Los perfeccionistas. Simon Winchester
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La palabra precisión, un vocablo atractivo y suavemente seductor (gracias, en buena medida, a la sibilancia al comienzo de su tercera sílaba), es de origen latino, se empezó a extender su uso en el francés y apareció por vez primera en el habla inglesa a comienzos del siglo xvi. Su sentido original, “el acto de separar o cortar” –piense en otra palabra para el acto de recortar: resumir– casi no se usa hoy día.2 El sentido en el que tan a menudo se usa actualmente, al grado de haberse vuelto casi un cliché, se relaciona, como lo registra el Oxford English Dictionary, con “exactitud y certeza”.
En lo que sigue, usaré las palabras precisión y exactitud de manera casi –pero no enteramente– intercambiable, porque convencionalmente significan más o menos lo mismo, aunque no exactamente lo mismo: no precisamente.
Dado el tema particular de este libro, es importante explicar la diferencia, porque para quienes verdaderamente persiguen la precisión en la ingeniería, la diferencia entre las dos palabras es importante, un recordatorio de que la lengua inglesa no tiene prácticamente sinónimos, de que todas las palabras del inglés son específicas, sirven a un sentido y un significado muy acotados. Precisión y exactitud tienen, para algunos hablantes, una diferencia importante de sentido.
El origen latino de las dos palabras apunta a esta diferencia fundamental. La etimología de exactitud está muy cerca de palabras latinas que significan ‘cuidado’ y ‘atención’. Precisión, por su parte, se origina en una cascada de significados antiguos que giran alrededor de la idea de separación. Cuidado y atención parecerían en principio tener algo en común, aunque muy poco, con el acto de separar una parte de algo mediante un corte. La precisión, empero, goza de una asociación más próxima con significados tardíos de ‘minuciosidad’ y ‘detalle’.3 Si se describe algo con gran exactitud, se lo describe tan cercanamente como es posible a lo que es, a su valor verdadero. Si se describe algo con gran precisión, se lo describe con el mayor detalle posible, aun cuando ese detalle no sea necesariamente el verdadero valor de lo que se describe.
Se puede describir la proporción constante entre el diámetro y la circunferencia de un círculo, pi, con una gran precisión, como 3,14159265358979323843, digamos. O pi puede felizmente expresarse con exactitud hasta siete cifras decimales como 3,1415927, y esto es estrictamente cierto porque la última cifra, 7, es la manera aceptada por las matemáticas para redondear el valor de un número (como acabo de escribirlo y señalarlo dejando un espacio inmediatamente después) cuyo verdadero valor termina con 65.
Un modo un poco más simple de explicar más o menos lo mismo es mediante un blanco para tiro con pistola formado por tres círculos concéntricos. Supongamos que usted dispara seis veces al blanco y los seis tiros yerran por mucho, no impactan siquiera en el blanco. Sus disparos en este caso no son ni precisos ni exactos.
Quizá todos los disparos han caído en el círculo interior, pero en distintas partes alrededor del blanco. Esta vez ha disparado usted exactamente, porque están todos cerca de la diana, pero con escasa precisión, pues los disparos han impactado en distintos puntos del blanco.
Acaso los disparos están todos en alguno de los anillos exteriores, muy cerca unos de otros. Aquí hace usted gala de una gran precisión, pero no es lo suficientemente exacto.
Finalmente, está el caso anhelado, merecedor de un redoble de tambor: los disparos forman un grupo compacto y han impactado la diana. Este es el desempeño ideal, pues usted ha conseguido ser muy preciso y exacto.
El dibujo de un blanco permite fácilmente diferenciar la precisión de la exactitud. En A, los disparos están agrupados y cerca de la diana: hay precisión y exactitud. En B hay precisión, sí, pero como los disparos han caído lejos del blanco no son exactos. En C, los disparos están muy dispersos, no exhibe precisión ni exactitud. Y en D, donde se observa cierto agrupamiento y una mayor proximidad a la diana, hay cierto grado de precisión y de exactitud, pero muy moderado
En estos dos casos, al escribir el valor de pi o tirar al blanco, la exactitud se logra cuando la acumulación de resultados se acerca al valor deseado, que en estos ejemplos es el verdadero valor de la constante o el centro del blanco, respectivamente. La precisión, en cambio, se alcanza cuando los resultados acumulados son cercanos entre sí, cuando el intento de dar en el blanco varias veces tiene exactamente el mismo resultado, aun cuando este no se acerque necesariamente al valor verdadero buscado. En suma, la exactitud se cumple en la intención; la precisión, en sí misma.
Hay una última definición que agregar en esta confusa madeja: el concepto de tolerancia. La tolerancia es un concepto particularmente importante para nuestro propósito por razones tanto filosóficas como organizativas: este es el principio alrededor del cual está organizado este libro. En vista de que el anhelo creciente de una precisión cada vez mayor parece ser un leitmotiv de la sociedad moderna, he dispuesto los capítulos a continuación en orden ascendente de tolerancia, comenzando la historia con tolerancias bajas, del orden de 0,1 o 0,01, para terminar con las tolerancias absurdas, casi imposiblemente altas, con las que hoy día trabajan algunos científicos –hay reportes recientes de mediciones de diferencias tan minúsculas como 0,00000000000000000000000000001 gramos, 10 a la -28 gramos, por ejemplo–.4
Y, sin embargo, este principio también motiva una pregunta filosófica más general: ¿Para qué?, ¿cuál es la necesidad de estas tolerancias?, ¿acaso la carrera por alcanzar cada vez mayor precisión que sugieren estas mediciones ofrece un beneficio real para la sociedad?, ¿no habrá un riesgo de convertir la precisión en un fetiche, de fabricar objetos dentro de tolerancias cada vez más extraordinarias simplemente porque lo podemos hacer o porque nos parece que deberíamos poder hacerlo? Dejaremos estas preguntas para después, pero por lo pronto imponen la necesidad de definir qué es la tolerancia, para que sepamos tanto de este aspecto particular de la precisión como de la precisión misma.
Aunque he dicho que puede uno ser preciso en la forma de emplear el lenguaje, o exacto a la hora de pintar un cuadro, en la mayor parte de este libro examinaré esas propiedades en su aplicación a objetos manufacturados y, en la mayoría de los casos, a objetos manufacturados por maquinaria a partir de materiales duros: metal, vidrio, cerámica, etcétera. No de madera, sin embargo. Si bien puede ser tentador observar un ejemplo exquisito de mobiliario de madera o el retablo de un templo, admirar la exactitud del cepillado y la precisión de los ensambles, los conceptos de precisión y exactitud nunca pueden estrictamente aplicarse a los objetos hechos de madera, porque la madera es flexible; se hincha y se contrae en formas impredecibles y no puede tener nunca unas dimensiones verdaderamente fijas porque por naturaleza es una materia que aún pertenece al mundo natural. Cepillada o unida, ensamblada o torneada o barnizada hasta brillar, es fundamentalmente inherentemente imprecisa.
Una pieza de metal trabajada en varias máquinas, una lente de vidrio pulido, un filo de cerámica de alta temperatura, en cambio, pueden fabricarse con precisión auténtica y definitiva, y si el proceso de manufactura es impecable, pueden fabricarse una y otra vez, cada una igual a la otra, cada cual potencialmente intercambiable por otra cualquiera.
Cualquier pieza de metal (o vidrio o cerámica) manufacturada tiene por fuerza propiedades químicas y físicas: tendrá masa, densidad, un coeficiente de expansión, un grado de dureza, calor específico, etcétera. Posee por fuerza características geométricas: debe tener grados medibles de rectitud, llanura, circularidad, cilindricidad, perpendicularidad, simetría, paralelismo y posición en el espacio, entre otras cualidades aún más esotéricas