Los perfeccionistas. Simon Winchester

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un objeto así. De manera que esta máquina amenazante –suponiendo que en efecto se tratase de una máquina– fue encerrada bajo llave, confinada y resguardada como si fuese un patógeno letal. Se lo bautizó como “el mecanismo de Anticitera”, por la isla a mitad de camino entre Creta y los zarcillos meridionales de Grecia continental cerca de cuyas costas fue hallado. Luego, calladamente y como quien no quiere la cosa, fue casi borrado de los registros de la historia arqueológica griega, mucho más a sus anchas entre el surtido habitual de vasijas y joyas, ánforas y monedas, estatuas de mármol o del más reluciente bronce. Se publicaron cuatro o cinco opúsculos o cuadernillos, según los cuales se trataba de una suerte de astrolabio o planetario, pero fuera de eso el hallazgo fue acogido con una indiferencia casi universal.

      No sería hasta 1951 cuando Derek Price, un joven estudiante inglés interesado en la historia y la función social de la ciencia, obtuvo un permiso para examinar más de cerca el mecanismo de Anticitera. Durante las dos décadas siguientes, expuso la reliquia despedazada, de la que encontró más de ochenta piezas y partes adicionales, además de los tres grandes fragmentos originales, a ventiscas de rayos X y brisas de radiación gamma, explorando los secretos que permanecieron dos mil años escondidos. Finalmente, Price estableció que el artefacto era mucho más complejo e importante que un simple astrolabio. Se trataba más bien del corazón, que alguna vez había latido, de un misterioso ordenador de insólita complejidad mecánica, que evidentemente había sido fabricado en el siglo ii a. C. y era la obra de un genio colosal.

      El estudio de Price de los años cincuenta se vio limitado por la tecnología entonces disponible para realmente asomarse dentro del artefacto. Veinte años después, la cosa cambió con la invención de la imagen por resonancia magnética, o IRM, que condujo en 2006 –más de un siglo después de que los pescadores de esponjas lo encontraran– a la publicación en la revista Nature de un estudio más profundo y pormenorizado.

      Un pequeño pero devoto grupo de este compacto instrumento extraordinario ha fabricado recientemente con entusiasmo modelos para replicar el mecanismo, de madera y latón y en un caso con diagramas con el despiece de las tripas de bronce, como si se tratara de un tablero de damas en 3D, en hojas de acrílico transparente. Las primeras pistas sobre cómo habían combinado los distintos engranajes los fabricantes originales de la máquina estaban en el número de dientes de cada uno. El hecho de que el engranaje más grande tuviese 223 dientes, por ejemplo, hizo gritar “¡Eureka!” a los investigadores, cuando recordaron que los astrónomos babilonios, los más asombrosamente avezados observadores del cielo, calcularon que el tiempo habitual entre dos eclipses lunares sucesivos era de 223 plenilunios. Este engranaje en particular habría permitido al dueño de la máquina predecir la ocurrencia de los eclipses lunares (así como otros engranajes o combinaciones de ellos habrían girado los punteros sobre los cuadrantes para representar fases y perturbaciones planetarias) y las fechas, en un uso más trivial, de los próximos eventos deportivos, destacadamente los antiguos Juegos Olímpicos.

      Los investigadores actuales han concluido que el artefacto está muy bien hecho, “algunas de sus partes fueron construidas con la precisión de pocas décimas de milímetro”. Con esta sola medida, parecería que el mecanismo de Anticitera puede ufanarse de ser un instrumento sumamente preciso y, crucialmente para los efectos de este arranque de nuestro relato, quizá el primer instrumento de precisión fabricado en la historia.

      Pero hay un defecto inherente a esta presunción: el artefacto, en las pruebas que a través de sus modelos han hecho las legiones de modernos estudiosos, resulta ser lamentable, vergonzosa e inútilmente inexacto. Uno de los punteros, el que presuntamente indica la posición de Marte, queda en muchas ocasiones apuntando 38º alejado de la posición correcta. Alexander Jones, profesor de Antigüedades de la Universidad de Nueva York y quizá quien más ha escrito sobre el mecanismo de Anticitera, se refiere a su sofisticación como “propia de una tradición artesanal joven y en rápido desarrollo” y señala “opciones de diseño discutibles” de los fabricantes, quienes en resumidas cuentas produjeron un artefacto “notable, pero lejos de ser un milagro de perfección”.

      Hay otro asunto inexplicable del mecanismo que no deja de intrigar a los historiadores de la ciencia hasta nuestros días: aunque el artefacto contiene lo que no es sino un complicado mecanismo de relojería, a ninguno de sus fabricantes aparentemente se le ocurrió darle un uso de reloj.

      Es la visión retrospectiva lo que nos provoca perplejidad, naturalmente, y nos entran ganas de ir a buscar a esos griegos y zarandearlos un poco por haber pasado por alto lo que a nosotros nos parece obvio. En la antigua Grecia ya medían el tiempo con ayuda de toda suerte de artefactos. Los relojes de sol eran los más socorridos, pero los había de gotas de agua, de granos de arena (como los que miden el tiempo para cocer un huevo), lámparas de aceite con depósitos graduados por el tiempo que tardaban en consumirse y cirios de combustión lenta con marcas incisas para registrar el tiempo. Y a pesar de que los griegos tuvieron (como ahora sabemos por la existencia del mecanismo) los medios para aprovechar los engranajes y fabricar medidores de tiempo, nunca lo hicieron. No se les encendió la bombilla. No se les encendió a los griegos ni después a los árabes ni, antes de ellos, a ninguna de las venerables civilizaciones orientales. Pasarían muchos siglos más antes de que se inventase en cualquier parte del mundo un reloj mecánico, aunque cuando ocurrió la precisión fue su componente más esencial.

      Aunque la función asignada al reloj mecánico, de cuya invención en el siglo xiv varios contendientes se atribuyen la primicia, fue indicar las horas y los minutos al paso de los días, no deja de parecer una excentricidad de la época (desde nuestro actual punto de vista, claro) que al principio el papel del tiempo en estos mecanismos haya sido relativamente subordinado. En sus más tempranas materializaciones, los mecanismos de relojería representaban información astronómica cuando menos a la par que la información horaria, por medio de complicados juegos de engranajes del estilo de los del mecanismo de Anticitera y con ayuda de cuadrantes y ornamentos rebuscados y hermosamente ejecutados. Como si el paso de los cuerpos celestes cruzando la bóveda fuese considerado más importante que el incansable tictac del pasar de los instantes, de esa flecha unidireccional del tiempo a la que Newton tan célebremente llamó duración.

      Había una razón detrás de esto. La aurora, el mediodía y el ocaso que nos regalaba la natura ya proveían un marco temporal para las actividades mundanas: cuándo había que levantarse para trabajar, cuándo tomar un descanso, secarse el sudor y beber un trago de agua, y cuándo llegaba el momento de alimentarse y prepararse para dormir. Los detalles más puntillosos del tiempo (una invención del hombre, a fin de cuentas), si eran las 6:15 de la mañana o faltaban diez minutos para la medianoche, eran forzosamente de importancia secundaria. El comportamiento de los cuerpos celestes, en cambio, era dispuesto por los dioses y, por ende, se trataba de un asunto de importancia para el espíritu. En esta calidad era mucho más digno de la atención humana que nuestras construcciones numéricas de horas y minutos, y merecía sobradamente dedicarle una representación mecánica más fastuosa.

      Al cabo del tiempo, sin embargo, la reputación y el predominio de las horas y los minutos en sí mismos consiguieron mejorar su posición hasta llegar a acaparar para sí el uso de los mecanismos de relojería, que terminaron por llamarse

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