Cambio de vida. Sharon Kendrick
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Anna inspiró con fuerza.
–Pero Todd. ¿Por qué moverse? Quiero decir que somos felices aquí, ¿o no?
Él no contestó al instante. Anna notó que vacilaba por segunda vez y el silencio que llenó la habitación fue como una desagradable manta de humo.
Él sacudió la cabeza.
–Cariño, no es tan simple como eso.
Anna se puso rígida al notar el tono sombrío de su voz para sacar una conclusión inmediata de lo que su marido debía estar intentado decirle.
–¿Estás intentando decirme que hay otra persona? –preguntó temblorosa porque tenía el estómago en un puño.
Todd lanzó una carcajada.
–¡Oh, Anna!
–¡No me vengas con ese tono! –explotó ella tirándole un cojín por el alivio que sintió–. ¡Si hay otra mujer en tu vida, tengo el maldito derecho a saberlo todo, Todd Travers!
Todd apartó el cojín y se levantó y Anna se sintió horrorizada al encontrarse mirando sus muslos con lascivia. ¿Cómo era posible estar tan enfadada y saber al mismo tiempo que si el mismo hombre empezara a hacerle el amor no podría resistirse? Aunque no iba a hacerlo, por supuesto. No en el sofá a plena luz del día. Todd era un hombre que siempre había mantenido su formidable apetito sexual bajo control. ¡Haber tenido tres niñas a la vez lo había garantizado!
–No hay ninguna otra mujer –le aseguró con suavidad–. Como bien sabes. Simplemente no me interesan otras mujeres.
–¿De verdad? –preguntó ella levemente aplacada.
–Incluso aunque tuviera la energía… ¡Ah! –exclamó cuando un segundo cojín alcanzó el blanco–. Tienes muy buena puntería, señora Travers. Quizá deberías empezar a jugar al golf.
–Por favor, no intentes cambiar de tema, Todd –le advirtió con suavidad–. Y si no hay otra mujer, será mejor que empieces a explicar por qué no eres feliz.
–Eso lo estás poniendo tú en mi boca –la acusó en voz baja–. Yo no lo he dicho, ¿no crees?
Todd dio unos pasos para ponerse justo enfrente de ella, sin que el corte flojo de sus pantalones italianos pudiera ocultar la poderosa línea de sus muslos y Anna se sintió consumida de deseo.
–¿Puedo sentarme? –preguntó él indicando el sitio a su lado.
–¿Desde cuándo tienes que preguntarlo?
–Desde que has empezado a lanzarme esos cojines y has decidido mirarme como si fuera el mayor villano de la historia –respondió él con voz sedosa–. Bueno, ¿puedo?
–Haz lo que quieras –se encogió ella de hombros consciente de que no se estaba portando de forma muy adulta, pero muy aturdida al sospechar que no iba a gustarle nada lo que Todd iba a decirle.
Anna notó que se acomodaba su larga figura un poco separada de ella y agradeció el espacio físico entre ellos porque de repente era muy consciente de él. Y le estaban temblando las manos…
–Me has preguntado si éramos felices aquí –empezó él con el ceño fruncido.
–Y me has respondido con evasivas.
–Muy bien. Seré directo –se pasó la mano por las ya revueltas ondas de su pelo y la miró fijamente–. Por supuesto que he sido feliz aquí.
Anna notó que había utilizado el verbo en pasado.
–Bueno, ¿entonces?
–Y soy feliz ahora –corrigió él con suavidad–. Sólo que creo que podría ser más feliz.
–¿Y qué se supone que quiere decir eso?
Todd suspiró deseando haber pedido una copa después de todo. Había temido ese momento demasiado tiempo, pero no podía retrasarlo más.
–Sólo que hemos tenido mucha, mucha suerte, de eso soy consciente, Anna. Hemos vivido en un apartamento grande y cómodo…
–Que está situado exactamente en el centro de la capital –interrumpió ella.
–Como tú digas.
–No podríamos vivir más en el centro aunque quisiéramos, Todd.
–No, ya lo sé. Pero también tenemos tres hijas que están creciendo a toda velocidad. Muy pronto no les gustará compartir la misma habitación, por muy grande que sea.
Su mujer le miró con la boca abierta.
–¡Las trillizas no soportarían que las separaran! –discutió Anna al recordar las innumerables batallas que había tenido durante aquellos diez años–. ¡Si ni siquiera en vacaciones han querido dormir en habitaciones separadas!
–¿Se lo has preguntado últimamente?
Algo en su tono alertó a Anna de que habían tenido conversaciones en las que ella había estado excluida.
–No, pero supongo que tú sí, ¿verdad?
–He estado hablando con las niñas acerca de los estilos de vida en general –dijo él con desgana preguntándose por qué se sentía como un criminal.
–Pero es evidente que has decidido que yo no debía ser privada de esa discusión en particular. ¿O ha habido más de una?
Todd tamborileó los largos dedos en los brazos del sofá.
–No hagas que parezca que he cometido una felonía contra ti, Anna –la advirtió con suavidad–. Tú has tenido cientos de conversaciones con las chicas en las que yo no he estado presente.
Anna contuvo la tentación de decirle que una conversación acerca de si necesitaban ropa nueva o una reprimenda para que hicieran sus deberes no era lo mismo a hablar de cambiar de casa.
Le miró directamente a los tormentosos ojos grises, tan entrecerrados ahora que sólo era visible una línea de plata bajo las espesas pestañas.
–Bueno, ¿exactamente de qué habéis hablado? ¿Y cómo surgió el tema?
Todd decidió ser claro.
–Fue el día de tu cumpleaños, cuando yo las estaba cuidando, ¿te acuerdas?
¡Desde luego que se acordaba! Para su veintiocho cumpleaños, Todd le había regalado una sesión para el instituto de belleza más lujoso de Londres.
Para sus adentros, Anna había pensado que era un desperdicio para una mujer tan poco interesada por las apariencias como ella. Se había pasado el día mimada y zarandeada, sudado en una sauna antes de que le obligaran a meterse en una bañera de hielo. Después le habían dado masajes