¡Corre! Historias vividas. Dean Karnazes
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3.0
La euforia del corredor
«El ejercicio es para aquellos que no toman drogas ni alcohol.»
–LILY TOMLIN
¿POR QUÉ HACE DAÑO EL DOLOR? Es una pregunta interesante y espinosa, porque la misma definición de dolor resulta esquiva. Sólo la persona que experimenta dolor puede aproximarse a su definición. El dolor está en las neuronas del que sufre.
Lo mismo se puede decir de la esquiva «euforia del corredor». Algunas personas afirman experimentar ese fenómeno con bastante regularidad; otros dudan que tal cosa exista siquiera. Estudios científicos sobre el tema han sido dolorosamente poco concluyentes. Aunque investigadores de Alemania usaron tomografías por emisión de positrones para demostrar que algo sucedía en el cerebro durante el ejercicio, sus mecanismos exactos no se pudieron trazar ni definir. Otros científicos apuntan a que este «subidón» es más producto de superar un reto que del esfuerzo.
No obstante, existe consenso general en que algo ocurre, probablemente relacionado con la liberación de endorfinas. Las endorfinas son poderosos opioides producidos por la hipófisis y el hipotálamo durante ciertos episodios, como el ejercicio agotador, el dolor, el consumo de alimentos especiados y –escucha esto– el orgasmo. Parecidas a los opiáceos en su capacidad de inducir analgesia y sensaciones de bienestar, las endorfinas actúan como analgésicos naturales.
Esto nos deja con una dicotomía interesante. Correr causa dolor, pero también lo cura. Entonces, ¿por qué embarcarse en una actividad que causa molestias sólo para precisar más de esa acción y conseguir alivio? ¿No es esa la definición de una adicción?
Tal vez sí. Este argumento parecería válido si te sientes a gusto viviendo en la zona de comodidad. Pero hay personas que experimentan espectaculares cambios de humor: a momentos de profunda oscuridad siguen períodos explosivos de júbilo supremo. Cualquiera que haya corrido un maratón puede explicarlo por experiencia propia.
David Wessel del Wall Street Journal escribe: «Si Van Gogh o Mozart hubieran tomado Prozac, ¿se habrían ahorrado la agonía de la depresión, o el mundo se habría visto privado de su arte excelso?» La sociedad moderna –en particular la gigantesca industria farmacéutica– nos dice que el dolor es malo y se tiene que suprimir. No estoy tan seguro.
Los corredores experimentan las revelaciones más profundas en los momentos de dolor más intenso. ¿Que pasaría si cambiáramos nuestra mentalidad e invitáramos al dolor a entrar en nuestras vidas, si le diéramos la bienvenida y nos enfrentáramos a él con nuestros propios medios en vez de echar mano de pastillas para evitarlo?
Después de todo, el dolor es inevitable. Sin embargo, el sufrimiento es opcional.
En vez de buscar la comodidad, los corredores actúan al borde del caos. A medida que se imponen los estragos del dolor debilitante, el corredor se esfuerza por superarlos y tomar el mando sobre esa fuerza que amenaza con doblegarlo y ponerlo de rodillas. «La obsesión por correr es realmente una obsesión con capacidad potencial de brindar más vida», escribió en una ocasión el corredor y filósofo George Sheehan.
Los vaivenes emocionales que genera correr pueden inducir rachas de creatividad e iluminación interior. Creo que esos cambios bruscos potencian la fuerza de carácter. De la misma manera que de una vida sin problemas nunca sale una persona fuerte y buena, las carreteras lisas nunca dan buenos corredores. Mientras el corredor lucha contra la urgencia de detenerse, va adquiriendo dominio sobre su mente. Al superar la adversidad, entiende mejor el funcionamiento interno de la psique. La vida se vuelve más grande, más valiente, con mayor potencial. «De la dificultad surge la oportunidad de crecer», escribió Einstein.
Yo he dicho en otra ocasión: «Hay magia en el sufrimiento». Nosotros, los corredores, queremos más. Nuestra disonancia emocional aumenta al llegar al límite. Nada parece saciar el apetito insaciable de vida. Nunca estamos totalmente satisfechos. ¿Adicción? Tal vez. ¿Es eso malo? Júzgalo tú mismo.
Los Monjes Maratón del Monte Hiei buscan la iluminación por medio de la meditación y el atletismo de fondo. Estos cambios espectaculares en el estado mental son fundamentales para su práctica del budismo. Sometiéndose a un ciclo de sufrimiento extremo y alegría silenciosa, son capaces de abrirse paso a un nivel superior del ser. Estos profundos «despertares» tienen implicaciones extraordinarias que potencian su capacidad para superar las limitaciones tradicionales del ser humano, como el dolor y las molestias. Su «programa de mantenimiento» incluye permanecer varias horas seguidas indolentemente bajo una cascada de agua helada, una práctica que a la mayoría de los occidentales les provocaría un coma, es decir, en caso de que pudiéramos siquiera soportar el frío paralizante más de diez segundos sin saltar lejos del agua. El monje iluminado no registra el dolor extremo ni la incomodidad del frío. Los monjes han superado esas emociones condicionantes. Hacen que la dureza del entrenamiento con intervalos parezca pan comido.
Por tanto, a aquellos que dicen que los corredores son adictos siempre impacientes por recibir una nueva dosis, yo les diría: «Sí y ¿qué pasa?». Quizá seamos adictos obsesivos y compulsivos que flotan todo el día en una nube de endorfinas. Pero así es como nos gusta.
4.0
La reunión
«Un amigo de verdad es el que piensa que eres un buen huevo aunque sepa que tienes pequeñas grietas.»
–BERNARD MELTZER
CUANDO TOPHER Y KIMMY acabaron por encontrarme, no diría que estuviese en mi mejor momento. Es curioso lo que doce horas corriendo sin parar pueden hacer a una persona optimista. Creo que ellos podrían decirlo.
–¿Quieres compañía, Karno?
–Claro, el sufrimiento ama la compañía. Sobre todo si la compañía trae comida. ¿Tenéis algo?
–¡Caramba! –se reprendió Topher–, ¡lo olvidamos por completo!
–Gaylord, he matado a hombres por mucho menos. ¡Dime que no te olvidaste los granos sagrados!
Kimmy sacó la bolsa de granos de café recubiertos de chocolate que había recogido de la mesa de la cocina y todo quedó olvidado al instante. Si nunca has tomado granos de café tostados y cubiertos de chocolate después de correr noventa y seis kilómetros, realmente te lo debes. Es lo más próximo a una experiencia religiosa que puedes llegar sin tener que confesarte más tarde.
Eché a correr carretera adelante con la bolsa de golosinas en la mano. Un poco después, el coche se puso de nuevo a mi lado y del vehículo se bajó… no Topher sino Kim.
Se puso a mi lado y corrimos codo con codo adentrándonos en la oscuridad. No pensé que durara más de cuarenta y cinco minutos, una hora como máximo. Pero nos arrebató el momento, hipnotizados por la espontaneidad de la situación y arrastrados por el encanto del escenario a medianoche. Corrimos atravesando las enormes tierras de pasto. Vimos rebaños de ovejas vagando ensoñadoramente por los pastizales.
Por muy agradable que fuera el escenario, el