Corazón Latino. Michelle Reid
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Ella no aguantaba más todo aquello.
Se odió por haberse dejado convencer de ir a Marbella.
Caroline salió del casino con la intención de volver a su suite. Pero de pronto supo que no podía hacer eso. Que no podía esperar allí que su padre se arruinase. Sin pensarlo siquiera, salió corriendo en dirección a las puertas que estaban en el lado opuesto al casino.
Pensó que la piscina estaría cerrada a esa hora de la noche, pero no era así, aunque habían apagado casi todas las luces. Solo la piscina estaba iluminada, mostrando el agua cristalina y azul. No había nadie a la vista.
Sin reflexionar realmente en cuál sería su siguiente acción, Caroline se quitó los zapatos, se desabrochó el vestido y lo dejó en una silla. Luego se zambulló en el agua con sus braguitas, su sujetador e incluso el liguero y las medias.
Nadó desesperadamente, como si fueran a darle una medalla por ello.
Cuando estaba en el cuarto largo, se dio cuenta de que Luis estaba sentado en la silla donde había dejado el vestido.
Ella se hundió en la piscina y buceó.
Cuando fue a hacer el sexto largo él seguía allí. Al décimo, sus pulmones no podían más. Se apoyó en el borde de la piscina, y descansó su frente en los brazos después de cruzarlos.
—¿Te sientes mejor ahora? —preguntó Luis.
—No —respondió ella. Al final alzó la cara y lo miró—. ¿Y tú, por hacer de mirón?
—Llevas más ropa que la mayoría de las mujeres que se sumergen en esta piscina.
—Pero un caballero, al ver la diferencia, habría tenido la delicadeza de marcharse.
—Ambos sabemos que yo no soy un caballero —dijo él con una sonrisa.
¿Había buscado ella que él admitiera lo que era? Sí, por alguna razón le resultaba placentero.
—¿Dónde está mi padre?
—Contando lo que ganó, supongo —contestó él con total indiferencia, encogiéndose de hombros—. ¿Estás lista para salir de ahí? ¿O estás esperando que me desnude y me meta contigo?
—Voy a salir ya —decidió ella.
No dudaba de que Luis fuera capaz de hacer lo que decía.
Y ella no quería ver desnudarse a Luis Vázquez. No le hacía falta verlo desnudo para saber cómo era. Al igual que a él no le hacía falta que ella se quitara el sujetador de seda negro y las medias para saber lo que había debajo, pensó Caroline.
Cuando ella salió, Luis estaba de pie al borde de la piscina, esperándola con una gran toalla blanca dispuesta para que se secase.
No sabía de dónde la había sacado. Pero no le importaba.
Así que subió los peldaños y tomó la toalla con un «gracias», murmurado amablemente.
Él notó su actitud distante.
—Te estás tomando con mucha calma todo esto —comentó Luis.
Caroline se envolvió con la toalla.
—Te odio y te desprecio. ¿Satisfecho? —dijo ella, echándose el pelo hacia atrás.
—Algo es algo. ¿Quieres que te traiga otra toalla para que te seques el pelo?
Ella se peinó con los dedos. El baño le había quitado casi todo el maquillaje, excepto el rímel.
—No quiero nada de ti, Luis. Porque tu idea de lo que es un favor es cortar la mano que te pide ayuda.
—Ah… —se metió las manos en los bolsillos—. Y se trata de tu mano en este caso, ¿eso quieres decir?
Ella no quería hablar de ello.
—Me marcho a mi habitación —dijo, caminando hacia la puerta de la piscina—. Adiós, Luis —agregó fríamente—. Me gustaría decir que ha sido una alegría verte nuevamente, pero te mentiría, así que no me molestaré…
—¿No te olvidas de algo? —le preguntó él.
Ella se detuvo, se dio la vuelta y frunció el ceño.
Luis estaba de pie donde lo había dejado. Alto, delgado, atractivo, inquietante…
El corazón de Caroline dio un vuelco. Y se despreció a sí misma por ser tan vulnerable a él, sabiendo cómo era.
—Tu bolso y tus zapatos —le señaló él, y fue a recogerlos.
Ella se acercó y tomó los zapatos, colgando de sus dedos. Pero cuando fue a recoger su pequeño bolso, Luis se lo metió en uno de los bolsillos del esmoquin.
—Devuélvemelo, por favor —le ordenó ella.
Él le sonrió.
—Por el tono, pareces la directora de una escuela —bromeó él.
—No sé cómo lo puedes saber. Si según tú, no te molestaste demasiado en ir a la escuela —le respondió ella.
Él se rio.
—¡Oh! Pero conocí a algunas mujeres rígidas y de ojos fríos en aquellos tiempos.
Ella recordó las instituciones estatales en las que había vivido Luis durante su niñez. Y de pronto se imaginó a un pequeño de nueve años, moreno y de ojos negros, solo. A esa edad ya sabía que no podía confiar en nadie.
¡Cuántas confidencias habían compartido durante aquel largo verano de hacía siete años!, pensó Caroline, con un dolor en el estómago.
¿Y cuántas cosas de las que él le había contado serían verdad?
—¿Por qué te pones así? —le dijo él.
—Mi bolso, por favor, Luis —insistió ella, y extendió la mano.
—¿Sabías que tus ojos se ponen grises cuando estás enfadada? —preguntó él.
Ella sintió el mensaje sexual en su sangre.
—Mi bolso —repitió.
Él sonrió.
—Y tu boca pone gesto remilgado y se pone…
—¡Basta! ¡No seas infantil!
—…excitante.
Ella respiró profundamente, para desahogar su irritación.
Sus dedos extendidos empezaron a temblar; los cerró en un puño, y se sujetó la toalla.
—¡Me estoy enfriando aquí! —exclamó.