El hombre que fue jueves. G. K. Chesterton

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El hombre que fue jueves - G. K. Chesterton Clásicos

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usted. Voy a contarle algo que le divertirá. Cuando me hice neo-anarquista, intenté todos los disfraces respetables: por ejemplo, me vestía yo de obispo. Leí todo lo que dicen nuestras publicaciones anarquistas sobre los obispos, desde El Vampiro de la Superstición hasta Sacerdotes de Presa. De aquí saqué la noción de que los obispos son unos seres extraños y terribles que ocultan a la humanidad unos crueles secretos. Pero yo me engañaba. La primera vez que pisé un salón con mis botas episcopales y exclamé con voz de trueno: “¡Humíllate, humíllate, oh presuntuosa razón humana!” todos adivinaron no sé cómo, que yo no tenía nada de obispo, y fui atrapado. Entonces me disfracé de millonario, pero me puse a defender el capital con tanto talento, que todos se dieron cuenta de que yo era un pobre diablo. Intenté el disfraz de comandante. Yo soy humanitario, pero tengo bastante capacidad mental para entender la posición de los que, con Nietzsche, admiran la violencia, el orgullo, la guerra feroz de la naturaleza, y todo eso que usted ya sabe. Me convertí, pues, en comandante. Y todo el día desenvainaba la espada y gritaba: “¡Sangre!” como quien pide vino. Repetía yo frecuentemente: “¡Perezcan los débiles: es la Ley!” Pero parece que los comandantes no hacen nada de eso. Y, claro, me cogieron otra vez. Entonces, desesperado, acudí al presidente del Consejo Central Anarquista, que es el hombre más notable de Europa.

      —¿Cómo se llama? —dijo Syme.

      —Inútil; no lo conoce usted. En esto consiste su grandeza. César y Napoleón agotaron su genio para que se hablara de ellos, y lo han logrado. Pero este aplica su genio a que no se hable de él, y también lo ha conseguido. Pero no puede usted estar a su lado cinco minutos sin sentir que César y Napoleón son unos niños comparados con él.

      Calló un instante. Estaba pálido. Continuó:

      —Sus consejos, con toda la sal de un epigrama, son a la vez tan prácticos como el Banco de Inglaterra. Le pregunté: “¿Qué disfraz debo adoptar? ¿Dónde encontrar personajes más respetables que los obispos y los comandantes?” Él me miró con su cara enorme, indescifrable. “¿Quieres un disfraz seguro? ¿Un traje que te haga aparecer como inofensivo? ¿Un traje en el que nadie pueda adivinar que llevas escondida una bomba?” Asentí. Entonces, exaltando su voz de león: “¡Pues disfrázate de anarquista, torpe!”, rugió haciendo retemblar la estancia. “Y no habrá quien tenga miedo de ti”. Y sin decirme nada, me volvió la espalda corpulenta. Seguí su consejo, y nunca tuve que arrepentirme. Y he predicado día y noche sangre y matanzas a esas pobres mujeres, y bien sabe Dios que me confiarían los cochecitos en que sacan a paseo a sus nenes. Con sus grandes ojos azules, Syme lo consideraba ahora de un modo respetuoso.

      —En verdad —dijo—, es una buena trampa. Ya ve usted que yo caí en ella—. Y poco después: ¿Cómo llaman ustedes a su tremebundo presidente?

      —Le llamamos Domingo —contestó Gregory—. Vea usted: el Consejo Central Anarquista consta de siete miembros, y cada uno recibe el nombre de un día de la semana. Al jefe le llamamos Domingo, y algunos de sus admiradores le llaman también Domingo de Sangre, como quien dice “Domingo de Ramos”. Y es curioso que me hable usted de eso, porque se da la coincidencia de que esta misma noche que usted, por decirlo así, nos ha caído del cielo, la sección de Londres, que se reúne en esta sala, debe elegir su diputado para llenar una vacante del Consejo. Ha muerto súbitamente el que desempeñó, por algún tiempo, con aplauso general, las funciones de Jueves, y hemos convocado un mitin para esta noche, con el fin de nombrarle sucesor.

      Se levantó y se puso a pasear por la estancia con una sonrisa de inquietud; después prosiguió, como al acaso:

      —Syme: siento como si fuera usted mi madre. Siento que puedo confiarme a usted, puesto que usted me ha prometido callar. Quiero decirle a usted una cosa que no lo diría yo a los anarquistas que estarán aquí dentro de diez minutos. Ya sabe usted que vamos a hacer una elección, en cuanto a la forma al menos; pero inútil añadir que el resultado está ya previsto.

      Y bajando modestamente los ojos:

      —Es casi seguro que yo voy a ser el Jueves.

      —¡Mi querido amigo! —exclamó Syme efusivamente—. ¡Mi enhorabuena más cordial!

      ¡Qué brillante carrera!

      Gregory declinó las cortesías con una sonrisa. Atravesando a grandes pasos la estancia, dijo con precipitación:

      —Mire usted: todo está preparado para mí en esta mesa, y la ceremonia será brevísima.

      Acercóse Syme a la mesa, y vio una bastón de verduguillo, un gran revólver Colt, una lata de sandwich y una formidable botella de Brandy. Sobre la silla próxima había una capa.

      —No tengo más que esperar el fin del escrutinio —continuó Gregory animándose—, y entonces me cuelgo la capa, empuño la estaca, me guardo todo lo demás en los bolsillos, y salgo de esta catacumba por una puerta que da sobre el río. Allí estará una lanchita de vapor esperándome, y después... después... ¡Oh loca alegría de sentirse Jueves!

      Y palmeteaba de entusiasmo.

      Syme, que se había sentado, reasumiendo su insolente languidez habitual, se levantó con cierta inquietud.

      —¿Por qué será —preguntó después con tono divagador—, por qué será, Gregory; que me parece usted un excelente muchacho? ¿Por qué sentiré tanta simpatía por usted?

      Una pausa, y luego, con ingenua curiosidad:

      —¿Será porque es usted un formidable asno? Enmudeció, pensativo. Y a poco:

      —¡Demonio! —exclamó—. En mi vida me he visto en una situación más absurda, y no hay más remedio que afrontarla con recursos adecuados. Oiga usted, Gregory: yo le he hecho a usted una promesa antes de entrar aquí, y estoy dispuesto a mantenerla aun bajo el tormento de las tenazas al rojo blanco. ¿Quiere usted, para mi propia seguridad, hacerme la misma promesa?

      —¿Una promesa? —preguntó Gregory asombrado.

      —Sí, hombre, una promesa —dijo Syme muy serio—. Yo juré por Dios no revelar sus secretos a la policía. ¿Quiere usted jurarme, en nombre de la Humanidad, o en nombre de cualquier necedad en que usted crea, que usted no revelará mi secreto a los anarquistas?

      —¿El secreto de usted? —dijo Gregory cada vez más asombrado— Pero ¿usted tiene un secreto?

      —Sí, tengo un secreto. ¿Quiere usted jurar, sí o no? Gregory lo contempló gravemente, y luego exclamó:

      —Yo creo que usted me ha embrujado. ¡Qué manera irresistible de excitar mi curiosidad! Y bien, sí: juro a usted no decir a los anarquistas una palabra de lo que usted me confíe. Pero ¡andando! Porque ellos estarán aquí antes de dos minutos.

      Syme, que se había vuelto a sentar, se levantó lentamente, hundió sus largas manos blancas en los bolsillos del pantalón. Al mismo tiempo, cinco golpes en la mirilla de la puerta anunciaron la llegada del primer conspirador.

      —Bien —dijo Syme conservando su parsimonia—. Se lo diré a usted todo en pocas palabras: sepa usted que su recurso de disfrazarse de poeta anarquista no es exclusivo de usted o de su Presidente. También lo conocemos y practicamos desde hace algún tiempo en Scotland Yard, en el Palacio de la Policía.

      Tres veces quiso saltar Gregory, y tres veces desfalleció.

      —¿Qué

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