Corazón Latino. Michelle Reid

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Corazón Latino - Michelle Reid Julia

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la abrió y descubrió que su padre se había ido nuevamente.

      Por el modo en que había dejado la ropa, debía de haberse marchado deprisa.

      ¿Querría evitarla? ¡Oh, sí! Estaba intentando evitarla, lo que quería decir una sola cosa. Había vuelto a descarrilarse otra vez.

      En un acto de rabia, se agachó a recoger los pantalones del suelo y estaba a punto de tirarlos encima de la cama cuando algo cayó de uno de los bolsillos. Cayó encima de uno de sus pies. Parecían recibos. Los alisó.

      Durante unos segundos se quedó inmóvil, casi sin respirar. Y luego, empezó a examinar cada uno de los bolsillos de la ropa que se había llevado a Marbella.

      Diez minutos más tarde, estaba de pie en medio de la habitación, mirando a su alrededor.

      Llevaban menos de veinticuatro horas en Marbella, y según los recibos, en ese tiempo su padre había jugado y había perdido casi cien mil libras.

      De pie, al lado de una ventana de una habitación de control, Luis Vázquez miraba el suelo del casino del hotel, una de sus últimas adquisiciones de hoteles de lujo.

      No lo podían ver desde abajo. La ventana le permitía mirar, pero no que lo vieran. Y detrás de él se encontraba el verdadero control, a través de un circuito cerrado de pantallas de televisión vigilado por el personal de seguridad.

      La ventana era simplemente otra forma de ver el salón del casino en su totalidad.

      Luis prefería controlar la planta del casino con sus propios ojos. Debía de ser porque había sido un jugador empedernido en un momento de su vida, y no podía creer nada que no viera él mismo. Ahora las cosas eran diferentes. Ya no necesitaba apostar para ganar dinero para vivir. Tenía riquezas, poder y una agradable sensación de respeto hacia sí mismo que le había costado mucho ganarse, y sin embargo…

      Frunció el ceño. El tener respeto a sí mismo no le otorgaba el respeto de los demás, había aprendido. Pero era algo que quería rectificar pronto.

      De hecho, era su mayor proyecto.

      Víctor Martínez, el responsable de seguridad del hotel se acercó a él.

      —Ha vuelto a su habitación la chica. Él acaba de llegar al bar del casino.

      —¿Tenso? —preguntó Luis.

      —Sí —contestó Víctor—. Maduro, diría yo —se le notaba que se había criado en las calles de Nueva York.

      Luis Vázquez hizo un movimiento de cabeza y se apartó de la ventana.

      —Dime cuándo se acerca a las mesas —fue todo lo que dijo. Luego se fue de la habitación de control.

      El lugar quedó en silencio. Así como el salón del casino estaba lleno de ruidos y actividad, la zona de control era silenciosa. Se podía oír caer un alfiler.

      La habitación, al igual que el hombre, no revelaba nada de su personalidad. A excepción de un cuadro colgado detrás del escritorio negro. Se trataba de un escorpión dorado en un fondo blanco, con la cola letal curvada hacia arriba.

      Pero helaba la sangre verlo. Aunque no parecía amenazar a Luis Vázquez, sino al pobre infeliz que tuviera la mala suerte de sentarse al otro lado del escritorio.

      Era un símbolo que en una época parecía estar presente en todo lo que hacía Luis Vázquez. Desde entonces había aprendido a ser más sutil. Ahora mantenía aquel cuadro por razones personales y como advertencia, para cualquiera que tuviera la desgracia de que lo llamasen a aquellas habitaciones privadas, de que Luis Vázquez aún tenía un aguijón en su cola.

      Pero en aquellos momentos, Luis Vázquez era más conocido por otro logotipo. El que identificaba a sus hoteles, con los que se había ganado una reputación de servicio de calidad y confort, a lo largo de diez años.

      Aquel era un Ángel Hotel. Ángel como en Luis Ángel Vázquez.

      Pero todos sus hoteles tenían casinos, que era lo que atraía. El lujo del que disfrutaban sus huéspedes mientras jugaban, era un valor añadido.

      El escorpión era probablemente más representativo de lo que era Luis Vázquez en realidad.

      Luis se sentó debajo del escorpión y abrió un cajón cerrado con llave.

      Sus elegantes dedos sacaron lo único que había en el cajón.

      Era un dossier envuelto en piel. No lo abrió inmediatamente sino que se balanceó en la silla y repiqueteó los dedos encima del escritorio. Su expresión no revelaba nada, como de costumbre.

      Tenía unos hermosos ojos marrones, con algo de ojeras por falta de sueño en una cara muy atractiva. Era un auténtico español por sangre, con una piel cobriza, herencia de sus ancestros, aunque había sido criado en América. Los pómulos salientes, la nariz pronunciada, al igual que el contorno de su cara, y su boca sensual completaban su atractivo.

      Pero aun así, tenía en el rostro la frialdad de un distante ejecutor. De hombre sin corazón, o con el corazón de alguien capaz de mantener la calma, con paso firme y cerebro despejado, aunque estuviera sometido a cualquier presión.

      De pronto dejó de mover los dedos y abrió el dossier. Sacó un montón de documentos que había en su interior. Con increíble destreza, los ojeó hasta dar con el que quería. Se quedó inmóvil, mirando una foto de siete por nueve centímetros, de Caroline.

      Sin duda era hermosa. Tenía el pelo del color del trigo maduro, enmarcando una cara perfectamente delineada. En sus treinta y cinco años jamás había visto algo igual. Su piel era la típica de una inglesa: blanca rosada y los ojos color amatista. Tenía una nariz pequeña y recta, y una delicada forma de cara, pero lo que más llamaba la atención era su boca: suave, cálida, rosa y carnosa. Una boca deliciosa.

      Lo decía por experiencia. Y pronto la volvería a probar. Un rasgo de su carácter era la paciencia, y cuando se proponía un objetivo, no le importaba esperar.

      Su próximo objetivo era Caroline. Y estaba tan seguro de su éxito, que mentalmente sentía que ella ya era suya.

      Dejó la foto a un lado y miró otros papeles: facturas, cartas, avisos, hipotecas de propiedades, advertencias de extinción de derecho de redimir hipotecas, una lista interminable de deudas de juego no pagadas, viejas y nuevas. Las leyó una a una, y luego las dejó a un lado también.

      Una luz en su teléfono interno se encendió.

      —¿Sí?

      —La chica está bajando —le informó Víctor Martínez—. Su padre está jugando fuerte.

      —Bien —contestó Luis.

      Metió todos los papeles y la foto en el dossier y volvió a guardarlo en el cajón.

      Luego rodeó el escritorio y salió de la habitación.

      En el cuarto de control, Víctor Martínez estaba de pie al lado de la ventana. Luis se acercó a él. Víctor le hizo una seña con la cabeza y él miró una mesa de ruleta.

      Impecablemente vestido, apuesto aún para su edad, alto

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