No cedió un ápice.
Denegué con la cabeza, triste y derrotado. Mi padre y el tendero no eran tan diferentes. Estos hombres, con su viejo orgullo; era imposible discutir con ellos. Su orgullo era parte de su pétrea personalidad.
Con la cabeza gacha me di la vuelta hacia la carretera y eché a correr. Tendría que pasar la noche sin esa taza de café, aunque, sinceramente, el recuerdo de aquel encuentro bien valió el sacrificio.
Esbocé una gran sonrisa. Correr une o divide, pero correr en circunstancias extremas –en mitad de la noche, por ejemplo– tiene la particularidad de sacar la verdadera personalidad de la gente. Lo bueno, lo malo y lo hilarante.
****
Reconduje mis pensamientos al presente y seguí corriendo carretera abajo y adentrándome en la oscuridad. Estaba solo, la carretera y yo. Llevaba tiempo deseando tener una noche así, de soledad.
Dejad que os explique la razón.
Mi vida se ha convertido en una contradicción. Por encima de todo, soy un corredor. Me dedico a correr –un destino solitario– y es la actividad que más me interesa. También me he convertido en un personaje público, al menos en ciertos ambientes, lo cual no es que se dé muy bien la mano con un destino solitario.
Como muchas otras personas, siempre he querido escribir un libro. Era algo que tenía en mi «proverbial lista de metas en la vida», junto con el paracaidismo, la visita a las pirámides, aprender otra lengua, recorrer el Sendero de las Crestas del Pacífico, y otra legión de ambiciones. Escribí el libro. Lo taché de la lista y así quedó la cosa. Tendría suerte si vendía diez ejemplares a mis amigos. Después de todo, ¿quién quiere leer sobre un desconocido que corre cientos de kilómetros por los territorios del planeta más dejados de la mano de Dios? Nadie, ¿verdad?
Error. El libro se abrió paso en la lista de grandes éxitos de ventas en el New York Times. Lo siguiente que supe fue que «mi historia» era tema de conversación, mi burbuja de vida privada se había hecho añicos. Supongo que al escribir sobre cosas que amo, al seguir el dictado de mi corazón y buscar mi camino en la vida, de algún modo di a otros permiso para hacer lo mismo. Corredores y no corredores por igual acudieron en tropel a leer mi relato, y mi vida, en otro tiempo solitaria, de repente lo fue un poco menos.
Por eso espero como agua de mayo estas escapadas en las que paso toda la noche corriendo. No hay mejor tratamiento que huir de las redes de la humanidad y embarcarme en una aventura en la que sigo la ruta que me he marcado. Estas largas carreras me recargan las pilas y me dejan rejuvenecido y listo para regresar a la vida inesperada en la que ahora me encuentro.
Seguí adelante adentrándome en el campo agreste, la luna llena colgada ahora justo encima de la cabeza. Atravesé Nicasio, un villorrio de 287 personas, y seguí avanzando hacia el quinto infierno, con la población más cercana a muchos kilómetros. Todo marchó espléndidamente hasta que oí el ronroneo de un vehículo que se aproximaba y me percaté de que eran las 2:15 de la madrugada. Aunque estas carreteras comarcales en pleno campo suelen ser muy tranquilas de noche, he aprendido que hay que estar especialmente alerta a estas horas. Los bares cierran a las dos y los clientes no quieren usar las carreteras principales, porque han estado haciendo cosas que no deberían antes de ponerse al volante. Para que no los pillen, usan las carreteras comarcales como alternativa.
Bruscamente, de una curva salió un coche que se aproximó zumbando, directo hacia mí, lo cual no es nada inusual. Después de todo, ¿quién espera encontrar a alguien corriendo a las 2:15 de la mañana?
Pero yo era una figura muy visible. Llevaba un chaleco con reflectantes y un frontal con luces LED muy potentes. En la cincha de la mochila, a la altura del hombro llevaba una luz roja parpadeante; y llevaba una linterna potente en la mano. Era difícil no verme; hablando en plata, parecía un árbol de Navidad corriendo.
Sin embargo, el coche no cambió de rumbo. En tales circunstancias, mi modus operandi es apuntar fugazmente con la linterna al parabrisas para avisar al conductor de que tiene alguien delante corriendo. Le lancé un fogonazo con la linterna. El coche siguió enfilándo me.
En ese momento tomé la decisión expeditiva de que salirme de la carretera sería buena idea. Puse pies en polvorosa, pero resultó que había un terraplén a mi lado. No había dónde saltar.
Entonces todo se precipitó. El coche se abalanzó hacia mí a tumba abierta sin asomo de cambiar el rumbo. En mi cabeza se sucedieron rápidamente pensamientos inconexos tratando de decidir si tirar hacia la izquierda, la derecha o qué hacer. Es difícil mantenerse frío cuando tienes delante dos toneladas de acero a ochenta kilómetros por hora. Cerré los ojos y esperé que todo saliera bien.
El coche pasó zumbando a mi lado, tan cerca que noté el calor del radiador en el muslo. Me quedé parado dando gracias por seguir de una pieza y estar vivo.
Luego sobrevino el enfado. El conductor tenía que haberme visto y había estado jugando conmigo. Saberlo me cabreó, así que me di la vuelta hacia el coche y agité el puño en el aire (un puño decente, sin ningún dedo levantado).
El conductor frenó en seco.
Oh, oh –me dije– quizá no debiera haber hecho eso.
El coche dio marcha atrás y por un segundo se me paró el corazón. Ya estaba liada. No había dónde huir corriendo ni dónde esconderse. Estaba seguro de que había llegado mi hora en esa carretera solitaria en medio de ninguna parte.
El coche se detuvo con chirrido de neumáticos. Y aquella maniaca saltó por la puerta del conductor y a la carrera rodeó el coche por delante. Abrió de golpe la puerta del copiloto y comenzó a rebuscar en el bolso que había en el asiento.
Allí de pie, paralizado por el miedo, esperé a que sacara un cuchillo, una pistola o algún otro tipo de arma. ¿Cómo terminaría aquello?
Y sacó… un ejemplar de mi libro. No daba crédito a lo que veía. Miró mi foto en la portada y echó un vistazo a mi cara.
–¡Eres tú! –proclamó–. Eres ese corredor loco. ¡Oh, a mi novio le encantas! ¡Qué coincidencia! Acabo de comprar un ejemplar tuyo. ¡Tienes que firmármelo!
Me entregó el libro y me puso un bolígrafo en la mano, que no paraba de temblar. Me quedé allí completamente aturdido, con la cara blanca como el papel, incapaz