Corazón Latino. Michelle Reid

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Corazón Latino - Michelle Reid страница 5

Автор:
Серия:
Издательство:
Corazón Latino - Michelle Reid Julia

Скачать книгу

quitó la mano instantáneamente.

      Ella recordó al extraño que había conocido en la entrada del casino. Aquel hombre le había recordado a Luis. Sin embargo, no le había gustado a simple vista…

      —Tu padre está de suerte, por lo visto —comentó, mirando lo que ocurría en la mesa.

      —¿Sí? —preguntó ella con escepticismo.

      Él la miró. Pero ella no podía mirarlo. Su mirada le hacía daño. Porque Luis representaba todo lo que ella había aprendido a despreciar del mal de su padre. Obsesión, maquinación, decepción, traición.

      Sintió amargura. Quiso apartarse de él, pero en aquel momento empezó a arremolinarse la gente, felicitando a su padre, demostrando su alegría por ver que estaba ganando a la banca contra toda previsión.

      En aquel momento, el brazo de Luis volvió a rodearla, para protegerla de los codos que iban en su dirección. La apretó contra él. Ella se sintió envuelta en su calor.

      Apenas podía respirar. Los recuerdos no se hicieron esperar.

      Habían sido amantes hacía tiempo. Sus cuerpos se conocían muy íntimamente. Estar allí, apretada contra él entre la gente era el peor castigo que podía sufrir por haberse atrevido a volver a aquel sitio.

      —¿Sigues jugando para ganarte la vida, Luis? —le preguntó ella sarcásticamente—. Me pregunto qué haría la administración del casino si supiera que tienen a un profesional en su club.

      Luis la miró achicando los ojos.

      —¿Es una amenaza velada, por casualidad? —preguntó él.

      Caroline se hizo la misma pregunta, sabiendo que con una sola palabra al oído de los responsables del casino echarían a Luis de allí.

      —Fue solo una observación —suspiró Caroline.

      No tenía derecho a criticar a Luis cuando su padre era igual.

      —Entonces, para contestar a tu observación, no —contestó él—. No estoy aquí para jugar.

      Pero Caroline no estaba escuchando. Acababa de asaltarla una idea, que la estremeció.

      —Luis… —le murmuró ansiosamente—. Si hablase serenamente con los responsables del casino sobre mi padre, ¿harían algo para impedir que siguiera jugando?

      —¿Y por qué iban a hacerlo? —torció la boca—. No es un profesional. Solo es un hombre con un vicio que se le ha transformado en obsesión.

      —Una obsesión suicida —respondió Caroline con un temblor.

      La mano que tenía en la espalda la acarició. Pero Luis no dijo nada. Él conocía a su padre muy bien.

      —Odio esto —dijo ella.

      —¿Quieres que no lo deje jugar más? —se ofreció Luis.

      —¿Piensas que podrías hacerlo?

      En respuesta, Luis alzó la vista hacia donde estaba su padre, emergiendo de entre la gente que lo felicitaba.

      —Sir Edward —dijo, sin subir el tono de voz ni desafiarlo.

      No obstante esas dos palabras causaron impacto, puesto que apagaron los murmullos de excitación de la gente.

      Ella presintió que su padre se daba la vuelta. No lo vio, porque Luis la tenía apretada contra su pecho, pero sintió el shock de su padre.

      —Pero… Si es Luis… ¡Qué sorpresa! —dijo su padre con un acento inglés aristocrático, cuando se recuperó.

      Su hija hizo una mueca de dolor.

      —Sí, qué sorpresa, ¿verdad? Siete años y aquí estamos otra vez. A la misma hora, en el mismo lugar…

      —Debe de ser el destino —dijo su padre.

      «Triste y cruel destino», pensó Caroline.

      —Veo que tiene suerte esta noche —observó Luis—. Ha limpiado a la banca, ¿no es verdad?

      —Aún no, pero voy en camino —comentó su padre envalentonado.

      Caroline se dio cuenta de que su padre la miraba brevemente. Sir Newbury sabía que la había traicionado, pero parecía orgulloso de ello.

      —¿Cuánto dinero cree que lleva ganado hasta ahora? —preguntó Luis con curiosidad.

      —Da mala suerte contarlo, Luis. Ya lo sabes —dijo sir Edward.

      —Pero si de verdad se siente con suerte, tal vez podría tentarlo una apuesta privada conmigo, ¿no? Ponga el dinero en la próxima vuelta —lo desafió—. Si gana, jugaré con usted al póker por el doble de esa cantidad. ¿Le apetece? —preguntó, ignorando la exclamación de protesta de Caroline.

      Se sentía traicionada por Luis. Ella le había pedido que no dejara jugar a su padre.

      Pero él parecía ignorar hasta su presencia.

      —¿Por qué no? —su padre aceptó el desafío, y mientras su hija lo miraba perpleja, le dio instrucciones al crupier de que dejara todo el dinero apostado.

      Y la rueda volvió a girar.

      Luis observaba la escena por detrás de Caroline. Delante de ella estaba su padre, sereno, indiferente al resultado de la apuesta, aunque la vida de ellos dependiera de la ruleta. El casino parecía haberse quedado mudo, petrificado, mientras la gente miraba el juego. Nadie pensaba que sir Edward pudiera ganar una cuarta vez.

      —No te perdonaré esto —dijo Caroline a Luis, convencida de lo mismo. Y se soltó de él.

      Luis la soltó, pero se quedó allí, de pie, detrás de ella, mirando, como todo el mundo, cómo la maldita bola pasaba de ranura en ranura.

      Era una tortura.

      Ella había sabido que no debían de haber ido allí. Pero su padre no la había escuchado.

      —¡No tenemos elección! —había exclamado sir Edward—. La empresa financiera que compró todas nuestras deudas está en Marbella. Se niegan a hablar con nosotros, excepto que lo hagamos personalmente. Tenemos que ir allí, Caroline.

      —¿Y tus deudas de juego? —le había gritado furiosa—. ¿Tienen puestas sus avariciosas manos en ellas también?

      Su padre se había sonrojado por sentirse culpable, luego había ido humildemente a ella, como hacía siempre que su hija lo sorprendía en algo malo, y le había dicho desafiantemente:

      —¿Quieres ayudarme a superar esta historia o no?

      Caroline volvió a sentir mareo. La rueda fue moviéndose más lentamente. De pronto se detuvo. Se hizo el silencio en la habitación. Nadie se movió durante unos segundos, hasta que sir Edward dijo con serenidad:

      —Mío, creo.

      Sin

Скачать книгу