Los perfeccionistas. Simon Winchester
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Era una tarde de invierno londinense de mediados de los cincuenta, seguramente penosa, fría y envuelta en un esmog amarillento. Yo tendría unos diez años y había llegado a casa de la escuela donde me hallaba interno para pasar las vacaciones de Navidad. Mi padre acababa de regresar de su fábrica en el norte de Londres, sacudiéndose copos de la gris nevisca industrial de los hombros de su abrigo de oficial del ejército. Estaba de pie delante de la estufa de carbón para calentarse, con la pipa entre los dientes. Mi madre se atareaba en la cocina y pronto llevó al comedor lo que había preparado para cenar.
Pero primero estaba el asunto de la caja.
La recuerdo muy bien aún hoy, pasados más de sesenta años. Tenía unas diez pulgadas de ancho y tres de altura, más o menos del tamaño de una lata de galletas. Era claramente un objeto de cierta calidad, de madera de encino barnizada, en el que se advertían el uso y el cuidado. En la tapa, sobre una placa de latón, estaba grabado el nombre y el tratamiento de mi padre, “b. a. w. winchester esq.”. Igual que en el estuche de madera de pino –mucho más humilde– donde yo guardaba mis lápices de colores, la tapa estaba asegurada con un pequeño broche de metal y tenía una muesca que permitía abrirla con un solo dedo.
Fue lo que hizo mi padre para descubrir el interior, forrado de grueso terciopelo rojo oscuro, con una serie de concavidades o ranuras anchas. Bien sujetas dentro de las ranuras había un gran número de piezas de metal muy pulidas, algunas en forma de cubo, las más de prisma rectangular, como pequeñas tablillas, fichas de dominó o tejas. Pude ver que cada una tenía un número grabado en la cara superior. Casi todos incluían una coma decimal, como 0,175 o 0,735 o 1,300. Mi padre dejó cuidadosamente la caja en la mesa para encender su pipa; sobre aquellas más de cien piezas misteriosas brillaba el reflejo de las llamas de la estufa de carbón.
Tomó dos de las piezas más grandes y las puso sobre el mantel de lino. Mi madre, con la justificada sospecha de que, como muchas de las cosas que mi padre se traía del taller a casa para enseñarme, estarían cubiertas por una delgada película de aceite de maquinaria, dejó escapar una exclamación de fastidio y volvió corriendo a la cocina. Mi madre era una señora belga, de Gante, algo puntillosa, una mujer muy de su época, y por eso daba mucha importancia al hecho de que los manteles y las alfombras estuviesen siempre inmaculados.
Mi padre me acercó las piezas para que las mirara. Precisó que estaban hechas de acero inoxidable alto en carbón, o cuando menos de una aleación especial, con algo de cromo y quizá un poquitín de tungsteno que las hacía especialmente duras. No estaban imantadas en absoluto, añadió, y para demostrarlo acercó una a la otra sobre el mantel, dejando un visible rastro de aceite que enfadó aún más a mi madre. Estaba en lo cierto: las piezas de metal no mostraban ninguna inclinación por unirse ni por repelerse. Cógelas, me dijo, una en cada mano. Puse una en cada palma, como para medirlas. Eran pesadas y frías al tacto. Se sentían macizas y su exacta manufactura les otorgaba no poca belleza.
Mi padre cogió enseguida de nuevo las piezas y las volvió a poner sobre la mesa, una encima de la otra. Ahora, dijo, coge la de encima. Solo la de encima. Procedí según sus indicaciones y la cogí con una mano, pero resultó que, junto con la de encima, levanté también la otra.
Mi padre sonrió. Trata de separarlas, me dijo. Cogí la de abajo y tiré de ambas. No se movieron. Más fuerte, dijo. Lo intenté de nuevo. Nada. Ni el menor movimiento. Las dos piezas rectangulares parecían estar sólidamente unidas, como si las hubiesen pegado o soldado o se hubiesen convertido en una sola, porque ya no pude distinguir la línea donde terminaba una y comenzaba la otra. Parecía como si una de las piezas de acero se hubiese fundido en la estructura de la otra. Seguí intentando separarlas una y otra vez.
Para entonces el esfuerzo me había hecho sudar y mi madre, de vuelta de la cocina, comenzaba a impacientarse, así que mi padre dejó a un lado su pipa, se quitó la chaqueta y comenzó a servir los platos. Junto al vaso de agua de mi padre reposaban las piezas, símbolo de mi pobre musculatura, de mi derrota. ¿Puedo intentarlo de nuevo?, le pregunté mientras cenábamos. No hace falta, dijo tomándolas con una mano y separándolas con un giro de la muñeca, deslizando una sobre la otra. Se separaron enseguida, con gracia y soltura. Me quedé boquiabierto frente a aquello que, para un chico de primaria, parecía un acto de magia.
No hay magia alguna, dijo mi padre. Lo que pasa es que las seis caras son perfecta, impecablemente planas. Las hicieron con tal precisión que no existe la menor aspereza en ninguna de las superficies que deje entrar el aire en la unión entre ambas y debilitarla. Eran tan perfectamente planas que las moléculas de sus caras se ligaban unas con otras al ponerlas en contacto y se volvía prácticamente imposible separarlas, aunque nadie sabe muy bien por qué. Solo podían separarse deslizando una sobre la otra, no había otra manera. Había una palabra para esto: zafar.
Mi padre se arrancó a hablar animadamente, emocionado, con una intensa pasión que siempre le admiré. Estas piezas de metal, decía con un orgullo muy ostensible, son probablemente los objetos más precisos que se fabrican. Se llaman bloques patrón, o bloques Jo, en recuerdo de quien los inventó, Carl Edvard Johansson. Se usan para medir cosas con la tolerancia más extrema y quienes los fabrican trabajan en la cúspide más alta de la ingeniería mecánica. Son objetos preciosos y yo quería que los conocieras, ya que en mi vida son muy importantes.
Dicho esto, se calló, guardó cuidadosamente los bloques de calibración en su caja de madera forrada de terciopelo y se quedó dormido junto a la estufa.
Mi padre trabajó como ingeniero de precisión durante toda su vida. En los últimos años de su carrera diseñó y fabricó motores eléctricos minúsculos para los sistemas de guía de los torpedos. La mayor parte de su trabajo era secreto, pero de vez en cuando me colaba en alguna de sus fábricas, donde yo veía con admiración o perplejidad máquinas que cortaban y entallaban los dientes de pequeñísimos engranajes de latón o pulían vástagos de acero que parecían no más gruesos que un cabello humano, o bien enredaban alambres de cobre alrededor de imanes que parecían no más grandes que la cabeza de los fósforos con que mi padre encendía su pipa.
Recuerdo con gran cariño el tiempo que pasaba con uno de los trabajadores más apreciados por mi padre, un hombre mayor enfundado en una bata de laboratorio marrón que, al igual que él, sostenía una pipa entre los dientes, sin encenderla cuando estaba trabajando. Tenía el ceño permanentemente fruncido mientras permanecía sentado frente al árbol de una fresadora especial –de fabricación alemana, decía mi padre; muy cara–, con la mirada fija en el filo de una herramienta de corte que giraba a una velocidad invisible, enfriada por un chorro constante de una mezcla de aceite y agua con aspecto de crema para las manos. La máquina cortaba con un movimiento de vaivén un pequeño cilindro de latón y sacaba microscópicos tirabuzones de metal amarillo conforme este rotaba lentamente. Yo no podía dejar de mirar la hilera de minúsculos dientes que iba apareciendo tallada en la superficie del metal, como si se tratara de un curioso proceso mágico.
La máquina se detuvo un momento, se hizo de pronto un silencio y enseguida, mientras yo trataba de escudriñar la inquieta masa de confusión alrededor de la pieza, un nuevo conjunto de herramientas más finas de carburo de tungsteno apareció en mi campo de visión y fue prontamente asegurado en su sitio; los buriles empezaron a girar y a cortar de manera que los dientes recién creados ahora eran modelados, curvados, ranurados y achaflanados. A través de una lente de aumento instalada en la máquina, podía verse exactamente cómo cambiaba la forma de los bordes cuando pasaban bajo las cuchillas hasta que, con el roce de algo que se desacoplaba, la cabeza de la fresadora dejó de girar, el cilindro fue rebanado como un salchichón, aflojaron las mordazas y en un colador que emergió del baño del aceite-crema se alzó una confección chorreante de engranajes terminados, con un brillo inverosímil;