Sobrevivir a la autocracia. Masha Gessen
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Durante veinticuatro horas, Trump no solo pisoteó algunos de los más sagrados rituales del poder estadounidense, sino que además hizo de ello un espectáculo. Profanó la investidura con un discurso malévolo, irrelevante y también mal escrito, pronunciado con el más bajo nivel de emoción e inteligencia. “Hemos hecho ricos a otros países mientras que la riqueza, la fuerza y la confianza de nuestro país se ha disipado en el horizonte”, así resumía el legado de la política exterior estadounidense: un juego de suma cero en el que cada dólar gastado –ya sea en una guerra descabellada o en el Plan Marshall– es un dólar perdido. “Durante demasiado tiempo, un pequeño grupo en la capital de nuestra nación ha cosechado los frutos del Gobierno, mientras la gente cargaba con el coste” es su síntesis de todo el trabajo de los hombres y las mujeres que le habían precedido, la totalidad de la historia política del país, cuyo fin declaraba ahora: “Esta masacre de América termina aquí y termina ahora”. Tras descartar el pasado político, ofreció, a modo de visión de futuro, una fortaleza sitiada: un país amurallado que se pone a sí mismo por delante de todo, dando al traste con cualquier tradición o consideración hacia los demás.
Su estrechez de miras y falta de aspiraciones asemeja de manera curiosa a Trump y Putin, pese a que el origen de la mediocridad recalcitrante de ambos no podría ser más distinto. No debemos confundir aspiraciones con ambición: ambos desean ser más ricos y poderosos, pero ninguno de los dos quiere ser, ni siquiera parecer, mejor. Putin, por ejemplo, se reitera en su falta de aspiraciones haciendo bromas soeces en los momentos más inadecuados, como cuando en una comparecencia conjunta con la canciller alemana Angela Merkel en 2013 comparó la política monetaria europea con una noche de bodas: “Da igual lo que uno haga, el resultado siempre es el mismo”, dijo, elegante a su manera al omitir el “te follan” que era obviamente el remate del chiste. La expresión mortificada de Merkel quedó grabada en vídeo para la historia.
Las primeras horas de Trump como presidente se vieron marcadas por un uso vindicativo del poder: el jefe de la Guardia Nacional del Distrito de Columbia perdió su trabajo hacia el mediodía, al igual que los embajadores de EEUU de todo el mundo –básicamente por la razón de que están “a disposición del presidente” y el presidente entrante tenía ganas de despedir a alguien–.31 Entre celebración y celebración, Trump encontró el tiempo de firmar una orden ejecutiva para empezar a desmantelar el logro de su predecesor, la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible. Limpió la página web de la Casa Blanca de cualquier contenido sobre política climática, derechos civiles, sanidad y derechos LGTB, quitó la página en español y añadió una biografía de su esposa que publicitaba las joyas de venta por catálogo de ella (mientras le daba la espalda en público continuamente a lo largo de ese día). También se encargó de dar un aspecto infame al Despacho Oval con unas cortinas doradas.
La pompa política estadounidense expresa una serie de aspiraciones. El extenso ritual de la investidura transmite la importancia del cargo presidencial y la maravilla y el orgullo por el milagro de la transferencia de poder pacífica reiterada. La ceremonia, el concierto, el almuerzo, el desfile, las recepciones; todo ello busca crear una sensación nacional de celebración y autocomplacencia. Es una especie de boda gigantesca concebida para hacer llorar hasta al pariente más hosco. Es un momento para que todo el mundo brille –los que celebran, en su magnificencia, y los no tan afortunados, por reflejo–. A medida que va avanzando el día y la nueva pareja presidencial acepta el honor y la responsabilidad que se les otorga, se convierten en otra cosa: bajo la atenta mirada del país, adquieren la cualidad de “presidenciales”. O al menos, esto es lo que se espera de ellos.
Trump no sabía qué hacer con nada de aquello: la magnificencia, el brillo, la maravilla (a menos que fuera hacia su persona), el orgullo (más allá del suyo propio), la aspiración. De hecho, la única cualidad de la que dio repetidas muestras fue su falta de aspiraciones. Tomemos su discurso como ejemplo. No, mejor aún, tomemos el pastel como ejemplo. En una de las recepciones, Trump y su vicepresidente Mike Pence cortaron un enorme pastel blanco con una espada. El pastel resultó ser una imitación del que se había servido en el baile de investidura del presidente Obama en 2013. El de Obama lo había creado el famoso chef Duff Goldman. El de Trump venía de una pastelería mucho más modesta de Washington, y el representante del equipo de Trump que lo encargó pidió explícitamente una copia exacta del diseño de Goldman, incluso cuando el pastelero propuso crear una variante.32 Solo una pequeña parte del pastel de Trump era comestible, el resto era de poliestireno extruido (el de Obama era todo pastel). Es posible que este sea el mejor símbolo de la Administración entrante: mucho de lo poco que trajo consigo era un plagio y, en su mayor parte, no resultaba útil para el propósito al que sirven habitualmente las Administraciones presidenciales. No solo no se alcanzaba la excelencia: se rechazaba la idea de que la excelencia fuera algo deseable. Como si desease recalcar esto, DeVos tuiteó que era “un honor ser testigo de esta investidura histórica”, usando en inglés el término historical (que hace referencia al pasado) en lugar de historic (que se refiere a un acontecimiento importante), que era el adecuado.33 Después borró el tuit y culpó del error a sus colaboradores.
Tres años y un día después de la investidura, se diagnosticó en EEUU a la primera persona con coronavirus, un hombre del estado de Washington, poniendo en marcha un cronómetro simbólico ante la inacción de la Administración Trump frente a una pandemia letal.34 Todos los presidentes de EEUU tienen el poder de salvar y destruir vidas, pero solo en momentos de peligro –durante una guerra, desastre natural o epidemia– se ostenta ese poder de manera tan inmediata y con efectos tan devastadores.
Trump se mantuvo firme en su desprecio por el Gobierno y por el conocimiento. Ignoró las reuniones informativas en las que se le advertía de que podía haber fallecimientos en masa.35 Ignoró los alegatos públicos de los epidemiólogos, incluso los de antiguos altos funcionarios de su Administración publicados en The Wall Street Journal.36 En televisión y en Twitter, despachó los temores acerca del coronavirus como “un timo”37 y prometió: “Todo va a ir bien”.38 En la primera mitad de marzo, cuando empezaba a quedar claro el desastre que se avecinaba, Trump visitó los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades vistiendo una gorra con el lema “Keep America Great” y se jactó: “Me gustan estas cosas, realmente las entiendo. A la gente le sorprende que las entienda. Todos los médicos me han dicho: ‘¿Cómo sabe tanto de este tema?’. Será que tengo una habilidad natural. Quizá hubiera debido dedicarme a esto en vez de ser presidente”.39 En medio de un laboratorio, frente a las cámaras, Trump afirmó que cualquier persona en EEUU que necesitase hacerse una prueba de COVID-19 podría hacerlo. Todo lo que dijo era mentira.
No escatimó en alabanzas a sí mismo por actuar con decisión mientras se resistía a tomar medidas como invocar la Ley de Producción de Defensa, algo que podría haber contrariado a los directivos de las grandes corporaciones. En vez de eso, se dedicó a trapichear con esperanzas e incluso curas falsas. Esto no dejaba a los expertos más remedio que, o bien intentar corregir a Trump en tiempo real,40 como trataba de hacer con un gran riesgo personal el doctor Anthony Fauci,41 director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas, o bien tratar de neutralizarlo, opción escogida por la coordinadora de su fuerza operativa sobre el coronavirus, la doctora Deborah Birx, muy en detrimento de su reputación como especialista en salud pública.42 A medida que aumentaba el número de víctimas, la falta de aspiraciones de Trump llegó a manifestarse de forma grotesca.