La Orden de Caín. Lena Valenti

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La Orden de Caín - Lena Valenti La Orden de Caín

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me fío de ti! ¡No sé quién eres! —le increpó.

      —No lo sabes —murmuró mirándola de reojo—. Pero lo sabrás. No es a mí a quien debes temer. Al menos, no por ahora —aclaró dirigiéndose a la puerta con andares sosegados y seguros.

      —Quiero que me dejes ir —reclamó por última vez.

      —No.

      —Entonces... ¡¿me tienes aquí secuestrada?! —Buscó algo para lanzarle y encontró un hermoso candelabro de piedra sobre la repisa de la chimenea.

      —Estás encerrada por tu propio bien, Erin —Viggo abrió la puerta y, tal y como la cerró, escuchó el impacto del candelabro en la madera. Tampoco le había dado. No hacía diana—. Nadie más te va a apuñalar. Aquí no te va a pasar nada malo.

      —Pero ¡tengo que ir a por mis hermanas!

      —No.

      —¡Voy a llamar a la policía! —la oyó gritar—. ¡¿Me oyes?!

      —No puedes hacer nada. Aquí no hay teléfonos.

      —¡¿Quién demonios vive en una casa sin teléfonos?!

      —Yo.

      Él sonrió levemente, orgulloso y se dirigió a la planta inferior bajando las escaleras y silbando. Cuando se dio cuenta de lo que hacía, cesó el siseo. Hacía siglos que no silbaba y no canturreaba. ¿Qué le pasaba?

      Erin se traía un carácter aguerrido e inconsciente. Estaba en inferioridad de condiciones y se había atrevido a lanzarle un paragüero y un candelabro. Además, no se había vuelto loca ni había perdido los nervios ante todo lo que estaba viviendo.

      Sí, parecía estar hecha de otra pasta. Y si seguía así se ganaría su respeto.

      Algo que hacía mucho que ninguna mujer conseguía.

      Una vez abajo, en la calma del amplio salón, su móvil empezó a sonar y él lo atendió rápidamente. Era Daven.

      —¿Y bien? ¿Es verdad? ¿Has encontrado a la anomalía que ha roto el cerco?

      —Sí —Viggo miró hacia las puertas de cristal que daban al exterior, al mar bravo, sin salir afuera—. Es una mujer. —No cualquier mujer. Era una llamativamente preciosa.

      —No me jodas. Las palabras de La Primera eran ciertas. —Su tono parecía ridículamente aprobatorio—. ¿Qué vas a hacer con ella? Hay que eliminarla, Viggo. Sabes lo que comportará su existencia. Nada bueno para nosotros.

      Viggo caminó hasta la amplia terraza principal y circular que hacía de techo de la entrada. Meditaba sobre las palabras de Daven.

      —La profecía es clara —recordó Daven—. Dice que seremos cazados y obligados a someternos. Que nos haría débiles. Y que sabríamos que la anomalía ha llegado porque se rompería un cerco divino. Que lo sentiríamos en nuestro interior porque la rotura de éter era inconfundible. No podemos permitir que alguien así siga viva. ¿Qué has hecho con ella? —le urgió a responder—. Espero que esté bien enterrada.

      —Está conmigo. En mi casa.

      —¿Bajo tierra?

      —No.

      —¿Muerta?

      —No.

      —¿Qué? —sonaba incrédulo e impaciente—. ¿Viva?

      —Sí.

      —¿Qué vas a hacer con ella? Espero que hagas lo más inteligente para todos.

      Viggo observó el vuelo de dos gaviotas en el horizonte marino.

      —A mí no me asustan las profecías. Y hace mucho que dejé de actuar como un asesino.

      —No me vengas con esas... ¿Dónde está?

      —Te lo he dicho. Conmigo. A salvo.

      —¿Dónde está tu casa?

      —No te lo voy a decir. No quiero que pierdas los nervios.

      —¿Te estás oyendo? Mantenerla con vida es exponernos a todos. Llevamos siglos torturándonos con la aparición de la anomalía, deseando ser nosotros quienes acabemos con ella para que los acólitos no la usen como arma contra nosotros.

      —Los acólitos la han sacrificado y la han apuñalado hasta casi matarla, Daven.

      —¿Qué quieres decir? —parecía desubicado.

      —Llegaron antes, pero no para llevársela y reclutarla. Ellos no la querían con vida. La querían matar. ¿Qué crees que quiere decir eso?

      Al otro lado de la línea, los pensamientos silenciosos ocuparon unos segundos hasta que Daven contestó:

      —Joder... ellos también la temen, entonces.

      —Exacto. ¿Por qué iba a querer matar yo a alguien que ellos no quieren mantener con vida? ¿No la convierte eso en una camarada? Los enemigos de mis enemigos son mis amigos —recitó—. Le tienen miedo. Y tenemos que descubrir por qué. Usaron un puñal ritual... no querían ni que se reencarnase su alma.

      —Pero no entiendo... La Primera lo dijo muy claro: los acólitos la usarían contra nosotros. Sería su arma principal para intentar doblegarnos y hacernos caer.

      —Pues algo debe haber mal en nuestra interpretación... porque la terrible vehemencia con la que la apuñalaron denotaba pavor y terror hacia ella. Y los acólitos reclutan a los que pueden controlar y a los que suman a su causa. Si esta era su principal arma, desde luego no la han tratado bien.

      Daven resopló y chasqueó con la lengua.

      —No entiendo nada. No me gusta esto... ¿y ahora cómo está? ¿Está bien o le queda poco de vida?

      Viggo se quería morder la lengua.

      —Se está recuperando de sus heridas.

      —¿De las heridas de un puñal ritual? Es imposible. Te retuerce los órganos. Ningún humano podría... —enmudeció de golpe—. A no ser que... dime que no lo has hecho.

      —Le he ofrecido mi sangre.

      —Mierda, Viggo. ¿En qué leches estás pensando?

      —Nada que te deba incumbir.

      —Claro que me incumbe, no digas memeces. Dime que no la has mordido. Sabes lo que ha pasado todas las veces que nos hemos dejado llevar en la antigüedad. Es una cagada.

      —No. No la he mordido.

      —Bueno, no todo está perdido entonces. Mira, luego hablaremos. A la noche reúnete con nosotros. Estamos ya en Croacia. ¿Dónde podemos encontrarnos?

      —Te llamaré una hora antes y te lo diré.

      Viggo

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