Pietro y Paolo. Marcello Fois

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Pietro y Paolo - Marcello Fois Sensibles a las Letras

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lo sacaba con la misma indiferencia profesional de un obstetra que extrae un feto del útero, y lo secaba con gesto enérgico, como si tuviera prisa por comprobar el resultado obtenido. Después lo contemplaba, desnudo y terso como una pequeña divinidad pagana, y sonreía para sí misma, satisfecha. A pesar del cariño morboso que la unía al señorito Paolo, y que impedía cualquier posible comparación con quien fuera, también esa pequeña bestia, ahora que estaba aseada como es debido, adquiría su propia belleza y un aspecto cristiano.

      —No quiero oír voces ni risas —le advertía mientras le ayudaba a ponerse un pijama viejo del señorito que dejaba al descubierto sus pequeños tobillos y sus muñecas delgadas—. Cuando hay que dormir, se duerme —lo regañaba, poniendo de manifiesto que a ella eso de dejar que «su amor» durmiera con alguien de fuera no le gustaba en absoluto.

      —Es él, que… —lo intentaba Pietro con un hilo de voz.

      —¡No me interesa! —estallaba ella, con esa especie de sorpresa con la que quería expresar cuánto la consternaba que Pietro tuviera siquiera el atrevimiento de tratar de justificarse. Como si un gatito o un cachorro de perro o un oso de peluche tuvieran derecho de réplica—. Aprende a comportarte en la vida, Pietro Carta —zanjaba la cuestión Annica tirando de él hacia el dormitorio del señorito, donde le habían instalado un camastro.

      DOCE

      Retomó la marcha. Le quedaba aún un buen trecho y debía darse prisa si quería llegar al pueblo antes de que hubiera demasiada gente rondando por allí. No sería la primera vez que alguien lo reconociera. Pero no era por eso, nadie lo iba a denunciar o a identificar ante las fuerzas del orden. Era por su peculiar propensión a vivir a escondidas. Era por el hastío que sentía cuando leía en los ojos de los otros más admiración que miedo. No se sentía admirable, no se sentía admirable… Se sentía solamente como alguien que se agita para no ahogarse.

      Sin embargo, unos años antes, al ser convocado por el amo en persona, se había sentido parte de una especie diferente. Si don Pasqualino lo había mandado llamar, especificando que debía ir él solo porque era concretamente con él con quien quería hablar, significaba que lo consideraba digno de una conversación de hombre a hombre.

      Poco antes de llegar a la casa hizo una parada a la sombra, como le había recomendado su madre, con el fin de no presentarse todo sudado. Y esa ansiedad hizo que sudara aún más. Por eso se detuvo a un centenar de metros de la entrada lateral del edificio, a la sombra de un plátano joven pero ya frondoso, para olerse el sobaco y secarse la frente con un pañuelo que su madre le había metido a la fuerza en el bolsillo. Cuando se normalizó su respiración y el aire de la tarde lo había secado bien, afrontó el último tramo y, agarrando el picaporte con forma de mano que empuñaba una esfera, llamó al portón.

      Tuvo que hacer unos minutos de antesala antes de que don Pasqualino lo llamase desde una estancia al otro extremo del pasillo para invitarlo a pasar y a tomar asiento en una silla acolchada frente al gran escritorio que estaba en el centro de lo que en la casa llamaban el estudio. Y eso de invitarlo a tomar asiento implicaba, de alguna manera, que lo trataba como a un adulto y no como a un joven de apenas dieciocho años, que es lo que era. En ese preciso momento, Pietro se sintió como si acabara de acoger la vida dentro de sí, a través de la boca, de los oídos, de los poros de la piel. De todo.

      El amo estaba abrigado con un grueso abrigo de piel, tenía débiles los pulmones y en casa, decía, siempre hacía frío. Su cabeza oblonga parecía apoyada en un cuerpo de animal amorfo y peludo. De sus abultadas mangas sobresalían dos pequeñas manos muy blancas, en el dedo anular de la mano izquierda llevaba una cornalina cuadrada montada sencillamente en oro.

      A Pietro le pareció uno de esos exploradores petimetres que por aventura acaba tratando con un jefe indio allá, en uno de esos lugares con nombres imposibles de pronunciar donde los seres humanos afrontan inviernos interminables vistiendo pieles de animales asombrosos. Y tal vez, pensó, don Pasqualino había hecho traer de uno de esos lugares muy lejanos (Alaska, Klondike… ) un abrigo de piel que pudiera protegerlo de ese frío que llevaba en el cuerpo en verano y en invierno. Se comentaba que tenía problemas de circulación sanguínea, y que sus manos y pies estaban más helados que los de un muerto. Pero todas esas fabulaciones duraron solo hasta el preciso instante en que, finalmente, Pietro se sentó donde le había sido indicado.

      Don Pasqualino tomó aliento.

      —Somos personas que sabemos comportarnos en la vida —comenzó diciendo—. ¿Ya has cenado? ¿Le pido a Annica que te traiga algo? —preguntó alzando las mandíbulas y la barbilla para hacerlas emerger del busto peludo, como si estuviera dispuesto a cumplir lo que acababa de decir. Pero Pietro lo detuvo con un ligero movimiento de cabeza—. Te estarás preguntando por qué te he mandado llamar —continuó don Pasqualino al cabo de unos segundos, volviendo a hundir la cabeza en el abrigo, cuyo voluminoso cuello parecía querer oponerse a su necesidad de aire.

      Al ver que Pietro no mostraba reacción alguna, el Don, curvando con su aliento el denso pelaje del cuello como hace el viento con los campos de trigo, siguió adelante.

      —Los tiempos son los que son. Y la guerra está yendo mal. Llegan noticias de que van a llamar a filas a la quinta del 99 —señaló. Y esta vez Pietro asintió, eso había llegado también a sus oídos—. Nosotros siempre os hemos tratado bien, ¿no? —preguntó—. A vosotros, los Carta —especificó—. Cuando nos hicimos cargo de la finca y demás, a tu padre lo mantuvimos en su puesto porque, nos dijimos, tenía bocas que alimentar… Y a ti también, de pequeños Paolo y tú erais como hermanos, ¿no? —preguntó don Pasqualino, que seguía reclamando un asentimiento que no llegaba—. Pasabas más tiempo en nuestra casa que en la tuya. —Esta vez a Pietro se le ocurrió una respuesta clara, pero no la verbalizó, porque desde el primer momento supo dónde quería ir a parar con esa conversación tangencial—. Y ahora seguís siendo íntimos Paolo y tú, ¿no? —aclaró, como si no estuviera ya todo suficientemente claro.

      Pietro se limitó a asentir para admitir que sí, que él y Paolo podían considerarse íntimos.

      En ciertas tardes soleadas parecía que los cuerpos de Paolo y Pietro querían contradecirse a sí mismos. A pesar de que eran delgados como juncos, se ponían al límite de su resistencia corriendo mientras aún pudieran respirar, compitiendo a escupitajos mientras les quedara una gota de saliva en la boca, dándose empujones en todo momento, ya fuera cuesta arriba, cuesta abajo o simplemente andando.

      Paolo no debía sudar, y no era por respeto a las convenciones, sino porque se decía que era de naturaleza enfermiza. Y el sudor cuando se enfría puede acarrear graves consecuencias pulmonares. Pietro era fuerte como una cría de muflón. Las plantas de sus pies eran coriáceas, podía trepar por las rocas y atravesar campos tórridos plagados de zarzas sin ni siquiera lastimarse. En esos veranos secos ensordecidos hasta el aturdimiento por el canto de las cigarras, y también de los grillos, y también de los sapos en las charcas. El granito rosado, gelatina de cerdo, brillaba bajo los rayos. El aire cálido, aliento de buey, estaba impregnado de hierbas putrefactas y de hojas fermentadas. Los árboles, resecos y silentes, sufrían esa exhalación rítmica, inexorable. Todo parecía embebido por una fiebre imbele, sin temblores ni espasmos, tan solo la vibración casi imperceptible del calor que exhalaba el suelo y que hacía oscilar el paisaje. Toda una población de hormigas se había alineado en dirección a un minúsculo orificio en la tierra seca que podían obstruir con rastrojos de heno para disfrutar de la ansiedad de las más retrasadas, las cuales de pronto comenzaban a renquear para conquistarlo y luego, con desconcierto, se daban cuenta de que ya no era posible. Y había un modo de volver locos a los escarabajos estercoleros empujando su bola de mierda hacia delante con palitos y forzándoles así a acelerar el paso para alcanzarla. Pero también podían hinchar como odres los sapos y ranas arbóreas

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