La Orden de Caín. Lena Valenti

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La Orden de Caín - Lena Valenti La Orden de Caín

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ambiente. El central era el salón. Lo sabía porque podía ver a Viggo sentado en la esquina de la larguísima mesa de roble, vacía y solitaria, aunque llena de comida.

      El estómago le rugió al ver tal manjar. Tras él, la costa croata cobraba vida con el movimiento de sus olas, y las rocas y la poca arena de sus playas contrastaban mágicamente con el azul infinito de su océano.

      Él alzó la mirada y no parpadeó al detenerla en ella. Sus pupilas se movieron de abajo arriba por su cuerpo, y volvió a hacer ese gesto de casi sonreír pero sin llegar a hacerlo. No sabía por qué, pero tenía la sensación de que ese hombre se burlaba de ella o que había algo en su persona que le hacía mucha gracia. Y Erin no llevaba bien los juicios ni los prejuicios.

      Nunca había tenido esa impresión con ningún hombre. Siempre había recibido miradas aprobatorias, porque había tenido la gran suerte de que el material genético de su familia era bueno, y las cuatro hermanas tenían su atractivo a su modo. Pero esa manera de mirar de Viggo alcanzaba otra cota. Era como si traspasase su piel y pudiese asomarse a su interior.

      Él había encendido unas velas para la comida, cuyos candelabros metálicos tenían unas inscripciones que se asemejaban a las runas. Era muy detallista.

      —Espero que no quieras lanzar estos candelabros también —dijo Viggo sin moverse—. Podrías prender la casa.

      Erin carraspeó, y vio que el cubierto de ella estaba justo al lado izquierdo de Viggo. Muy cerquita. Por Dios, ese hombre era como una estatua, no se movía mucho. Tampoco hacía falta porque era muy intimidante y sus ojos ya tenían mucha vida y se movían por él.

      —Antes de sentarme contigo quiero aclarar algo.

      —Te escucho. —La miraba tan fijamente que parecía absurdo.

      —Quiero asegurarme de que mis hermanas están bien. Quiero hablar con ellas. Deben estar muy preocupadas. Y ni siquiera sé si han sufrido algún daño o si han llamado ya a la policía para que me busquen.

      Viggo tomó una servilleta blanca de la mesa, la abrió, la espoleó y se la colocó sobre los muslos y después contestó sin mirarla:

      —No puedes.

      Ella cerró los dedos de sus manos y se clavó las uñas en las palmas.

      —¿Por qué no? Me estás tratando como si fuera una rehén.

      —No lo eres. Te estoy tratando como a una testigo protegida.

      —Me quiero ir de aquí —reclamó con voz llorosa.

      Él negó con la cabeza pero su voz rota le afectó. Y odiaba sentirse afectado por ella. Apretó la mandíbula y al final cedió.

      —Podrás irte, cuando estés plenamente recuperada. Tus hermanas están bien.

      —¿Cómo lo sabes?

      —Vino a buscarlas un coche del propietario de la Villa que habíais alquilado. La explosión no les alcanzó. Estaban en la otra acera y habían quedado resguardadas detrás del todoterreno. Están bien.

      —¿Por qué tengo que creerte?

      —Porque no tienes más remedio —contestó con su perfeccionada actitud fría y descortés durante siglos.

      Ella le lanzó una mirada reprobatoria.

      —Eres un déspota y poco acogedor.

      Él aceptó el reproche. Debía serlo. Aún estaba indeciso con ella y con lo que hacer con ella.

      —Tienes tres hermanas, ¿verdad?

      —Sí —sorbió por la nariz más tranquila.

      —Tú eres la mayor.

      —Sí. ¿Cómo lo sabes?

      —Por el modo que tenían de hablar de ti…

      —¿Cómo sabes tú…? ¿Acaso las escuchaste? ¿Estabas cerca de ellas cuando todo pasó?

      Viggo la cortó con un gesto de su mano.

      —Te digo lo que oí y lo que sé. Están bien. No puedo decirte más.

      —Quiero poder verlas. Quiero llamarlas.

      —Todo a su momento. —Él resopló y su intensa mirada quimérica se suavizó—. Por favor. —La silla a su lado se movió sola y se arrastró por el suelo.

      Erin abrió la boca de par en par. ¡Acababa de moverla sin tocarla!

      No, pava. La había arrastrado con el pie. Su nivel de fantasía empezaba a escapársele de las manos.

      —Bonita sudadera —celebró Viggo.

      —Gracias.

      —Dice mucho.

      —Oh. —Miró hacia abajo y pasó las manos por el dibujo serigrafiado. Venía a decir «que te jodan»—. Bueno, no te sientas ofendido. No va dirigido a ti.

      —No, solo va dirigido a quien te mira.

      Eso le hizo gracia. Pero no estaba de humor para seguirle el juego en ese momento.

      —¿Para quién es toda esta comida? —preguntó armándose de valor.

      —No sabía qué era lo que te gustaba. He pedido un poco de todo. —Sus ojos la miraban de reojo, pero sus manos estaban entrelazadas sobre la mesa. Las tenía muy grandes.

      —Mi hermana estaría encantada de probar todo esto... —susurró sentándose a su lado.

      —Come —le ordenó.

      El imperativo no le pasó desapercibido.

      —No sé si puedo comer —señaló ella posando su mano derecha sobre el centro de su estómago—. Tengo hambre, pero al mismo tiempo no me encuentro bien.

      —Te duele porque el puñal te cortó los intestinos. Te los sesgó. Es normal. Pero eso está solucionándose. Tienes que comer —Viggo le llenó el plato con fruta, arroz con guiso y pan.

      A ella le impresionó oír ese dato biológico con tanta evidencia. Era imposible que un intestino se uniese por arte de magia. Imposible que sanara en pocas horas... Y estaba muerta de miedo porque eso confirmaba que algo desconocido estaba trabajando en su interior.

      —No creo que pueda comer. De verdad no tengo hambre —dijo cabizbaja.

      Él observó toda la comida ahí dispuesta para ella con pena, porque no iba a probar bocado. Pero al menos debía beber algo. Su cuerpo estaba sanando y acostumbrándose a su nuevo material genético, su nueva sangre, que se adosaba a sus células como pegamento. Así que le llenó la copa con zumo de manzana roja.

      —Debes beber, al menos. Tienes que acostumbrarlo.

      —No quiero beber —dijo arisca—. No he venido aquí a comer contigo. Quiero explicaciones. ¿Por qué sigo viva? ¿Qué eres...? —dijo

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