Cambio de vida. Sharon Kendrick

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Cambio de vida - Sharon Kendrick Bianca

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otro sitio –vio su muda expresión y decidió que sería mejor retroceder–. Oh, no estoy siendo ingenuo, cariño. Ya sé que no será fácil empaquetar nuestras cosas y…

      –Entonces, ¿para qué hacerlo? –preguntó Anna enfadada porque Todd pareciera desear trastocar por completo su mundo.

      –Por todos las razones de las que hemos hablado antes, más espacio y más calidad de vida para las trillizas…

      –¿Pero no para mí?

      –Para todos nosotros. En el fondo lo sabes, cariño.

      En cualquier momento rompería a llorar.

      Anna se puso bruscamente la camiseta y el pelo rubio se le aplastó contra el cráneo como una piel dorada antes de sacudirlo.

      –¿Y qué es lo que ha traído de repente todo esto? ¿Sólo las quejas de Tally por no poder tener un caballo?

      Su marido sacudió la cabeza.

      –De ninguna manera. Eso ha sido una coincidencia.

      –¿Entonces qué?

      Todd se encogió de hombros.

      –Porque necesitaba analizar a largo plazo mis negocios y he comprendido que ya no necesito seguir estando en Londres. Los sistemas de comunicación actuales te permiten trabajar casi desde cualquier sitio. Además, ya sabes lo que tardo en llegar al trabajo.

      Anna asintió. En eso tenía razón. El tráfico era tan denso por las mañanas que Todd tenía que levantarse al despuntar el alba y a menudo no llegaba a casa hasta que ella estaba metiendo a las trillizas en la cama. A veces incluso más tarde. No le extrañaba que estuviera siempre tan cansado.

      Y tampoco serviría de nada que le dijera que trabajara menos horas porque había ganado bastante dinero como para mantenerlas a todas durante varias vidas. Porque la ética de trabajo estaba profundamente enraizada en la naturaleza de Todd y el hábito de toda una vida era muy difícil de romper. Todd trabajaba duro porque era un hombre ambicioso y como muchos hombres ambiciosos, necesitaba trabajar duro. Las circunstancias de su juventud le habían conducido a eso.

      –¿No podríamos llegar a algún compromiso? –sugirió irritada–. ¡Por Dios bendito, Todd! Ponte algo de ropa encima antes de que vuelvan las niñas.

      Él sonrió deslizándose al borde de la cama para ponerse unos vaqueros y Anna descubrió que no podía apartar la vista de él. Era como un suntuoso festín del que no podía saciarse y los dedos le cosquilleaban de ganas de acariciar la bronceada piel satinada de su torso.

      Todd alzó la vista de los botones de la camisa y esbozó una tierna sonrisa.

      –Quieres que volvamos a esa cama otra vez, ¿verdad, Anna Travers?

      Anna se sonrojó.

      –No, no quiero.

      Todd se levantó para acercarse a ella y le alzó la barbilla.

      –No seas tímida, dulzura. Desde luego que no estabas nada tímida hace un momento. Me preguntaba qué te habría pasado hasta que comprendí que era yo.

      –¡Todd! –Anna se mordió el labio al recordar la brusquedad con que él le había despojado de la ropa como un hombre encendido.

      –No hay nada malo en admitir que todavía nos deseamos y nos necesitamos, ¿sabes? Y espero que nuestro deseo aumente con los años. Y esa es otra razón para moverse. Puede que aquí tengamos espacio, pero no tenemos muchas habitaciones. Y una habitación significa intimidad.

      –¿No tenemos suficiente intimidad?

      Él sacudió la cabeza con énfasis.

      –¡Por Dios, Anna! Las niñas están en la habitación de al lado, así que, ¿qué supones que va a pasar cuando sean adolescentes y empiecen a comprender por qué mami está gimiendo tanto?

      –¡Todd!

      Anna se sonrojó con violencia.

      –Y aparte de tener que guardar silencio, creo que nuestras posibilidades de hacer el amor de forma espontánea seguirán siendo infinitamente pequeñas, a menos que decidamos hacer algo al respecto.

      Anna terminó de ponerse las mallas y se dio la vuelta hacia él.

      –¿Y qué te ha pasado a ti de repente, Todd Travers? ¿Crees que otros hombres intentarían desarraigar a su esposa e hijas sólo para poder tener más sexo?

      Él había sido tan tolerante y comprensivo como sabía, pero, en ese momento, se puso pálido de furia ante su insulto.

      –¿O sea que crees que de eso se trata todo? –preguntó con voz peligrosamente baja –. ¿De sexo?

      –No lo sé. Dime tú que otra cosa podría ser. ¿La crisis de los cuarenta? En cuyo caso, a los treinta y tres, ¿no eres un poco joven para sufrirla?

      –¡Maldita sea! ¡Por supuesto que lo soy! –afirmó él con ardor–. Pero quizá tengas razón. Quizá sea algún tipo de crisis que simplemente tú no hayas tenido el tiempo o la inclinación de notar antes.

      –Todd… –le cortó ella aturdida por la brutal mirada de rabia de su cara–. ¡No lo dices en serio!

      –¿Que no? ¿Cómo sabes lo que quiero decir? Tú nunca escuchas si no es lo que quieres oír, ¿verdad? Y ya es hora de que me escuches, Anna Travers.

      –Pues continúa entonces.

      Todd inspiró con fuerza.

      –¿No has sentido nunca que estamos metidos en una especie de ratonera?

      –¿Ratonera?

      –Sí.

      Todd vio la mirada de asombro en su cara y suavizó la expresión para estirar una mano hacia ella. Pero Anna se zafó en el acto.

      –Pensé que querías hablar –dijo ella con frialdad.

      Él asintió. Tenía razón. El sexo ya los había distraído del asunto antes.

      –Anna, tú te criaste en este apartamento –suspiró–. Hemos pasado toda nuestra vida de casados aquí. Hemos criado a nuestros tres bebés aquí y ahora nos estamos quedando sin espacio.

      Sus palabras contenían una helada finalidad, como si aquella parcela de su vida se hubiera acabado y Anna sintió un escalofrío de aprensión por la espina dorsal. Tragó saliva para pasar el nudo que tenía en la garganta.

      –Estoy escuchándote, Todd.

      –Eso está bien.

      Las lágrimas empezaron a asomarle a los ojos.

      –Y tú estás admitiendo por primera vez lo que los dos ya sabíamos: que te atrapé en el matrimonio al quedarme embarazada. Si nunca me hubieras conocido, no te hubieras encontrado en esta «terrible» situación y hubieras podido seguir adelante y casarte con tu amada Elisabeta.

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