Un amante difícil. Emma Richmond
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Aunque tampoco Abby estaba en condiciones de contestarlas. Su madre parecía pensar que era la única que sufría, pero ella también, y además estaba terriblemente preocupada por las deudas que había dejado su padre. Y por una carta que estaba empezando a provocarle pesadillas.
Con la mirada baja y retorciéndose las manos, su madre añadió en voz baja:.
–Tú te las arreglarás con él, ¿verdad, querida? Eres mucho más fuerte que yo, y mucho más… eficaz. Siempre te enfrentas a los problemas mucho mejor que yo.
«Sí, pero porque tú me obligas a hacerlo», se dijo Abby para sus adentros.
–¿Quiere comprar los libros?
–No lo sé, pero yo nunca podría venderlos, Abby…
–No –la interrumpió para que no se entristeciera aún más. Pero algo habría que vender para pagar las deudas. La casa, por ejemplo, era demasiado grande para que viviera en ella una sola persona. Pero su madre aún no estaba preparada para eso–. Entonces, ¿qué es lo que exactamente ha venido a hacer aquí?
–Sólo a mirar los libros. Me dijo que era historiador militar… o algo así… –añadió con tono vago.
–Deberías haberle dicho que volviera después, cuando tú te encontraras mejor.
–¡Lo intenté, Abby! Lo intenté, pero tiene ese aspecto que… –se defendió–. ¡Una de esas personas a las que, con sólo mirarlas, te sientes impulsada a prometerles cualquier cosa!
–¿Qué le has prometido? –le preguntó Abby, alarmada.
–¡Nada! De verdad. Bueno, sólo que podría quedarse aquí el tiempo que quisiera.
–¿Y cuánto tiempo te dijo él que le gustaría quedarse? –inquirió, suspirando.
–Una semana. Quizás una semana. ¡Y no ha dejado de preguntarme por tu padre!
–¿Preguntarte qué, exactamente?
–¡No lo sé! Sólo sobre él, sobre cómo era…
–¿Lo conocía?
–No lo sé, no me lo ha dicho.
–¿Cómo se llama?
–Turner, Sam Turner.
–He mirado todos los papeles de papá, y definitivamente no hay mención alguna de nadie con ese nombre. ¿Dónde está ahora? ¿En el despacho?
–No, ha salido a comer. Me pone nerviosa, Abby.
Cuando su madre se ponía nerviosa, pensó Abby, la vida se volvía muy, pero que muy complicada.
–¿Te quedarás, verdad? –la miró preocupada–. Oh, ese debe de ser mi taxi –añadió aliviada. Ruborizándose, se levantó y agarró presurosa la maleta que Abby no había visto al lado de la puerta principal.
–¿Tu taxi? –repitió Abby, sorprendida–. ¿Adónde te vas?
–A casa de Lena, a pasar allí unos días. ¿No te lo he dicho?
–No –negó secamente Abby.
–Oh, yo creía que sí. Serás amable con él, ¿verdad? –le suplicó–. Si era amigo de tu padre…
–¿Pero no habías dicho que es un completo desconocido?
–Sí, pero si papá le escribió, debió de conocerlo, ¿no te parece?
–Supongo.
–Te llamaré cuando llegue, sólo para hacerte saber que estoy bien –y después de besar a su hija en la mejilla, abrió la puerta y salió apresurada.
Abby pensó que Sam Turner debía de ser un hombre muy especial para haber ahuyentado a su madre de ese modo. Tanto sus hermanas como ella habían intentado sin éxito que se alejara de aquella casa por una temporada, después de que muriera su marido. Si habían fracasado estrepitosamente, ¿qué tenía Sam Turner para que su madre huyera de su presencia con tanto apresuramiento? Pero Abby no tardó en descubrir la respuesta. Mientras el taxi salía de la casa, distinguió un hombre dirigiéndose hacia allí. Y, por primera vez en su vida adulta, el corazón le dio un vuelco en el pecho.
Su camisa no era de un blanco inmaculado, como la de James, el jardinero, pero aunque hubiera llevado un saco por vestimenta habría destilado la misma elegancia. Alto, delgado, pelo castaño, nariz recta y orgullosa y pómulos salientes. Hipnotizada, Abby continuó observándolo hasta que él se acercó tanto que pudo verle los ojos: de un azul intenso que habría podido pararle los pies a un elefante. En toda su vida no había visto a un hombre más descaradamente masculino.
A la defensiva, Abby vio que primero miraba a Janes, que ya había empezado sus tareas, y luego a ella, que todavía llevaba en la mano el plumero que le había quitado a su madre. Su rostro era absolutamente inexpresivo, y Abby esperaba que el suyo también.
–Si ese hombre es el jardinero, supongo que usted será el ama de llaves –declaró con una voz baja, profunda, ligeramente áspera.
–No –negó Abby–. Soy la hija –y añadió con tono tranquilo–: Aunque tengo que reconocer que el hecho de que un jardinero vista de traje es un tanto estrambótico. ¿Es usted el señor Turner?
El hombre entornó ligeramente los ojos al detectar su tono, y asintió con la cabeza. Mirando fijamente aquellos hipnóticos ojos azules, Abby creyó detectar un cierto desprecio en sus profundidades, lo cual bastó para tocar su fibra sensible. Con la insolente sonrisa que había ensayado habitualmente durante cerca de catorce años, le preguntó:
–¿Podría ver su identificación?
–La señora Hunter ya ha visto mis papales –sonrió desdeñoso.
–Yo no soy la señora Hunter.
–No –convino él–. Usted no es la señora Hunter. Mis papeles están en el despacho.
Abby concluyó, aun sin haber encontrado una sola prueba a su favor, que era un tipo arrogante y egoísta, un hombre acostumbrado a salirse siempre con la suya. Un hombre para el que la más básica de las cortesías era una pérdida de tiempo, un hombre que podía hacer que arriesgara su corazón… Absurdo. Con un gesto un tanto displicente, lo invitó a entrar. Cerró la puerta principal y lo siguió al despacho. Observó que sus movimientos tenían una gracia fluida, natural.
El hombre abrió el maletín que había dejado sobre el amplio escritorio, sacó algunos papeles y se los entregó. Luego esperó tranquilamente a que los examinara. Sujetando el plumero bajo el brazo, Abby desdobló los papeles con lentitud, muy consciente de que la estaba observando, y de que la estaba poniendo tan nerviosa a ella como había hecho con su madre. Pero se obligó a concentrarse y leyó rápidamente la carta de presentación de un tal profesor Wayne, de Oxford, y luego una carta de su padre invitándolo a visitarlo. Una oleada de tristeza la invadió al reconocer la enérgica rúbrica de su padre, gráfico recuerdo