Un amante difícil. Emma Richmond

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Un amante difícil - Emma Richmond Jazmín

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      –Siempre he pensado que era una pena –añadió apresurada– que todo el mundo se centrara en la carga de la caballería ligera y no en las razones que se ocultaban detrás de todo ello. Con el pretexto de una disputa entre Rusia y Francia por la custodia de los Santos Lugares de Palestina, dio comienzo una guerra.

      –Y el hecho –señaló él con tono suave– de que Turquía invadiera Moldavia.

      –Sí –la tensión entre ellos era tan grande que Abby necesitaba salir de allí a toda costa.

      –Se está usted mostrando inhabitualmente comunicativa.

      –Oh, yo siempre soy muy comunicativa –replicó sin pensar–, sólo que no de la manera habitual que espera la gente. Espero que le guste el café –y se marchó sin añadir una sola palabra. Pero él la siguió.

      Con el corazón acelerado, Abby apresuró el paso.

      –¿Tiene un amante?

      Se detuvo por un instante, impresionada; luego aspiró profundamente y continuó su camino.

      –No. ¿Y usted?

      –Tampoco. Se ha olvidado de las pastas.

      –¿Perdón? –se detuvo de nuevo.

      –Pastas –repitió él–. Su madre siempre me ofrecía pastas.

      –¿Ah, sí? –inquirió, distraída. Percibiendo su presencia detrás, muy cerca, se apresuró a entrar en la cocina–. Muy amable de su parte.

      –Mmm.

      Se volvió para ver que abría el armario y sacaba un paquete de pastas de chocolate. Abrió el paquete y se lo ofreció a ella. Abby negó con la cabeza.

      Con la mirada fija en sus ojos, Sam sacó una pasta y empezó comérsela lentamente. Abby se sentía incapaz de apartar la vista de su boca. Vio que una miga diminuta permanecía adherida a su labio inferior y, no pudiendo evitar un estremecimiento, se volvió rápidamente.

      –Eso se puede arreglar –le comentó él con tono suave.

      –No, gracias –respondió. El corazón le latía acelerado y una marea de excitación había barrido sus nervios. Ni siquiera fingió malinterpretarlo.

      –¿Por qué? Se siente atraída, ¿verdad?

      –Usted es un hombre atractivo –reconoció. Jamás hombre alguno le había hablado de esa forma. Los hombres siempre la habían evitado, siempre se habían retraído ante ella. Excepto Peter, cuyo carácter se parecía mucho al suyo.

      Aspirando profundamente, se volvió… y descubrió que se había marchado. Recordó lo que le había dicho acerca de que el hecho de que no tuviera amante podría arreglarse. ¿Cómo…? Quizá con un beso suyo… No. Desechando ese pensamiento, salió a ver si la correspondencia había llegado. Pero durante el resto del día estuvo muy inquieta y agitada, estremecida por sentimientos de nostalgia e incertidumbre…

      El día siguiente fue peor. Para ella, en todo caso. Probablemente porque se había pasado la mitad de la noche pensando en él, pensó disgustada. ¿Y por qué tenía que sentirse como si estuviera haciendo un enorme y valiente esfuerzo simplemente para llevarle un café con pastas? Al abrir la puerta del despacho, lo encontró examinando los libros de la estantería. Lanzó una rápida mirada a su ancha espalda, y se volvió dispuesta a marcharse.

      –Supongo que viajó mucho –pronunció con naturalidad Sam Turner, de espaldas a ella.

      –¿Mi padre? No creo que mucho. Aunque, desde luego, estuvo en Rusia, en Sebastopol.

      –Quizá hizo todos sus viajes antes incluso de que usted naciera.

      Sin saber adónde quería llegar, Abby se encogió de hombros.

      –Quizá. Sé muy poco acerca de su juventud.

      –Era abogado, ¿verdad? –inquirió Sam Turner, todavía sin volverse y aparentemente entregado al estudio de los volúmenes de la biblioteca.

      –Sí.

      –¿Qué edad tenía cuando murió?

      –Sesenta y dos. ¿Ayuda eso a su investigación? –inquirió con tono mordaz.

      –Gracias por el café.

      –Y las pastas –añadió Abby cuando se marchaba–. No se olvide de las pastas.

      Sintiéndose todavía más inquieta que antes, regresó a la cocina. No le gustaba que le preguntaran por su padre, y todavía menos que lo hiciera un hombre como Sam Turner. ¿Y cómo era posible que un hombre tan bueno, cariñoso y eficiente como su padre hubiera dejado sus cosas en tan completo desorden? Supuestamente no había podido saber con antelación que sufriría un ataque al corazón, pero sí habría podido prever algún problema con su salud. Y luego estaba aquella carta en la que le había dejado instrucciones precisas para que se la entregara a alguien en… Gibraltar. Esperaba que no fuera otra deuda, pero sospechaba que lo era: por eso le había encargado a ella personalmente que la entregara. Esperaría a que la casa estuviera vendida antes de ir a Gibraltar.

      Torturada por aquellas preocupaciones que no la dejaban en paz, y necesitando algo que hacer, se dirigió al pueblo a comprar algo para la cena. No volvió a ver a Sam Turner durante el resto de la tarde, y él se marchó sin avisarla. Abby pensó que quizá la estuviera evitando. Ciertamente, y por lo que a ella se refería, lo mejor sería rehuir su presencia. Pero aun así no dejó de pensar en todo momento en él.

      A la mañana siguiente, cuando entró en el despacho, se dio cuenta de que estaba silencioso y taciturno. La familiar ironía no brillaba en sus ojos. Le dejó el café en el escritorio y se marchó.

      Pensó que Sam Turner estaba ocupando su mente de manera obsesiva. ¿Y por qué? Era desdeñoso, irónico, no del tipo de hombres que le gustara o se sintiera cómoda con ellos. Entonces, ¿por qué reaccionaba de esa forma ante él? Se le ocurrió limpiar y ordenar la cocina, y su dormitorio, tirando toda la basura que habían acumulado con los años. No, no era basura; eso ya lo había tirado hacía catorce años. Pero seguía habiendo ropa que ya no le sentaba bien, o libros… Todas las cosas que realmente había necesitado se las había llevado a su piso de Londres. «¡Así que hazlo, Abby!», intentó decirse, pero no lo hizo. No estaba de humor para ello.

      Lo oyó irse a la hora de comer, y casi sin pensarlo se encontró paseando en su despacho… y pensando en su oferta. Que probablemente a esas alturas ya habría sido retirada.

      No tenía mucha experiencia en el arte del flirteo, si acaso él había estado flirteando realmente con ella. De hecho, no tenía ninguna experiencia en absoluto. Tantos años fingiendo ser la «mujer de hielo» no le habían dejado oportunidad alguna de flirtear. ¡Probablemente era la única virgen de veintiocho años que quedara sobre la tierra! Y no quería seguir siéndolo. No era que se sintiera avergonzada de ello: era que, hasta ese momento, no había conocido a nadie con quien hubiera querido hacer el amor. Él probablemente sería un gran amante… «Sí», asintió pensativa. Pero no para ella. Aquel hombre era inflexible, despiadado.

      Apoyó una mano en uno de los libros que todavía cubrían el escritorio; estaba lleno de polvo. ¿Cuándo había

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