Un amante difícil. Emma Richmond
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–Simplemente me preguntaba qué lugar ocupaba entre sus hermanas.
–Soy la más joven. Gracias –añadió cuando él le ofreció la taza de café.
–De nada. Le gusta triturar a los hombres con los tacones de aguja de sus zapatos, ¿verdad?
–Siempre. ¿Y a usted le gusta que lo trituren, señor Turner? –replicó sin pensar.
Él se limitó a sonreír con expresión divertida.
–¿De dónde es usted? –inquirió Abby, intentando reconducir la situación.
–No de muy lejos –respondió mientras se apoyaba en el fregadero, tomando un sorbo de café.
–¿Trabaja con el profesor Wayne, en Oxford?
–¿No se lo preguntó a él?
–No.
–Mal hecho.
–Tenga cuidado, señor Turner. La decisión de que se le permitiera trabajar aquí… en cualquier momento puede ser revocada.
Él la miró como si no le importase nada en absoluto lo que pudiera decidir al respecto. Y continuó observándola con descarada atención. Abby sintió ganas de lanzarle el café a la cara.
–¿Durante cuánto tiempo estuvo su padre coleccionando libros sobre la guerra de Crimea?
–Desde que era joven, creo –respondió ella.
–Es una colección enorme.
–Y también muy valiosa.
Abby deseaba desesperadamente sentarse, pero no lo hizo ya que eso la habría colocado en una situación de desventaja.
–¿Cómo lo conoció? Nunca mencionó su nombre antes de… morir.
Sam bajó la mirada a su taza de café, y respondió con tono suave:
–Yo no lo conocí.
–¿Pero quería conocerlo?
–Sí. Su madre me dijo que falleció hace unos diez meses.
–Así es, de un ataque cardíaco –explicó, aunque eso era algo en lo que no quería pensar, y mucho menos hablar.
–¿Durante cuánto tiempo estuvieron casados?
–Creo que estamos siendo un poquito indiscretos… Jamás habría pensado que le gustaría mantener este tipo de conversaciones, señor Turner.
–¿Y qué habría pensado que me gustaría, si se puede saber?
–Yo… nada en absoluto –repuso rápidamente, ya que su réplica la había tomado por sorpresa–. Usted no me interesa lo más mínimo. Pero veamos… Helen y Laura llegaron aquí cuando tenían seis años. Ahora tienen treinta y cuatro, lo que quiere decir…
–¿«Llegaron aquí»?
–… que han pasado veintiocho años desde entonces –continuó, como si él no la hubiera interrumpido–. Y mis padres ya llevaban dos años casados…
–¿«Llegaron aquí»?
–Todas fuimos adoptadas, señor Turner –al ver que seguía mirándola fijamente, le preguntó con ligera impaciencia–: ¿Contesta eso a su pregunta?
–Sí –afirmó, y se irguió casi bruscamente–. Será mejor que continúe.
–¿Con qué? –le preguntó Abby–. ¿A qué aspecto en particular se está dedicando?
–Específicamente a ninguno –y se fue con su taza de café en la mano.
A Abby le extrañó aquella reacción, en la que la tensión había pasado a sustituir a la burla. Pero tuvo que olvidarse de eso, ya que tenía problemas más urgentes que analizar que la personalidad de Sam Turner. Salió para recoger su maleta del coche, y la subió a su habitación. Después de quitarse la chaqueta, sacó el anillo de compromiso del bolsillo y se sentó en la cama a examinarlo. Era un bonito anillo, muy caro, pero no le había sido regalado con amor. Peter se había comprometido con ella por la misma razón que ella con él: por conveniencia. Con su presencia, Abby habría podido adornar su hogar, mantener conversaciones inteligentes con sus clientes e invitados… y él habría constituido una excelente pareja para ella. Para ambas familias, aquella unión había sido excelente. Y quizá lo fuera, pero Abby quería algo más que simple interés compartido y razonado.
«Es un comienzo», se aseguró a sí misma. Definitivamente, era un comienzo. Abrió el bolso y guardó dentro el anillo, con la carta que su padre le había dejado… y con la que tendría que hacer algo. No podía desentenderse de ella con la excusa de que no tenía tiempo… Irritada e inquieta, se acercó a la ventana para contemplar los jardines. Era finales de octubre, pero aun así hacía tanto calor como en un día de verano. Deberían vender la casa. ¿Pero cómo podría persuadir de ello a su madre? No quería hacerle más daño. No era una mujer malintencionada, a pesar de la impresión que pudiera dar. Sobre todo a Sam Turner. Pero no le importaba lo que él pudiera pensar de ella. Sam Turner no era relevante.
¿Pero entonces por qué no podía dejar de pensar en él?
A la mañana siguiente se puso unos elegantes pantalones y una preciosa camisa de manga corta. Se dijo que no lo hacía por intentar impresionar a Sam Turner. Simplemente no tenía ropa más informal. La imagen que presentaba al mundo no se lo permitía, y ese aspecto, pensó mientras lo hacía entrar en la casa, era uno de los más absurdos de toda aquella farsa. «Has ido demasiado lejos, Abby», se repitió una vez más. «Demasiado lejos».
–¿Pasa algo malo? –le preguntó Sam con tono suave al entrar en la casa.
–No –negó de manera automática, y luego se interrumpió, porque pensó que habría sido divertido reírse de aquellas absurdeces suyas con él, contarle lo que había estado pensando…–. ¿Café? –le ofreció cuando él pasó al despacho.
Sam Turner se volvió, mirándola con una expresión de burlona sorpresa.
–Bueno, ¿quiere o no quiere café? –le preguntó, volviendo a su arisca actitud.
–Sí. Solo, por favor.
Y se fue para preparárselo. Minutos después regresó al despacho con su taza. Cerca de la mitad de los libros estaban fuera de sus estantes, amontonados sin orden ni concierto sobre el escritorio, y Sam estaba contemplando un mapa que había desplegado sobre ellos.
–Espero que tenga intención de volverlos a colocar donde estaban –lo recriminó mientras encontraba un hueco en la mesa para dejarle el café.
Él no se molestó en contestarle, algo por lo que Abby no lo habría culpado en otras circunstancias. Pero por alguna razón necesitaba aguijonearlo, provocarlo, porque se encontraba ante el escritorio de su padre, porque era un intruso… y porque tenía esos maravillosos ojos azules. Así que señaló un lugar en el mapa con su dedo