La literatura como oficio. Colombia 1930-1946. Felipe Van der Huck
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En la actualidad, las ciencias sociales han aceptado que sus formas de conocimiento son provisionales y contingentes, históricas, y que la información empírica con la que trabajan (documentos, estadística, entrevistas, notas de campo, etc.) no es una vía de acceso directo a la realidad, sino un resultado de la acción humana y, por lo tanto, en sí misma una “construcción”. Han aceptado, también –según una perspectiva compartida en esta investigación–, que la realidad social no está construida fuera de los discursos, pero tampoco se reduce a ellos.
Al respecto, merece citarse un artículo de Chartier (2002b), titulado “La construcción estética de la realidad. Vagabundos y pícaros en la Edad Moderna”:
¿Es posible distinguir entre la realidad social y sus representaciones estéticas y, por ende, considerar el estudio de las primeras como el dominio propio de los historiadores y reservar el análisis de las segundas a aquellos que interpretan formas y ficciones? Seguramente hace quince o veinte años una semejante división de las tareas habría sido aceptada sin reservas. Pero hoy en día hay diversas razones para poner en duda tal distinción. En efecto, no se puede más pensar las jerarquías o divisiones sociales fuera de los procesos culturales que las construyen (p. 2).
Historiadores y sociólogos trabajamos con documentos que tratamos como fuentes: es decir, como testimonios que informan sobre el pasado. Pero ¿de qué manera informan esos documentos (escritos, visuales, orales, etc.) sobre las sociedades del pasado? He intentado no perder de vista esta pregunta a lo largo de mi investigación.
Lo que sigue es una versión revisada de la tesis doctoral que defendí en el Instituto de Historia de la Universidad de Berna el 22 de febrero de 2017.
Vínculos que, como se verá más adelante, constituyen una forma de capital social. “[El capital social] está constituido por la totalidad de los recursos potenciales o actuales asociados a la posesión de una red duradera de relaciones más o menos institucionalizadas de conocimiento y reconocimiento mutuos” (Bourdieu, 2001, p. 148 [cursivas en el original]).
Sobre la caridad y la beneficencia como formas de tratar la pobreza en Colombia, ver Castro (2007). Sobre las protestas populares y la respuesta estatal, ver Vega (2002).
Esta parte se basa principalmente en Arias (2007; 2011) y Silva (2005).
Las polémicas literarias de la época están bien descritas en Jiménez, D. (1992; 2002a) y Pöppel (2000).
Para información sobre el periodo y las reformas modernizadoras de los liberales, ver Pécaut (2001), Sierra (2009), Silva (2005) y Muñoz (2009). Un buen balance historiográfico de la República Liberal, en Muñoz y Suescún (2011). Para el asunto de la modernidad y la modernización en Latinoamérica, ver Scheuzger y Fleer (2009).
Sobre la figura del intelectual moderno, especialmente en su “versión” francesa –la de mayor influencia en Colombia–, ver Charle (2000) y Ory y Sirinelli (2007).
La expresión “Atenas suramericana” fue empleada a fines del siglo XIX por el escritor español Marcelino Menéndez Pelayo para referirse a Bogotá como ciudad de ilustre tradición letrada. El epíteto no pasó desapercibido entre los literatos capitalinos y comenzó a utilizarse para distinguir a Bogotá como una ciudad notablemente culta. Ver Zambrano (2002).
Sobre la expresión “República de las Letras”, ver Álvarez, J. (1995a). En esta investigación se utiliza no para designar una casta aparte y autónoma, sino el hecho de que los escritores del periodo “hayan tenido consciencia (…) de pertenecer a un grupo más o menos cerrado, en el que a su vez había clases y diferencias entre unos y otros” (Álvarez, J., 1995a, p. 7).
Para la concepción de la literatura como Bellas Letras, compartida por diferentes humanistas latinoamericanos de fines del XIX, ver Jiménez, D. (2002b). En Colombia, un representante ilustre de esta concepción fue Miguel Antonio Caro (1843-1909), para quien el arte solo era verdadero en alianza con las virtudes cristianas. Una visión más amplia de Caro y sus amigos humanistas, en Deas (2006). Ver también Brown (1980).
Para la noción de hombre de letras, ver Chartier (1995) y Álvarez, J. (1995b). Aquí se utiliza como sinónimo de escritor, en un momento en el cual géneros no ficcionales como el ensayo histórico, el discurso político y el artículo periodístico podían considerarse a veces géneros literarios.
Ofrezco en esta parte una descripción somera de las fuentes documentales de mi investigación; la información se ampliará en los capítulos siguientes.
Sobre Sábado y Pan, ver, respectivamente, Duque (1991) y Dora Ramírez (1989). Sobre la Revista de las Indias se ofrecerá información más adelante.
Siempre me ha parecido que Darnton (2002) ofrece un excelente ejemplo sobre el método o análisis documental, sin ser un tratado al respecto.
Para una discusión interesante sobre el lugar de la interpretación en las ciencias humanas, ver Collini (2002). Sobre hermenéutica, la bibliografía es inabarcable. Una buena síntesis se encuentra en Forster (2007).
Como se sabe, bajo la expresión “análisis del discurso” se agrupan diferentes propuestas teóricas y metodológicas.Una buena síntesis se encuentra en Van Dijk (2001a; 2001b).
Sobre el significado del linguistic turn para las “ciencias de la cultura”, ver Bachmann-Medick (2006).
Capítulo 1 Perspectivas teóricas y metodológicas
Los escritores como grupo social
¿Cómo estudiar a un conjunto de escritores como grupo social? ¿Bajo qué condiciones sería posible clasificarlos de esta manera? Según Brubaker (2004), disciplinas académicas como la sociología, la antropología o la ciencia política han tendido a usar el concepto de grupo como si este no necesitara ninguna aclaración, una tendencia que el autor denomina “grupismo” (groupism) y que resume como sigue: “[El grupismo consiste en] asumir que la vida social está compuesta por grupos separados y delimitados, que estos grupos son los principales protagonistas de los conflictos sociales, así como las unidades fundamentales del análisis social” (Brubaker, 2004, p. 8 [traducción propia]). Brubaker elabora una lista de temas a los que suelen dedicarse las ciencias sociales y en cuyo estudio predomina el grupismo: estudios sobre identidad cultural, acción colectiva, etnicidad, religión, entre otros (2004a, p. 8). Al hablar, por ejemplo, de judíos y palestinos en Israel, o de blancos, negros e hispanos en los Estados Unidos, o, como en este caso, de escritores colombianos de la primera mitad del siglo XX, el grupismo asume que se trata de grupos “internamente homogéneos y externamente delimitados, incluso actores colectivos unitarios con propósitos comunes” (Brubaker, 2004, p. 8 [traducción propia]). Contra esta manera de ver las cosas, Brubaker ha señalado que, si bien los científicos sociales deben tener en cuenta las categorías vernáculas de los actores, como en el caso de conflictos étnicos, raciales o nacionales, donde los participantes suelen representar el conflicto en términos “grupistas” o “esencialistas”, esto no significa, sin embargo, que deban adoptar categorías de la práctica política como categorías del análisis