La Orden de Caín. Lena Valenti

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La Orden de Caín - Lena Valenti страница 15

La Orden de Caín - Lena Valenti La Orden de Caín

Скачать книгу

Alejarse de ellos le había dado más claridad mental, y lo había convertido en un lobo solitario en todos los sentidos.

      —Está bien. Esperaremos tu llamada y nos presentaremos donde digas.

      —Nos veremos, pues, al atardecer. Pero Daven.

      —Qué.

      —Ella está bajo mi protección. ¿Entiendes?

      Se escuchó una risita.

      —¿Por qué meas tan pronto? Ahora me da curiosidad. Eso hace que tenga más ganas de conocerla.

      —Hablo en serio.

      —Sé que hablas en serio. Hace centenarios que no compartes tu sangre con nadie. Lo sabemos. Que lo hayas hecho con esa humana que supone un peligro para todos es incomprensible. Te aplaudiría si no fuera porque de todos los miles de millones de mujeres que pueblan este infierno, estás protegiendo a la única que está destinada a destruirnos. Lo has vuelto a clavar —se burló de él abiertamente.

      —Sí, ya —contestó alejándose de la vista del mar para servirse una copa de whisky de la mesita bar de cristal ubicada al lado del sofá esquinero. Caminó sobre la alfombra persa que hacía aguas y se sentó en la esquina del mobiliario. Estudió el fondo del vaso y añadió—: luego hablamos.

      Daven colgó sin despedirse.

      Viggo sabía que su decisión iba a contrariar a la Orden. Pero si había alguien que podía decidir algo así, era él. Por rango. Por experiencia. Y porque era la hora.

      Se bebió el whisky de un hidalgo. Ojalá el problema que se avecinaba con Erin y todo lo que comportaba su no muerte también se solucionase de un trago.

      Se miraba en el espejo.

      Erin no podía dejar de observar la mirada que devolvía el reflejo. Como si allí consiguiese evocar y recordar cada detalle desde que se internó en el baño de la estación de Kanfanar.

      La imagen desnuda frente a ella era su cuerpo, sin duda, marcado por esa líneas rosas y desiguales que con el paso de los minutos remitían.

      Erin tenía tantas preguntas que hacer a ese hombre... Viggo. Le gustaba su nombre. Su apariencia intimidante la desconcertaba pero no iba a negar que era muy atractivo y difícil de no mirar. Sin embargo, algo en todo aquello la trastornaba y le ponía los pelos de punta.

      El color de sus ojos, su estilo, su manera de hablar, su voz... Aquel lugar sobrio decía poco de él, excepto que tenía gustos caros.

      Observó el corte que le cruzaba la cadera y pasó una uña por encima. Su carne se había pegado. La habían cosido como a una muñeca de trapo, pero allí no había ni agujas ni hilos. Nada.

      —¿Cómo es posible? —se preguntó mirándose fijamente a su propio rostro.

      Ella había sido una ávida lectora y siempre que llevaba a cabo alguna de sus historias se documentaba ferozmente sobre todos los temas a tratar. Sin embargo, sus novelas eran la mayoría romántica y sentimentales, contemporáneas y actuales, pero sin toques de fantasía. Aunque los libros que más le gustaba leer eran los que hablaban de mitos y leyendas, dioses y seres fantásticos... porque su sueño oculto siempre fue escribir una saga romántica paranormal, pero su editora estaba más por la labor de que escribiera novelas románticas eróticas que Erin consideraba ya reventadas. Y aun así, su editora siempre repetía lo mismo: «el sexo siempre aseguraba lectoras». Erin dudaba de verdad que esa editora supiera lo que se cocía en el mundo literario y que de verdad conociera a todas esas lectoras consumidoras que compraban esos libros. Ella no creía que estuvieran tan salidas como para solo valorar si se follaba o no, porque para eso ya tenían las páginas porno gratuitas. Para eso debían leer en diagonal y buscar solo los polvos literarios. Y no estaba de acuerdo en valorar que las ávidas y compulsivas lectoras se quedaran solo con eso. Ellas leían muchas novelas al año, no leían sexo. Por eso Erin quería escribir una buena novela con seres sobrenaturales, una trama fascinante y una narrativa evocadora y estimulante para ellas, pero nunca tuvo el valor para salirse del cauce editorial preestablecido, ya que los servicios para los que la contrataban eran los más comunes y le pagaban el suficiente dinero como para poder vivir.

      Con todo y con eso, tenía todo aquel conocimiento en su cabeza y sin explotar y deseaba poder plasmarlo alguna vez en papel. Y ahora, después de lo vivido y de lo traumático de lo sucedido, se encontraba viva y con todo tipo de elucubraciones mentales que su conocimiento le había dado. Científicamente y dogmáticamente hablando: ¿qué explicación podía dar al hecho de haber sobrevivido al ataque de ayer? ¿Por qué no había muerto desangrada? ¿Por qué sanaba tan rápido?

      Erin no se sorprendía al no tener ninguna respuesta fehaciente a esa pregunta. Porque biológicamente y científicamente no había respuesta a aquello. No la había. Sus cortes, sus hendiduras y desgarros llevarían horas para mantenerla en cirugía. Habría muerto en una cama de hospital, en medio de la operación. Y si hubiese sobrevivido a la atención médica, necesitaría dos o tres meses de rehabilitación, y permanecería ingresada con terribles secuelas postraumáticas. Los órganos vitales dañados podrían fallar sistemáticamente y eso complicaría su sanación.

      Pero no. Nada de eso había sucedido. Estaba de pie en un baño de lujo. Se acababa de duchar. Y sus heridas se habían cerrado. Había soñado con un ángel de ojos anaranjados que le había dado una manzana. Y compartía ese lugar con un gigante exótico y hermoso cuyo aspecto y nombre le sonaba a tierras norteñas y heladas.

      Las respuestas que encontraba a su misteriosa sanación iban por derroteros prohibidos y paganos, y por el sendero del ocultismo y la magia. Se le ocurrían muchas explicaciones verosímiles en libros de ficción y fantasía. Pero increíbles y poco probables en ensayos para la ciencia y la vida real.

      Erin se dio media vuelta y dio la espalda a su reflejo. Se estaba volviendo loca, pensó mientras miraba la maleta abierta a sus pies. La Samsonite había aguantado el impacto de la explosión. Buena compra, porque era resistente. De ella sacó unas braguitas, y un sostén de color blanco, un tejano deshilachado, y una sudadera ancha y larga con la mano de Mickey Mouse mostrando el dedo corazón. No era apropiada. Pero nada lo era en ese momento. Se calzó unas Steve Madden deportivas de color blanco, se maquilló levemente y secó su larga melena con el secador, que le haría parecer una leona. Sus hermanas, como siempre, le dirían que se comprase ropa más bonita y femenina. Pero ella no veía ningún motivo para hacerlo. Prefería la comodidad al emperifollamiento. Solo aceptaba maquillarse de vez en cuando y cuando le apetecía, no por obligación. Un poco de antiojeras, línea de ojos, cacao y listos. Ella siempre se defendía diciendo que la belleza debía ser natural y que una debía mostrarse como tal para no ir vendiendo cosas que luego no eran. Lo resumía como «marcarte un Ali Express». Porque creías que te llevabas una cosa a casa y amanecías con otra.

      Cuando se sintió lista y preparada para enfrentar a Viggo, salió del baño, no sin antes cerciorarse de que las cenizas de su madre Olga seguían en su lugar, en el interior de la maleta. Después de eso se puso su perfume de Chanel. Oler bien siempre daba más seguridad.

      Y acto seguido, mordiéndose un poco la uña del pulgar, como hacía cuando estaba muy nerviosa, salió de la alcoba y se dirigió al salón.

      Menudo casoplón. Allí cada elemento decorativo debía valer una fortuna. Desde las figuras que parecían vigilar las plantas desde cada una de sus esquinas, hasta los cuadros, que parecían obras de arte originales. Era un lugar muy grande para una sola persona.

Скачать книгу