La Orden de Caín. Lena Valenti

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La Orden de Caín - Lena Valenti La Orden de Caín

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      —Es un avance que consideres que no soy como tú. Me facilitas mucho las cosas.

      —No te conozco. No tengo confianza contigo. Me pones nerviosa. Así que, por favor, pónmelo un poco fácil y ayúdame a entender lo que me está pasando. —Sus ojos se habían aguado y eso pareció afectar a Viggo.

      —¿Tienes la mente abierta? —Dejó la jarra de zumo de manzana sobre la mesa y se acomodó en la silla señorial de estilo isabelina.

      —Soy novelista. Mi mente está abierta de par en par.

      Que esa mujer lo mirase con tanta valentía y los ojos húmedos le tocaba una fibra sensible que no recordaba haberla tenido por nada y por nadie antes. Y cuánto más la miraba, más bonita le parecía. Observó la copa llena de zumo de manzana que Erin no pretendía tocar.

      —Da al menos dos sorbos y te lo contaré todo. Hazme caso, solo quiero ayudarte. El jugo te ayudará a limpiar y a que te sientas un poco mejor.

      Estaba claro que a ella le parecía ridículo tener que negociar con él con algo así para escuchar su información. Puso los ojos en blanco, tomó la copa y bebió dos pequeños sorbos lentamente.

      —Explícamelo todo.

      —Pregúntame lo que quieras y te responderé.

      —¿Qué me pasó ayer? Dijiste algo de unos acólitos de no sé qué Legión. ¿Por qué vinieron a por mí? ¿Fue por algo casual?

      —No.

      —¿Por qué entonces? No sé qué cuentas pendientes podrían tener conmigo. Soy insignificante y anónima.

      Él negó con vehemencia.

      —No puede ser... Tú deberías saber por qué te han hecho eso.

      —No lo sé.

      —No eres insignificante como dices, Erin. Tener a acólitos tras tus pasos es algo muy malo. Me sorprende que no tengas idea de lo que eres.

      —A mí también —contestó con el mismo tono que él.

      —Me gustaría saber a qué viniste a Croacia —preguntó con mucho interés.

      —Vinimos a hacer un viaje familiar, mis hermanas y yo. A cumplir una promesa a mamá.

      —¿A tu madre…?

      —Mi madre murió hace poco. Siempre nos dijo que quería que dejásemos sus cenizas en Croacia, porque ella pasó veranos aquí de pequeña —explicó aún con muchas reservas—. Y a eso vinimos.

      Viggo se quedó pensativo, apuntando mentalmente toda esa información.

      —Entiendo… ¿Cómo murió?

      —En un incendio en el sur de Francia. Pasaba unos días con su amiga y algo en la cocina se prendió. Murieron las dos.

      Él elevó sus cejas con sorpresa. Tenía una expresión conspiradora que a Erin no se le iba a pasar por alto.

      —Es terrible. Lo lamento.

      —Y yo. Ya te he dicho lo que hemos venido a hacer aquí. No sé nada más. No puedo darte más datos que tengan relevancia con lo que me hicieron porque no tengo ni idea. Estoy más perdida que una aguja en un pajar y todo a lo que atiende mi raciocinio es a que ha debido de ser un error.

      —Los acólitos no cometen errores. No de ese tipo.

      Ella se encogió de hombros como si no supiera qué más decir.

      —Ahora sé sincero conmigo. Dime qué está pasando.

      Él mantuvo el suspense unos segundos más, hasta que contestó:

      —¿Qué pensarías si te dijera que el mundo está regido por fuerzas y seres que la sociedad cree leyendas?

      La pequeña garganta de Erin se movió al tragar saliva.

      —Que es una creencia apta, poco ortodoxa. Pero como cualquier otra. ¿De qué tipo de fuerzas y seres hablamos? —quería adquirir un tono liviano y superficial, pero el temblor en sus cuerdas vocales la traicionaba.

      Viggo dejó caer su cabeza a un lado y la observó con entretenimiento.

      Ella se removió incómoda en su silla.

      —¿Qué es un acólito? —quiso saber antes.

      —Uno de los activos de la Legión del Amanecer. Se dedican a mantener el primer orden religioso establecido y trabajan para una de las instituciones más antiguas de la historia que persigue a la herejía.

      Erin frunció el ceño al comprender a lo que se refería.

      —¿Herejía? ¿Me hablas de la Inquisición?

      Viggo sabía que era una mujer inteligente. Le agradaba que comprendiera los términos y que sacara conclusiones con tanta facilidad.

      Él asintió con un movimiento de su cabeza.

      —La Inquisición dejó de existir. La abolieron hasta cuatro veces, creo recordar.

      —No desapareció. Es como el virus de la gripe. Existe y existirá siempre, aunque mutará en nuevas cepas. Los acólitos persiguen a todos aquellos que puedan ser una amenaza para sus estamentos y su dios.

      —¿Su Dios?

      —Son fervientes seguidores de Él y de la Ley que implanta. La Inquisición creó la Legión del Amanecer, un brazo ejecutor formado por entidades que no serías capaz de imaginar. Los acólitos son el escalón más bajo de su pirámide. Son seguidores, feligreses iniciados en artes oscuras bajo su praxis. Suelen hacer el trabajo sucio para que los altos mandos no tengan que aparecer. Entre todos se encargan de abolir cualquier semilla de cambio que ponga en jaque el orden que ellos han establecido desde milenios. Su núcleo duro está concentrado en las entrañas del Vaticano.

      —¿El Vaticano? —casi se reía—. Me suena a conspiración. El Vaticano, los Iluminati… Es imposible —El rostro de Viggo no estaba de broma. No parecía mentir en absoluto—. Si lo que dices es cierto, ¿por qué nadie sabe…? —se calló de golpe al comprender lo estúpido de su pregunta.

      —¿Por qué crees?

      —Ya, obvio… si es secreto y es oculto no debe saberse.

      A Viggo le satisfizo su respuesta.

      —Para proteger ese núcleo duro de cualquier ataque crearon un cerco mágico de miles de kilómetros cuyo centro es la sede central de la Iglesia Católica. Ese núcleo oscuro está bajo tierra.

      —¿Un cerco?

      —Lo llamamos el «cerco de éter». Es una protección de liturgia mágica.

      Erin sacudió la cabeza y tomó una larga inspiración.

      —¿Demasiada

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