Los perfeccionistas. Simon Winchester

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brinca entre la hierba.

      Un reloj de precisión portátil diseñado para funcionar a bordo de un barco que se mece en el mar difícilmente puede funcionar por el efecto de la gravedad en un largo péndulo, así que los primeros tres cronómetros que Harrison diseñó animado por el concurso hacían uso de sistemas de pesas de aspecto muy diferente a las pesadas plomadas que cuelgan en un reloj de péndulo convencional. En su lugar encontramos varias mancuernas de latón, colocadas verticalmente en los costados del mecanismo y sus engranajes y unidas en los extremos superior e inferior por sendos resortes cuya tensión aporta al reloj una suerte de gravedad artificial, como el propio Harrison lo describió. Estos resortes provocan que los brazos de las balanzas oscilen en vaivén, acercándose y alejándose sin detenerse (siempre y cuando el conservador de guante blanco, sucesor en tierra del capitán en altamar, dé cuerda al reloj diariamente), mientras el reloj se dedica a contar los segundos.

      Los tres relojes, H1, H2 y H3, cada cual sutilmente mejor que su predecesor, cada uno fruto de años de paciente experimentación –Harrison tardó diecinueve años en construir el H3–, emplean esencialmente el mismo principio de las mancuernas y, cuando se los ve funcionando, son máquinas de una belleza asombrosa e hipnótica, y de complejidad aparentemente increíble. Muchas de las mejoras que el antiguo carpintero y violista, afinador de campanas y maestro de coro –porque los sabios en el siglo xviii eran sabios de verdad– incorporó en sus relojes son hoy día componentes esenciales de la moderna maquinaria de precisión: Harrison creó el rodamiento de rodillos confinado, por ejemplo, antecesor del rodamiento de bolas, lo que dio pie a la aparición de gigantescas compañías modernas como Timeken y SKF. Y la tira bimetálica, que Harrison inventó sin ayuda de nadie al tratar de compensar los efectos de los cambios de temperatura en su cronómetro H3, se emplea aún hoy día en docenas de aparatos esenciales: termostatos, tostadoras de pan, teteras eléctricas y cosas semejantes.

      El reloj de bolsillo fue técnicamente un triunfo en todos los sentidos. Tras treinta años de trabajo casi obsesivo, Harrison consiguió apretujar prácticamente todas las innovaciones que había ingeniado en sus relojes de contrapesos y algunas más en una caja de plata de cinco pulgadas de diámetro, para asegurarse de que su cronómetro estaría tan cerca de la infalibilidad cronológica como fuese humanamente posible.

      Las mancuernas oscilantes, ese mecanismo que daba a la mágica locura de sus grandes relojes tanta espectacularidad, las sustituyó por un resorte central en espiral controlado por temperatura y un volante de rápida oscilación que giraba en un movimiento de vaivén a la frecuencia sin precedente de cerca de dieciocho mil veces por hora. También le puso un así llamado remontoire que recargaba el resorte central ocho veces por minuto para mantener su tensión constante y la cadencia invariable. Pero no todo era perfecto: el reloj necesitaba ser aceitado. Así que, buscando disminuir la fricción y reducir al mínimo la cantidad de aceite requerida, Harrison usó, donde le fue posible, cojinetes de diamante, en uno de los primeros mecanismos de escape en usar piedras preciosas.

      Sigue siendo un misterio cómo, sin el auxilio de máquinas o herramienta de precisión –cuyo desarrollo es primordial para la historia–, Harrison logró todo esto. Es un hecho que todos aquellos que han construido copias del H4, y de su sucesor, el K1 (el que llevó a bordo en sus viajes el capitán Cook), tuvieron que usar máquinas o herramienta para fabricar las partes más delicadas de los relojes: la idea de que piezas así hayan podido ser hechas a mano por el sexagenario John Harrison sigue siendo inverosímil.

      Y aunque sería grato informar que con esto la maravillosa obra de John Harrison ganó el premio, el hecho de que no lo recibiera ha dado mucho que decir. El Consejo de la Longitudprevaricó durante años, después de que el astrónomo real declarara que había un método mucho mejor para determinar la longitud, el de la distancia lunar, que estaba siendo perfeccionado y que por lo tanto no había necesidad de fabricar relojes marinos. El pobre John Harrison se vio obligado a solicitar una audiencia con el rey Jorge III (que resultó ser su gran admirador) y pedirle que intercediera por él.

      Siguió un rosario de humillaciones. El H4 fue una vez más puesto a prueba y registró un error de 39,2 segundos en un viaje de 47 días de duración, de nueva cuenta muy dentro de los límites fijados por el Consejo de la Longitud. Luego Harrison tuvo que desarmar su reloj frente a un panel de observadores y hacer entrega de su precioso instrumento al Real Observatorio para una prueba de su exactitud durante diez meses (otra vez más, esta en un emplazamiento estable). Fue tortuoso y vejatorio para un ya viejo Harrison, que a sus setenta y nueve años se encontraba explicablemente cada vez más amargado por el maltrato.

      Por fin, y gracias en buena parte a la intervención del rey Jorge, Harrison cobró casi todo su premio. La gente lo recuerda como un genio agraviado. Sus tres relojes y los dos relojes marinos de bolsillo, H4 y K1, son poderosos testimonios, tres de ellos marcando firme e incesantemente el tiempo, de cómo su hacedor, artífice devoto de la precisión y la exactitud en su trabajo, contribuyó de manera tan honda a cambiar el mundo.

      El mecanismo de Anticitera es un artefacto notable por la precisión de su hechura y apariencia, pero por su inexactitud y su construcción de principiantes, como no pudo ser de otra manera, es poco confiable y, para todo propósito práctico, poco menos que inútil. Los cronómetros de Harrison, en cambio, son precisos y exactos, pero tardó años en construirlos y perfeccionarlos y son el resultado de una artesanía inmensamente cara, así que sería ocioso proponerlos como paradigma o fuente de una auténtica precisión que revolucionaría al mundo. Más aún, sin querer menoscabar un logro técnico permanente, cabe señalar que los cronómetros de Harrison tuvieron una utilidad práctica a lo sumo de tres siglos. Hoy día, el reloj de latón en el puente de mando de un navío, al igual que el sextante guardado en su estuche de piel impermeable, es un objeto más decorativo que esencial. Señales de tiempo de exactitud impecable llegan hoy por la radio. Los valores digitales de las coordenadas de latitud y longitud llegan al puente después de que un Sistema de Posicionamiento Global (GPS, por sus siglas en inglés) procese los datos de satélites lejanos. Las máquinas de relojería, no importa cuán bellamente tallados y montados hayan sido sus engranajes, cuán delicada e intrincadamente grabadas sean sus carátulas, son creaciones de tecnologías pretéritas y hoy subsisten principalmente por su valor preventivo: si un barco en altamar pierde sus generadores de energía, o si el capitán es un purista desdeñoso de la tecnología, entonces los relojes de John Harrison cobran realmente un valor práctico.

      Fuera

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