La Orden de Caín. Lena Valenti
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Debía procurar que Erin no se autolesionara intentando morir, antes de convertirse. Viggo no quería eso. La quería mejor con ellos que contra ellos. Y muerta no les servía de nada.
Ella quería sacárselo de encima y movía las caderas arriba y abajo.
—¡¿Por qué me has atado?! —Cuando se enfadaba, la cara se le enrojecía y los ojos le brillaban airados— ¡Que me sueltes!
—Cálmate. Te he atado porque... —Viggo pasó sus ojos por su torso y se la imaginó desnuda. Sacudió la cabeza, pero la idea no se desvanecía. Erin tenía el poder de distraerlo y atraerlo. Hasta que detuvo sus ojos en un punto específico más abajo de su rostro—. Mierda. Tienes una... tienes el cuello manchado.
Sus ojos rosas se oscurecieron gradualmente, hasta convertirse en un tono rubí que a Erin le puso el pelo de punta.
Estaba muy nerviosa. Que un vampiro mencionara la palabra cuello era como si a un perro le dijeras «salchicha». Mal asunto.
—Detente. No me mires así. Eh, Viggo... —Hubiera deseado chasquear los dedos para distraerlo. Pero pronto se dio cuenta de que era imposible. Estaba obsesionado con esas manchas—. ¿Qué estás haciendo? —su voz sonó muy baja.
Él desvió sus ojos de otro mundo y otro infierno hacia su rostro. Apretó la mandíbula. Si ella estaba tensa, él se iba a partir en dos en cualquier momento.
Erin tenía un chorro de sangre en el lateral de su cuello. De su propia sangre.
Él era un vampiro. Uno abstemio durante décadas. Aunque estaba decidido a romper su abstinencia más temprano que tarde con ella. ¿Qué más daba saborearla antes?
Su piel parecía tan suave, su garganta tan elegante, y su sangre poseía tanta vida... Vida mezclada con la suya. Vida y muerte granate y caliente.
Poco a poco se fue inclinando hacia su rostro y más abajo, hacia su garganta.
—Has sido muy considerado hasta este momento, Viggo. No vayas a meter la pata ahora. Atarme en la cama y... ay, Dios... —murmuró cerrando los ojos—, frotar tu nariz así contra mi cuello, creo que pondría en entredicho tu caballerosidad.
—Pero olvidas algo, Erin —incluso su voz había cambiado. Su rostro permanecía oculto entre su cuello y el inicio del trapecio. Él era muchas cosas que ella no sabía—. Eres lista. A ver si sabes qué es.
A Erin el corazón le iba muy rápido. ¿Qué... qué era eso? La voz de ese hombre ya no sonaba igual. Incluso había un tono de mofa y de condescendencia que no le gustaba. La sangre corría a toda velocidad por sus venas y la entrepierna le estaba palpitando al ritmo del corazón. Ella se pasó la lengua por los labios resecos y miró al techo como si rezase.
—Sí sé qué es. Que no eres un caballero. Eres un vampiro.
Él sonrió contra su piel y de repente abrió su boca para succionarla.
Ella dio gracias por tener las zapatillas atadas, porque los dedos de sus pies se habían curvado y de no ser porque estaban bien sujetas, habrían salido volando. Como propulsadas por un muelle.
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