El hombre que fue jueves. G. K. Chesterton
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Por la galería llegaba un vago murmullo de “Mr. Joseph Chamberlain, Mr. Joseph Chamberlain”, dos, tres, treinta veces repetido. A lo largo del corredor subterráneo, se dejaban ya oír los pasos, cada vez más próximos —¡oh solemne imagen!—, de aquella multitud de Joseph Chamberlains.
Capítulo tercero · El hombre que fue jueves
Antes de que penetrase en la estancia ninguno de los recién llegados, Gregory se había repuesto de su sorpresa. De un salto, y con un rugido de fiera, se acercó a la mesa, cogió el revólver y apuntó a Syme.
Syme, sin conmoverse, levantó su mano pálida y elegante.
—No sea usted ridículo, Gregory —dijo con una dignidad afeminada de eclesiástico—.
¿No ve usted que es inútil? ¿No ve usted que nos hemos embarcado juntos y juntos hemos de aguantar el mareo?
Nada pudo responderle Gregory, pero tampoco acertó a disparar; sólo interrogaba con los ojos.
—¿No ve usted que los dos estamos en jaque? —continuó Syme—. Yo no puedo decir a la policía que usted es anarquista, y usted no puede decir a los anarquistas que yo soy policía. Lo único que puedo hacer, ya conociéndolo, es vigilarlo. Y usted, conociéndome, tampoco puede hacer conmigo otra cosa. Aquí se trata de un duelo intelectual y singular: mi cabeza contra la de usted. Yo soy un policía desprovisto del auxilio de la policía, y usted, pobre amigo mío, un anarquista desprovisto de toda esa complicada organización tan esencial para la buena marcha de la anarquía. Aquí, si alguno lleva ventaja, es usted: a usted no le rodea la mirada inquisitiva de los guardias, y yo voy a estar rodeado de la desconfiada muchedumbre anarquista. No puedo traicionarlo a usted, pero puedo traicionarme a mí mismo al menor descuido. Paciencia, pues: espere usted a ver cómo me traiciono. Ya verá usted qué bien lo hago.
Gregory dejó la pistola, y miraba con asombrados ojos a Syme, como si fuera un monstruo marino.
—No creo en la inmortalidad —dijo al fin—. Pero si, después de todo esto, falta usted a su palabra, creo que Dios haría un infierno para usted solo, para hacerle aullar eternamente.
—¡Oh! —dijo Syme, orgulloso— yo no falto nunca a mi palabra. Haga usted como yo.
Aquí están sus amigotes.
La multitud de anarquistas entró en el cuarto pesadamente, con aire fatigoso. Un hombrecillo de gafas y barbilla negra, que llevaba unos papeles en la mano —un tipo parecido a Mr. Tim Healy— se desprendió del grupo, y acercándose, dijo:
—Camarada Gregory, supongo que este señor es un delegado foráneo.
Cogido de repente, Gregory bajó los ojos y balbuceó el nombre de Syme, pero Syme, con un tono casi impertinente, respondió:
—Me complazco en reconocer que esta puerta está lo bastante bien custodiada, para que sea imposible a un extraño entrar hasta aquí, si no es delegado foráneo.
Pero el hombrecillo arrugaba el entrecejo con cierta desconfianza.
—¿Qué sección representa usted? —preguntó—. ¿Qué rama?
—¡Hombre! Tanto como rama... —dijo Syme riendo—. Más bien la llamaría yo raíz.
—¿Qué quiere usted decir con eso?
—Quiero decir —contestó Syme parsimoniosamente— que soy un sabatino, y qué he sido enviado aquí especialmente para ver si se guarda el debido respeto al Domingo.
El hombrecillo soltó uno de los papeles que traía. Un estremecimiento de espanto recorrió la asistencia. Por lo visto, el temible Presidente que respondía al nombre de Domingo tenía la costumbre de enviar a estas juntas algunos embajadores irregulares.
—Muy bien camarada —dijo el de los papeles—. Creo que debemos darle a usted sitio en nuestra sesión.
—Si me lo pregunta usted como amigo —dijo Syme con severidad—, creo que eso es lo mejor.
Cuando vio terminado el peligrosísimo diálogo con la inesperada salida de su rival, Gregory se puso a pasear la estancia, pensativo.
Presa de todas las agonías diplomáticas, se daba cuenta de que Syme saldría airoso de cualquier trance, gracias a su inteligencia y su audacia. Nada había, pues, que esperar por este lado. Él, personalmente, tampoco podía traicionarlo, ante todo por el punto de honor; pero, además, porque si Syme, traicionado, lograba escapar, quedaría libre de su juramento y se encaminaría al próximo cuartel de gendarmes. Y después de todo ¿qué más daba que un solo policía presenciara una sola de sus reuniones nocturnas? A lo sumo, podría sorprender una parte pequeñísima de sus planes. Después de lo cual se largaría, y asunto concluido.
Pasó por entre los grupos que estaban discutiendo acaloradamente en los bancos, y dijo:
—Creo que es tiempo de comenzar. La lancha estará ya dispuesta en el río. Propongo que el camarada Buttons ocupe la presidencia.
Todos aprobaron alzando la mano, y el hombrecito de los papeles se hundió en el sillón presidencial. Con voz que parecía un pistoletazo, comenzó a hablar:
—¡Camaradas! Este mitin es de gran importancia, aunque conviene que no sea largo. A nuestra sección le ha correspondido siempre el honor de elegir Jueves para el Consejo Central Europeo. Hemos elegido ya muchos Jueves, famosos en nuestros fastos. Lamentamos todos la triste muerte del heroico obrero que ocupó este sitio hasta hace unos cuantos días. Ya saben cuán importantes han sido sus servicios para la causa. Fue él quien organizó el gran golpe dinamitero de Brighton que, de haber ayudado las circunstancias habría hecho perecer a cuantos se encontraban en el muelle. Saben asimismo que su muerte fue tan altruista como su vida, pues murió mártir de la fe que tenía en una mezcla higiénica de la cal y del agua, como sustitutivo de la leche, bebida que consideraba como propia de bárbaros, por la crueldad que supone para con las vacas. La crueldad y cuanto de cerca o de lejos se le pareciera, lo ponían fuera de sí... Pero no nos hemos reunido para hacer el elogio de sus virtudes, sino para más difícil tarea. Si difícil es elogiarlo como él se merece, más difícil es reemplazarlo, A ustedes camaradas, toca el elegir esta noche, de entre el concurso de los presentes, el que ha de ser Jueves. Pondré a voto las candidaturas que salgan. Si nadie propone candidatura, entonces no me quedará más remedio que decir que aquel querido dinamitero se llevó consigo a la tumba todos los secretos de la virtud y de la inocencia. A esto sucedió un movimiento de aprobación, discreto y unos imperceptibles aplausos, como a veces se oyen en las iglesias. Después, un anciano de larga y venerable barba, que tal vez era el único obrero positivo entre toda aquella gente, se levantó trabajosamente y dijo:
—Propongo para Jueves al camarada Gregory.
—¿Hay quien secunde esta candidatura? —interrogó el presidente.
Otro, pequeñín, barbado, de cazadora aterciopelada, se adhirió al instante.
—Antes de abrir la votación —dijo el presidente— invito al camarada Gregory a que exponga su profesión de fe a la asamblea. Gregory se levantó entre una ola de aplausos. Mortalmente pálido, sus cabellos, por contraste,