Los perfeccionistas. Simon Winchester
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Descubrió así que el fuerte bamboleo del barco había dañado algunos de los proyectiles, que estaban apilados en cajas al fondo de las bodegas del barco. Mientras el barco se mecía y cabeceaba en medio de la tormenta, las cajas situadas en las orillas de las pilas (y solamente esas) golpeaban contra el casco. Si golpeaban repetidas veces y estaban colocadas de manera que era la punta de los proyectiles lo que impactaba contra los costados del barco, toda la punta de metal –la bala, dicho en términos más simples–, era empujada hacia atrás, así fuera por una minúscula fracción de pulgada, dentro del casquillo de latón. Esta colisión, repetida muchas veces, provocaba una distorsión en el casquillo, así como que la orilla se abultara muy ligeramente, una magnitud casi invisible que solo los más sensibles micrómetros y calibradores de la colección de instrumentos del señor Povey podían medir.
Los cartuchos que habían padecido este traqueteo –que terminaban distribuidos al azar, pues una vez atracado el barco y después de que los alijadores hubieran desembarcado las cajas y la munición fuera separada en lotes más pequeños y remitida a los regimientos, nadie podía saber qué lugar había correspondido a cada cartucho– no encajaban por ello en la recámara de las armas en el frente de batalla y, como consecuencia, se producía una profusión (enteramente aleatoria) de atascos.
Fue un diagnóstico elegante con un remedio simple: bastaba con que la fábrica en Detroit reforzara el empaque de cartón y madera de las cajas de munición y –¡listo!– los proyectiles descenderían del barco sin golpes ni deformidades, quedando así resuelto el problema de los rifles antitanque encasquillados.
Povey envió un telegrama con la novedad y la sugerencia a Londres, fue inmediatamente declarado héroe y –como es típico en el ejército– con la misma prontitud todo mundo se olvidó de él y se quedó en el desierto, sin misiones y con una cantidad considerable de sueldos atrasados, ya que había estado mucho tiempo fuera de su oficina en Washington.
Caluroso debe de haber sido el trabajo en el Sahara, porque a partir de aquí la historia se tambalea un poco: el señor Povey parece haberse embarcado en una prolongada cogorza desértica. Pero tras gozar del sol durante una cantidad indecente de semanas, decidió que finalmente sí tenía que volver a Estados Unidos, así que sobornó su regreso con botellas de whisky escocés. Le costó once botellas de Johnnie Walker llegar desde El Cairo (haciendo escala en un aeródromo militar provisional nada menos que en el exótico Tombuctú) hasta Miami, a un corto y fácil salto de Washington.
Al llegar se topó con noticias desalentadoras. Había pasado tanto tiempo incomunicado en África que lo habían declarado desaparecido y dado por muerto. Sus privilegios le habían sido revocados, habían clausurado su armario y su ropa había sido adaptada para un hombre de talla mucho más pequeña.
Tardó un tiempo en desenredar este inesperado malentendido y cuando más o menos todo volvió a la normalidad, descubrió que su unidad de logística había sido transferida por completo a Filadelfia, adonde también él se trasladó de inmediato.
Allí quedó prendado de la secretaria de la unidad, una americana. La pareja contrajo matrimonio y el señor Povey, que aparentemente nunca practicó el hinduismo como rezaba su placa de identificación del ejército, permaneció tranquilamente en Estados Unidos por el resto de sus días.
Antes de meternos de lleno en esta historia, hay dos aspectos particulares de la precisión que quisiera abordar. En primer lugar, su ubicuidad en la conversación contemporánea: la precisión es un componente integral, indiscutible y aparentemente esencial de nuestro moderno horizonte social, mercantil, científico, mecánico e intelectual. Permea completamente nuestras vidas. Y, sin embargo –y esta es la segunda cosa que quiero destacar, una ironía muy sencilla–, la mayor parte de nosotros, cuyas vidas están sazonadas y perfumadas por la precisión, no estamos enteramente seguros, cuando nos detenemos a pensar en ello, de qué es, qué significa y cómo se distingue de conceptos semejantes como la exactitud, que es el más obvio de ellos, o sus primos hermanos léxicos: la perfección y el cuidado y de ¡justo ahí!
La omnipresencia de la precisión es lo más fácil de ilustrar.
Basta una rápida ojeada para demostrarla. Considera, por ejemplo, las revistas que están sobre la mesa del café, en particular las páginas de anuncios. En apenas unos minutos podrías, pongamos por caso, construir a partir de ellos un horario para gozar de un día rebosante de precisión.
Comenzarías por la mañana, usando un cepillo de dientes Colgate Precision Toothbrush; luego, si has estado lo suficientemente atento como para mantenerte al día con las múltiples líneas de productos Gillette, podrías beneficiarte de sufrir menos raspaduras en las mejillas y en la barbilla afeitándote con las “cinco navajas de precisión” de su rastrillo desechable Fusion ProShield Chill y después acicalar tu mostacho y tu perilla con una rasuradora de precisión Braun. Antes de tu primera cita con esa chica que acabas de conocer, asegúrate de borrar sin dolor de tus bíceps toda manifestación de arte corporal relacionada con tu exnovia con esa exclusiva maquinilla del anuncio que ofrece “eliminación de tatuajes con láser de precisión”. Una vez purificado y adecentado, cántale una serenata a tu nueva novia con una melodía tocada en un bajo Fender Precision, y quizá luego puedas llevarla a pasear en tu coche –sin riesgo en este frío invierno– con un nuevo juego de llantas radiales para la nieve Firestone Precision, garantizadas por escrito. Impresiónala con tu habilidad al volante, primero en la autopista y después al aparcar con tu dominio de la tecnología para aparcamiento asistido Volkswagen Precision. Invítala a pasar y escuchar música suave en una radio Scott Precision (un aparato que añade “laureles de dignidad magnificente a los de las hazañas mundiales”, de Scott Transformer Company, con sede en Chicago –no todas las revistas sobre una mesa típica son necesariamente recientes–). Luego, si la nevada ha cesado, prepara la cena en el jardín trasero con una estufa para exteriores Big Green Egg, equipada con “control de temperatura de precisión”. Deja pasear la mirada soñadora por encima de los cultivos recién sembrados con equipos de Johnson Precision y, por último, despreocúpate sabiendo que, si tras las tensiones de la noche te despiertas con resaca o malestar, puedes aprovechar la medicina de precisión que recientemente te ofrece el NewYork-Presbyterian Hospital.
Entresacar estos ejemplos particulares de un montón de revistas elegidas al azar tomó apenas unos minutos. Y hay muchísimos más. Descubro, por ejemplo, que la novelista inglesa Hilary Mantel recientemente describió a la futura reina de Inglaterra –de soltera, Kate Middleton– como tan perfecta en su apariencia externa que se diría “hecha con precisión, como por una máquina”. El comentario no cayó bien ni a los devotos de la familia real ni a los ingenieros, pues lo que es perfecto en la duquesa de Cambridge, y sin duda en cualquier ser humano, es precisamente la imprecisión que necesariamente resulta de los genes y la crianza.
La precisión puede presentarse peyorativamente, como en este caso. Pero también se le erigen altares por doquier en los nombres que se dan a los productos y se encuentra entre las principales cualidades de su forma o su función; con demasiada frecuencia es parte del nombre de las compañías que los fabrican. Se emplea también para referirse a cómo hace uno uso del lenguaje, cómo organiza sus pensamientos, cómo se viste, cómo escribe, cómo se anuda la corbata, confecciona ropa o inventa cócteles, cómo corta, rebana y trocea la comida –se venera a un maestro en hacer sushi por la manera precisa en que adereza su toro–, con qué puntería uno chuta un balón, se maquilla, lanza bombas, resuelve acertijos, dispara armas, pinta retratos, escribe en un teclado, gana una discusión o presenta propuestas.
QED, podríamos decir: precisamente.
Precisión