El hombre que fue jueves. G. K. Chesterton

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El hombre que fue jueves - G. K. Chesterton Clásicos

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sus intentos, algo torpes, para reanudar la conversación, quedaron cortados como por un rayo, ante la llegada de la langosta. Probóla Syme, la encontró muy buena, y se puso a comer de prisa y con apetito.

      —Perdóneme si no disimulo mi placer —le decía sonriendo a Gregory—. No todas las noches tiene uno sueños tan agradables. Esto de que una pesadilla acabe en langosta es, para mí, de una novedad encantadora. Lo que muchas veces me ha sucedido es lo contrario.

      —No está usted soñando, se lo aseguro. Antes está usted próximo al momento más real y conmovedor de su vida... Pero aquí está el champaña, verá usted. Confieso que hay alguna desproporción entre las interioridades de este excelente hotel y su aspecto exterior tan sencillo y humilde. Es que somos muy modestos... Sí, nosotros somos los hombres más modestos que ha habido en el mundo.

      —¿Y quiénes son nosotros? —preguntó Syme apurando la copa de champaña.

      —¡Casi nadie! —repuso Gregory—. Nosotros somos los anarquistas serios en que usted no cree.

      —¡Ah! —dijo Syme—. Tienen ustedes muy buenos vinos. Hubo una pausa. Y después habló Gregory:

      —Si nota usted dentro de un momento que la mesa empieza a girar, no culpe usted a su champaña, que sería una injusticia.

      —La verdad es —dijo Syme con una calma perfecta— que, si no estoy ebrio, estoy loco; pero creo que en todo caso me conduciré como debo. ¿Se puede fumar?

      —¡Sí, hombre! —y, sacando su cigarrera—. Pruebe usted de los míos.

      Escogió Syme un cigarro, sacó del chaleco un cortacigarros, cortó el cabo, llevó el cigarro a la boca, lo encendió con toda lentitud, y después echó una bocanada de humo. Y no le abonaba poco el ser capaz de ejecutar todos estos ritos con tal compostura, porque, apenas había comenzado, cuando ya la mesa estaba girando frente a ellos, al principio de modo casi imperceptible, y después con rapidez, como en una sesión de espiritismo.

      —No haga usted caso —explicó Gregory—. Es una especie de sacacorchos.

      —Es verdad —dijo Syme plácidamente—, una especie de sacacorchos: ¡Qué sencillo!

      Y un instante después, el humo del tabaco, que hasta entonces había flotado dibujando serpentines en el aire de la estancia, subió recto como por el tubo de una fábrica; y los dos, con su mesa y su silla, se hundieron como si se los tragara la tierra. Fueron descendiendo entre rechinidos a través de una chimenea rugiente, con la rigidez de una caída. De pronto pararon de golpe. Y cuando Gregory abrió dos puertas, y llegó hasta ellos una roja luz subterránea, vio que Syme continuaba fumando tranquilamente, cruzada la pierna, y ni siquiera un cabello trastornado.

      Gregory lo condujo a través de un túnel bajo y abovedado, en cuyo término se veía la luz roja. Era una enorme linterna escarlata, grande como boca de horno, que colgaba de una puerta de hierro pesada y pequeña. En la puerta había una mirilla enrejada. Gregory dio cinco golpes. Una voz robusta y de marcado acento extranjero le preguntó quién era. La respuesta fue inesperada:

      —Soy Mr. Joseph Chamberlain.

      El nombre era tal vez un santo y seña. Rechinaron los goznes y la puerta comenzó a abrirse.

      Adentro, el túnel resplandecía como si estuviera blindado. Examinándolo mejor, Syme pudo advertir que el muro resplandeciente estaba formado de pistolas y fusiles ordenados y entrelazados en hileras inacabables.

      —Perdone usted tantas formalidades —dijo Gregory—. Ya comprenderá usted que aquí necesitamos andar con mucho cuidado.

      —No se disculpe usted —dijo Syme—. Ya conozco el amor que tienen ustedes al orden y a la ley.

      Y se adelantó por el túnel recubierto de armas de acero. Con sus largos cabellos rubios y su presuntuosa levita, su silueta frágil y fantástica se deslizaba por la deslumbrante avenida de la muerte.

      Pasaron varios galerías semejantes, y al fin llegaron a una estancia, casi esférica, de muros de acero combado, a la que daban cierto aire dé anfiteatro científico varias filas de bancos. Aquí no había fusiles ni pistolas, pero, a lo largo de los muros, colgaban unos objetos de aspecto todavía más extraño y temeroso: bulbos de plantas metálicas o huevos de pájaros de hierro. ¡Eran bombas! Y el cuarto mismo parecía una bomba vista por dentro.

      Syme le quitó la ceniza al cigarro, dando en el muro, y entró.

      —Y ahora, querido Mr. Syme —dijo Gregory dejándose caer con expansión en el banco que estaba debajo de la bomba más grande—, ahora que estamos en sitio cómodo, hay que hablar claro. No hay palabras para descubrir el impulso que me ha hecho arrastrarle a usted hasta aquí: fue una de esas emociones arbitrarias, como la que impele a saltar de una roca o a enamorarse. Baste decir que era usted, y hagámosle la justicia de confesar que todavía lo es usted, una persona de lo más irritante. Quebrantaría yo veinte juramentos, con tal de darle a usted en la cabeza. Ese modo que tiene usted de encender el cigarro, por ejemplo, basta para hacer que un sacerdote quebrante el secreto de la confesión. Pero vamos al punto: usted decía que estaba seguro de que yo no era un anarquista en serio. ¿Le parece a usted serio el lugar en que estamos?

      —Efectivamente —asintió Syme— parece que esconde alguna moralidad seria bajo sus apariencias alegres. Pero quiero preguntarle a usted dos cosas; no vacile usted en contestarme: recuerde usted que me exhortó muy cautamente a prometerle que no diría nada a la policía, y que estoy dispuesto a mantener mi promesa. Mis preguntas sólo obedecen a la curiosidad. En primer lugar ¿qué significa todo esto? ¿qué se proponen ustedes? ¿quieren ustedes abolir los gobiernos?

      —¡Queremos abolir a Dios! —declaró Gregory abriendo los ojos con fanatismo—. No nos basta aniquilar algunos déspotas y uno que otro reglamento de policía. Hay una clase de anarquismo que sólo eso pretende; pero no es más que una rama del no conformismo. Nosotros minamos más hondo, y les haremos volar más alto. Queremos abolir esas distinciones arbitrarias entre el vicio y la virtud, el honor y el deshonor en que se fundan los simples rebeldes. Los estúpidos sentimentales de la Revolución Francesa hablaban de los derechos del Hombre. Pero nosotros odiamos tanto los derechos como los tuertos, y a unos y a otros los abolimos.

      —¿Y el lado derecho y el lado izquierdo? —dijo Syme con sincera simplicidad—. Creo que también los abolirán ustedes. Son mucho más molestos, para mí al menos.

      —Me anunció usted una segunda pregunta —cortó Gregory secamente.

      —A ella voy con el mayor gusto. En todos sus actos y sus cosas advierto en ustedes un intento metódico de rodearse de misterio. Yo tuve una tía que vivía sobre un almacén, pero esta es la primera vez que veo gente que prefiere vivir debajo de un establecimiento público. Tienen ustedes unas pesadísimas puertas de hierro, por las cuales no se puede pasar sin someterse a la humillación de llamarse Mr. Chamberlain. Se rodean ustedes de instrumentos de acero, que hacen de esta morada, para decirlo todo, algo más imponente “que hospitalario. Y yo pregunto ahora ¿por qué, tras de tomarse tantos trabajos para esconderse en las entrañas de la tierra, anda usted esparciendo sus secretos y hablando de anarquismo a todos los marimachos de Saffron Park?

      Gregory sonrió y dijo:

      —Muy sencillo: yo le dije a usted que yo era un verdadero anarquista, y usted no lo creyó. Tampoco lo creen los demás.

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