Un amante difícil. Emma Richmond

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Un amante difícil - Emma Richmond Jazmín

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lo llevo conmigo.

      –Entonces tendrá que comprender al menos que me vea obligada a ser prudente. En estos días que corren, toda prudencia es poca.

      –Desde luego.

      –¿No le importará que lo compruebe llamando al profesor Wayne?

      –Adelante.

      Abby le lanzó una meliflua sonrisa, y sentándose elegantemente en el borde del escritorio, levantó el auricular para marcar el número que figuraba a la cabecera de la carta de presentación. Él, por su parte, observaba con atención todos y cada uno de sus movimientos.

      Negándose a sentirse intimidada, y a desviar la mirada de aquellos ojos que parecían quemarla, habló brevemente con la persona que se puso al teléfono y la pasó inmediatamente con el profesor Wayne. Le hizo preguntas que él contestó, y cuando hubo recibido una adecuada descripción de Sam Turner, le dio las gracias y colgó.

      –¿Interesada? –murmuró él.

      –No –negó–. Usted no es mi tipo.

      –No, ni el suyo el mío. Imagino que le gustarán los hombres manejables, señorita Hunter, que no saben replicar y lo encajan todo.

      –Usted siempre replica y no encaja nada, ¿no, señor Turner?

      Él no contestó, sino que continuó observándola, y cuando desvió la mirada hacia la ventana, Abby se negó a reconocer el inmenso alivio que la invadió de repente. En aquel momento James estaba podando unos setos. Ciertamente podía ser un tipo estrambótico, pero también era un excelente jardinero. Y si algún día la casa llegaba a venderse, algo que inevitablemente tendría que ocurrir, entonces James se quedaría sin empleo. A no ser que su nuevo propietario lo contratase. Con un mal disimulado suspiro, se bajó del escritorio.

      –Le permitiré continuar con lo que esté haciendo –declaró con una brusquedad que resultaba insultante–. Pero, por favor, no toque nada más de esta habitación. El escritorio está, naturalmente, prohibido.

      –Naturalmente –convino él con tono inexpresivo.

      –Y es necesario que se ponga guantes cuando toque los documentos antiguos. ¿Qué horario sigue? –sin darle oportunidad a contestar, miró su reloj–. Ahora son las dos y media; podríamos fijarlo de nueve a seis.

      Como él no respondió, Abby levantó la mirada, y la expresión que vio en sus ojos la hizo sentirse definitivamente descontenta consigo misma.

      –¿Por qué tanta hostilidad?

      –Precaución –lo corrigió ella.

      Sam Turner inclinó la cabeza sin dejar de mirarla a los ojos.

      –¿Cómo era él?

      –¿Quién?

      –El señor Hunter.

      –Bondadoso. ¿Y usted? ¿Cómo es usted? –le preguntó Abby con remota altivez.

      –Bondadoso no, desde luego –esbozó una mueca–. Ya lo sabrá usted para cuando me vaya.

      Abby giró sobre sus talones y se marchó. Tenía una sensación de rabia, de derrota y de ridículo. ¿Que no era bondadoso? Desde luego, podía creerse eso. Y ella que se había prometido ser amable con la gente… Sabía que se ponía mordaz cuando estaba nerviosa. Pero tuvo que corregirse: no había sido mordaz, sino venenosa. Porque se había sentido amenazada. Con gesto ausente, se puso a limpiar el polvo de los armarios de la cocina con el plumero. «Te las arreglarás con él», le había dicho su madre. Y lo haría; por supuesto que lo haría. ¿Pero entonces por qué el corazón le latía tan rápido? ¿Por qué se sentía… tan destrozada?

      Puso a calentar agua y se preguntó qué haría a continuación. Nunca en toda su vida había dejado de saber lo que estaba haciendo, o lo que quería hacer en cada momento. Nunca antes se había sentido así. «Por el amor de Dios, intenta sobreponerte», exclamó para sus adentros. «Sólo es un hombre. ¡Has estado relacionándote con hombres durante toda tu vida adulta». Sí, sólo era un hombre, pero con unos ojos azules que podían desnudarle el alma a cualquiera.

      Lo cual tal vez no fuera tan malo. Porque su alma no había visto la luz durante catorce años. Se acercó a la ventana y miró sin ver el jardín. Toda su apariencia de eficiencia y frialdad no era más que una fachada, una gran mentira. Aunque nadie lo sospechaba, ya que a nadie le había importado, pensó con una sonrisa sin humor. Y apenas el día anterior había hecho el firme propósito de corregirse, de enfrentarse a lo que había sido su vida… por mucho que le costara.

      Repasó rápidamente su vida, o al menos sus últimos catorce años de existencia. Durante mucho tiempo había sabido que no quería vivir esa vida, una vida que no le pertenecía. Una vida que resultaba tan insatisfactoria como estéril. Comprometida con un hombre «adecuado», pero al que no amaba, empleada en un bufete de abogados, que detestaba… Pero entonces, ¿por qué había tardado tanto tiempo en admitirlo? No lo sabía.

      Catorce años atrás se había convertido deliberadamente en alguien que no había querido ser. Si había sido por orgullo, por furia o por falta de autoestima, eso no importaba; lo importante era que lo había hecho a propósito. Y catorce años era demasiado tiempo para vivir una mentira. Había protegido su vulnerable corazón detrás de una falsa imagen que con los años había dejado de ser falsa. Y la gente creía en ella. Creían lo que ella quería que creyeran, como Sam Turner lo estaba creyendo. ¿Pero cómo podría desandar ese camino? Ni siquiera estaba segura de poder recordar cómo había sido antes: sólo que había sido la antítesis de lo que ahora era.

      Bajó la mirada a su anillo de compromiso, se lo quitó y se lo guardó en un bolsillo. Esa misma noche telefonearía a Peter para decirle que todo había terminado. Y cuando volviera a su trabajo, presentaría su carta de dimisión.

      –¿Es que no podía permitirse una sauna? –preguntó una voz seca a su espalda.

      Se volvió rápidamente para descubrir a Sam Turner, y sólo entonces se dio cuenta de que la cocina estaba llena de vapor, el que emanaba del agua que había puesto a calentar, y también de tensión. No permitiría que aquel hombre se impusiera a sus resoluciones. Porque era capaz de ello; ella lo sabía instintivamente.

      –¿Qué es lo que desea?

      –Café. La señora Turner me dijo que me lo sirviera yo mismo, como si estuviera en mi casa –la informó mientras sacaba dos tazas del armario–. ¿Lo quiere con leche? ¿Con azúcar?

      –Sí, con leche y con azúcar –murmuró–. ¿Y qué otras comodidades domésticas se ha permitido en esta casa, señor Turner?

      –Ninguna –sonrió, mirándola por encima del hombro–. ¿Cuáles le gustaría a usted que me permitiera?

      –Ninguna –replicó, negándose a desviar la mirada de aquellos ojos azules tan terriblemente fríos. Ella siempre había tratado a los hombres como si fueran juguetes; útiles juguetes. Su comportamiento durante los últimos catorce años había consistido en no pensar y no sentir, simplemente actuar. Lo estaba haciendo en aquel preciso momento, y quizá no estuviera tan mal. Aquél no era el momento más adecuado para volver a ser la persona que había sido, incluso aunque lo hubiera sabido. Aquel hombre representaba definitivamente una amenaza para su tranquilidad de espíritu, y las amenazas eran

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