Castillos en la arena - La caricia del viento. Sherryl Woods
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–Voy a entrar, llámame al móvil en cinco minutos y se lo paso. Puedes despedirte, disculparte, o lo que sea, pero no le prometas nada que no tengas intención de cumplir.
–No lo haré –le aseguró ella, con voz suave–. Lo siento, Boone. Lo he hecho sin pensar, sabes que jamás le haría daño a propósito.
–Nunca lo haces a propósito, pero acabas haciéndolo –suspiró antes de decir–: Llámame en cinco minutos. ¿De acuerdo?
–De acuerdo.
Después de cortar la llamada, Boone entró en el restaurante en busca de B.J. mientras se preguntaba si acababa de hacer lo correcto. Quizás habría sido mejor dejar que el niño se desilusionara ya, porque más adelante podía ser incluso peor.
Mientras esperaba en el aeropuerto, Emily empezó a pasear de un lado a otro con nerviosismo. Cada dos por tres le echaba un vistazo a su reloj, los cinco minutos que Boone le había pedido estaban siendo interminables. No alcanzaba a entender su propio comportamiento. Después de todas las advertencias de Boone, había hecho lo que él temía: le había hecho daño a su hijo. Tal y como él había comentado, daba igual que no lo hubiera hecho a propósito. Lo cierto era que había sido una desconsiderada.
Se había marchado justo por eso, ¿no? Porque le daba miedo terminar hiriendo tanto al padre como al hijo. Quizás tendría que haberse marchado antes… no, mejor aún: Tendría que haberse excusado y haberse mantenido alejada de allí, aunque fallarle así a su abuela habría sido inaceptable.
En cuanto pasó el último segundo de los cinco minutos acordados, llamó al móvil de Boone y él le contestó con voz tensa antes de pasarle a B.J.
–¿Emily? –dijo el niño, vacilante.
–¿Cómo está mi asesor? –le preguntó, procurando mostrarse animada.
–Bien.
–Oye, perdona que me haya ido sin decirte adiós. Tengo que ir a supervisar un par de trabajos, y me he marchado a toda prisa.
–Vale –se limitó a decir él, con voz apagada.
–Voy a enseñarle al cliente de Aspen los muebles que me ayudaste a seleccionar para su hotel de montaña.
Al ver que no contestaba de inmediato, Emily optó por esperar; con un poco de suerte, la curiosidad que el niño sentía por su profesión acabaría por hacerle hablar.
–¿Vas a enseñarle el rojo? –le preguntó él al fin.
–Sí.
–¿Le dirás que yo te ayudé a elegirlo?
–Claro que sí. Eres mi asesor, ¿no? Siempre reconozco el mérito de quien se lo merece.
Él soltó un pequeño suspiro antes de preguntar:
–¿Cuándo vas a volver?
–No lo sé con exactitud, pero pronto.
–¿Cómo de pronto?, ¿mañana?
–No, no tanto. Dentro de un par de días, más o menos.
–¿Estarás aquí para el fin de semana? –le preguntó, esperanzado–. Tengo partido de fútbol este sábado, podrías venir con papá. Él siempre viene a verme jugar.
Emily se dio cuenta de que estaba internándose en terreno peligroso. Incluso suponiendo que estuviera de vuelta para entonces, dudaba mucho que Boone quisiera que ella se acercara siquiera a ese campo de fútbol.
–No te prometo nada, ya veremos cómo va todo –contestó con cautela.
–Pero ¿vendrás si estás aquí?
Antes de que pudiera contestar, Emily oyó de fondo a Boone pidiéndole a su hijo que le diera el teléfono.
–Emily tiene que subir al avión, dile adiós.
–Papá dice que tengo que decirte adiós –refunfuñó el niño.
–Adiós, cielo. Pórtate bien, hasta la vista.
–Adiós, Emily.
–Dime que no le has prometido que irás a verle jugar –le exigió Boone. Lo dijo en voz baja, para que B.J. no le oyera.
–Le he dicho que no sé si estaré ahí para el sábado, ya sé que no quieres que vaya en ningún caso.
–Exacto.
–Lo siento mucho –le dijo, a pesar de que sabía que era inútil disculparse; a ojos de Boone, lo que había hecho era inexcusable… y, a decir verdad, ella estaba bastante disgustada consigo misma.
Lo único positivo era que B.J. parecía haberla perdonado, aunque eso era una muestra de la facilidad con la que se podían herir los sentimientos de un niñito. Le costara lo que le costase, tenía que evitar volver a cometer ese error.
Los tres días siguientes fueron una vorágine de actividad. Emily pasó dos de ellos con Sophia, asegurándose de que todos y cada uno de los detalles fueran de su agrado y estuvieran listos para la cena benéfica que iba a celebrar aquel fin de semana. Aunque Sophia estaba encantada con cómo había quedado todo, se había llevado una decepción cuando Emily le había dicho que no iba a asistir al evento.
–¿No te das cuenta de que podrías entrar en contacto con mucha gente importante? Todo el mundo va a preguntarme quién ha hecho todos estos cambios tan maravillosos.
–Puedo dejarte algunas tarjetas de visita –le había ofrecido ella.
Era consciente de que lo que Sophia quería en realidad era alardear de su última «protegida» ante sus amistades. Le encantaba que la vieran como la mentora de la persona con talento que estuviera de moda en Los Ángeles, ya fuera un artista, un cantante, un actor, o un diseñador de interiores; en cualquier caso, había sido Sophia quien la había puesto en contacto con el actor que le había encargado que actualizara una villa que tenía en Italia. Estaba en deuda con ella, porque una importante revista de diseño había publicado un reportaje fotográfico de ese proyecto.
Sophia había contestado a la sugerencia de las tarjetas con el desdén que merecía semejante idea.
–Querida, eso no está bien visto.
–Ya lo sé, era una broma. Asistiría a tu fiesta si pudiera, pero dejé a mi familia en la estacada por venir a asegurarme de que todo estuviera listo. Fuiste tú la que me presentó a Derek Young, y tengo que enseñarle los diseños que le tengo preparados antes de que pierda la paciencia.
–De acuerdo, como quieras. Tu lealtad hacia tus otros clientes y hacia tu familia es muy loable, ante eso no hay discusión posible.
Le habría encantado que la reunión con Derek Young hubiera ido la mitad de bien que aquella. Aunque le había gustado lo que ella tenía para mostrarle, no estaba satisfecho con el progreso en general.
–No