Castillos en la arena - La caricia del viento. Sherryl Woods

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Castillos en la arena - La caricia del viento - Sherryl Woods Tiffany

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a tratar conmigo, ¿no?

      –Vale, sí, lo admito.

      –¿Para qué me has llamado?

      –El partido de fútbol de B.J. es esta mañana.

      –Ya lo sé.

      –Quiere que vayas a verle jugar.

      –¿Y qué es lo que quieres tú?

      Él bajó la voz al admitir:

      –Que mi hijo vuelva a ser feliz –sabía que era una respuesta demasiado reveladora, que estaba dándole demasiado poder a Emily.

      –¿Estás de acuerdo en que vaya? –le preguntó ella, para que quedara claro.

      –Sí, pero…

      –Sí, no hace falta que lo digas. Me esforzaré por no volver a ser tan desconsiderada con sus sentimientos; además, le tengo preparada una gran noticia.

      –¿Qué noticia?

      –A mis clientes les encanta la tapicería que él eligió para ellos; de hecho, os han invitado a pasar unos días en su hotel de Aspen.

      A Boone le costó creer lo que acababa de oír.

      –Será broma, ¿no? ¿Siguieron los consejos de un niño de ocho años? ¿Sabían la edad que tiene?

      –Sí, y la invitación va en serio. Debo admitir que el rojo no me convencía tanto como a B.J.

      Boone recordó el día en que el niño había hecho la sugerencia, el día en que había estado hablando con Emily acerca de cuánto le gustaba a su mamá el color rojo. Era increíble que, en cierta forma, el interior de un elegante hotel de montaña acabara siendo una especie de homenaje a Jenny gracias a su hijo.

      –Va a ponerse muy contento –se limitó a decir.

      Lo cierto era que el niño iba a ponerse como loco de contento por el mero hecho de que Emily fuera a verle jugar. Su inesperado éxito como diseñador de interiores tan solo iba a ser la guinda del pastel.

      Emily llegó al campo de fútbol cuando el partido acababa de empezar y fue hacia las gradas procurando no llamar la atención, pero justo entonces hubo una pausa en el juego y B.J. la vio desde el campo. El niño echó a correr hacia ella a toda velocidad, y la abrazó con tanto ímpetu que estuvo a punto de tirarla al suelo.

      –¡Papá me ha dicho que ibas a venir! ¿Has visto esa última jugada?, ¡por poco marco un gol!

      –¿Ah, sí? –Emily sonrió al ver que estaba tan entusiasmado a pesar de no haber marcado–. Ojalá lo hubiera visto, pero debe de haber sido justo cuando venía del aparcamiento.

      –Pero vas a quedarte a ver el resto del partido, ¿verdad?

      –Sí, claro que sí.

      Él miró hacia el campo, y se dio cuenta de que estaban a punto de retomar el juego.

      –Me tengo que ir, ¡hasta luego!

      –Hasta luego.

      Justo cuando acababa de sentarse, Boone apareció desde alguna de las gradas superiores y se sentó a su lado.

      –Cuando ha empezado el partido y he visto que aún no habías llegado, me he imaginado que al final no ibas a poder venir.

      –Te he dicho que vendría –frunció el ceño al ver que se limitaba a enarcar una ceja en un gesto burlón. Le dolía que no tuviera ninguna fe en ella–. No me tienes ninguna confianza, ¿verdad?

      –¿Cómo quieres que te la tenga? –se limitó a contestar él.

      Emily le sostuvo la mirada sin amilanarse, y esperó a verle vacilar un poco antes de decir:

      –Vale, vamos a dejar las cosas claras de una vez. Voy a esforzarme al máximo por no volver a fallaros ni a B.J. ni a ti. Cuando hago una promesa, la cumplo. Si por la razón que sea veo que no puedo cumplirla, os avisaré antes para que no os llevéis una decepción. La verdad, no sé qué más puedo hacer. La vida es impredecible. Sabes tan bien como yo que a veces surgen imprevistos, eres un hombre de negocios.

      –Sí, pero la diferencia está en que yo siempre antepongo a B.J.

      –Lo sé, y lo respeto. Es tu hijo, y se merece que su padre piense en él por encima de todo.

      Boone la miró ceñudo.

      –¿Qué quieres decir? ¿Que, como no es pariente tuyo, no tienes la obligación de pensar en él?

      –¡No tergiverses mis palabras!, ¡claro que pienso en él!

      –Pero tu trabajo siempre tendrá prioridad, ¿no?

      Ella se sintió frustrada al ver que parecía empeñado en malinterpretarla.

      –No siempre, pero a veces sí. ¿Puedes asegurar que nunca, ni una sola vez, has desilusionado a B.J. por culpa de algún imprevisto en el trabajo? –al ver la cara que puso, se dio cuenta de que acababa de dar justo en la diana–. Supongo que te parecía lo normal cuando Jenny estaba viva, ¿no?

      Él soltó un sonoro suspiro antes de admitir con pesar:

      –Sí, antepuse el trabajo demasiadas veces, pero ahora solo me tiene a mí. Las cosas son distintas, tienen que serlo.

      Emily le puso una mano en el brazo en un gesto de consuelo.

      –Lo entiendo, de verdad que sí. No sabes cuánto admiro la abnegación con la que cuidas a tu hijo, es un niño increíblemente afortunado por tenerte como padre. Sé por experiencia propia lo que es tener un padre para el que sus hijos no son lo primero, ni siquiera lo segundo, y te aseguro que tú no eres así.

      –Pero podría haberlo sido –dijo él, con voz queda y mirada distante. La miró a los ojos por un instante al admitir–: Estuve a punto de convertirme en alguien así.

      Al ver el arrepentimiento que había en sus ojos, al oír el dolor que reflejaban sus palabras, ella entendió de repente lo que pasaba. Boone no era un padre fantástico porque fuera algo innato en él, sino que, al menos en parte, estaba intentando expiar errores que había cometido en el pasado.

      Cuando la veía equivocarse a ella, en cierta medida se veía reflejado a sí mismo, y recordaba una época que estaba desesperado por olvidar.

      Boone sabía que había dejado al descubierto más información de la debida acerca de su comportamiento en el pasado. Sí, se había dejado arrastrar por la ambición y le había dedicado demasiado tiempo a sus negocios, pero en parte lo había hecho porque mantenerse ocupado a todas horas le ayudaba a mantener a Emily apartada de sus pensamientos.

      Le consolaba saber que, aunque había admitido los errores que había cometido con su hijo, al menos no se le había escapado nada acerca de los que había cometido con su matrimonio. No quería que Emily se enterara jamás de la distancia, quizás inevitable, que había existido siempre

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