La literatura como oficio. Colombia 1930-1946. Felipe Van der Huck

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defensores de las jerarquías, el orden y la tradición católica. Si para unos la revolución rusa actuó como un poderoso estímulo a la imaginación, para los otros lo fue el lenguaje de la Acción Francesa. Unos y otros se enfrentaron en las páginas de periódicos y revistas, haciendo uso de un lenguaje perentorio y vehemente que a menudo disimuló sus semejanzas, como su idealismo, su temprana socialización en los partidos tradicionales, la visión del intelectual como “conductor espiritual de la Nación” o su fe en el Estado como rector del cambio social.4

      Entre estos jóvenes, las polémicas literarias también ocuparon un lugar. La disputa era ya conocida: ¿tradición o modernidad? Al igual que en el caso de los enfrentamientos ideológicos, los enfrentamientos literarios disimularon algunas notables semejanzas: el estilo afectado y retórico de la escritura, el alto valor asignado a la elocuencia –“el buen decir”–, las formas comunes del elogio (hipérbole), la proximidad entre los escritores y el Estado, entre otras.5

      Con todo, y a pesar de los modestos alcances de su crítica social, política y cultural, no se puede negar que estos jóvenes y los debates que animaron permiten relativizar ciertas interpretaciones que solo ven inmovilismo en la vida intelectual colombiana de principios del siglo XX. Si bien es posible que sus disputas hayan tenido una alta dosis de fantasmagoría, también es cierto que ellos –escritores, periodistas e intelectuales– deseaban renovar la vida cultural y política colombiana.

      En 1930 el Partido Conservador llegó dividido a las elecciones presidenciales. Entre tanto, los liberales habían sacado provecho de la coyuntura económica internacional (Gran Depresión), habían arreciado sus críticas contra el manejo económico del Gobierno y se habían sintonizado mejor con los campesinos y obreros que reclamaban mejores condiciones de vida y trabajo. Sucedió entonces algo inesperado: en 1930 el Partido Liberal retornó al poder y, a partir de entonces, y en especial durante el periodo 1934-1938, emprendió una serie de reformas que buscaban modernizar el país; es decir, ampliar el acceso a la ciudadanía y la participación política; reconocer y regular los conflictos entre empresarios y trabajadores; impulsar el desarrollo industrial; repartir más equitativamente la propiedad de la tierra; aumentar los ingresos fiscales por medio del impuesto a la renta; establecer la separación entre Iglesia y Estado y un sistema laico de educación pública; abrir paso a las corrientes culturales extranjeras; difundir el libro, el cine, la lectura, la radio y ciertos hábitos higiénicos entre la población campesina y los pobres de las ciudades; estimular los espectáculos de difusión cultural, las conferencias, los conciertos y las exposiciones artísticas.6

      Con la llegada de los liberales al poder, se produjo no solo un cambio político, sino también un cambio en las condiciones y en la definición de los “oficios intelectuales”, en particular del rol del escritor en la sociedad. Este cambio fue gradual y, por supuesto, no estuvo libre de contradicciones. Como se mostrará en las páginas siguientes, este cambio consistió en la emergencia, en la sociedad colombiana de entonces, de una figura del intelectual relativamente novedosa, de rasgos modernos, aunque en un marco institucional en el que los escritores y el Estado mantenían relaciones muy intensas (en las siguientes páginas se mostrará también en qué consistían esas relaciones).

      A partir de 1930, los jóvenes periodistas y escritores, en especial los de tendencias liberales, entraron a ocupar cargos en la dirección de los partidos políticos y del Estado, sobre todo como encargados de los programas educativos y de difusión cultural; participaron en las corporaciones legislativas; fundaron o dirigieron importantes medios de comunicación escritos; algunos, además, alcanzaron prestigiosos cargos diplomáticos e hicieron una brillante carrera como funcionarios, sin que nada de esto le restara brillo –más bien al contrario– a su labor intelectual. Como ha destacado Silva, la República Liberal representó “una de las etapas de más alta integración entre una categoría de intelectuales públicos y un conjunto de políticas de Estado” (2005, p. 22). Este hecho, como se sostiene aquí, influyó de manera decisiva en las formas que adoptó el oficio literario.

      El problema

      Como ya se dijo, la mayoría de los escritores colombianos de los años 30 y 40 del siglo pasado tuvieron en común su vinculación más o menos directa con la política partidista.Confirmar que los escritores mantenían entonces relaciones muy intensas con la política partidista no es difícil: basta con dar una mirada a las revistas, periódicos y suplementos culturales de la época, en donde los temas literarios alternaban con manifestaciones de apoyo o rechazo al gobierno de turno; poemas modernistas con desmesurados elogios o diatribas políticas y escritores extranjeros con numerosos escritores-funcionarios locales.

      Bastaría también con una revisión somera de las biografías de los escritores. Como comprobaría esta revisión, la mayoría de ellos ocuparon a lo largo de su vida diversos cargos públicos (en los partidos, en el Estado, en el Congreso, en la diplomacia) obtenidos gracias a sus actividades y vínculos políticos. Algunos se inclinaron más hacia las letras que hacia la política, algunos renegaron de su “doble vida” más que otros, pero todos, o casi todos, tuvieron que ver de diferentes modos con la política partidista.

      A partir de la década de 1930, los escritores colombianos no solo desempeñaron un papel novedoso en la vida pública, sino que adoptaron nuevos ideales sobre su oficio, a pesar de que su situación social, su apego no siempre confesado a ideales del pasado y su relación con la política –de la que obtenían la conciencia de pertenecer a una élite culta con una elevada misión civilizadora– hacían muy difícil su realización. En este desfase se encuentra el origen de muchas de sus contradicciones.

      Así, por ejemplo, estos escritores adoptaron el vocabulario de los intelectuales modernos, que se había difundido en el mundo occidental a fines del siglo XIX. Palabras como independencia, autonomía, crítica y responsabilidad se repitieron en sus discursos. Proclamaron la independencia del mundo de la cultura respecto a los poderes sociales, económicos y políticos, aunque la mayoría de las veces su vida estuvo ligada a estos y no en última instancia su supervivencia. Elogiaron la actitud crítica como un deber de la inteligencia, pero en sus opiniones casi siempre predominó su visión partidista. Advirtieron, como sus contemporáneos en otros lugares, la presencia de “las masas”, a veces como promesa y otras como peligro (Carey, 2009; Romero, J., 1999), pero nunca lograron deshacerse del todo de su elitismo cultural ni de la creencia de que la sociedad se dividía entre aquellos aptos para dirigir y aquellos que debían ser dirigidos (Braun, 2008). Quisieron renovar el mundo de las letras, pero a menudo fueron grandilocuentes, orgullosos y estuvieron demasiado satisfechos de sí mismos.7

      En medio de tales contradicciones, a los escritores colombianos no debió serles desconocida su posición marginal en la “República mundial de las Letras” (Casanova, 2001; Zapata, 2012). Y, aunque a veces se burlaron de él, parecían en realidad poco dispuestos a abandonar el sueño de la “Atenas suramericana”.8 Por un lado, ellos eran conscientes de su importancia pública –sus cargos, su posición social, sus relaciones, el constante intercambio de elogios la confirmaban–, pero, por otro lado, no podían negar la debilidad de su medio: eran escritores sin lectores (sin el tipo y número de lectores que hubieran deseado), sin mercado editorial (sin el mercado editorial que hubieran deseado), sin estímulos (sin el tipo de estímulos que creían merecer). Esta situación amenazaba con poner en duda su valor, no solo ante sí mismos, sino ante la comunidad imaginada de la República de las Letras.9

      Por lo tanto, los escritores comenzaron a reclamar la deuda que, según su parecer, la sociedad tenía con ellos: interpelaron al público y reprocharon su desinterés; criticaron la desconfianza de los editores, y se quejaron del escaso apoyo estatal a su labor creativa. De este modo, fueron dando forma a una representación del trabajo intelectual opuesta a la del escritor como cultor de las Bellas Letras, despreocupado de su situación material, orgulloso de su aislamiento y seguro de su valor. Una figura que, si bien parecía del pasado,

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