Los perfeccionistas. Simon Winchester

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Los perfeccionistas - Simon Winchester

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niebla de la historia, como escalas sin importancia al comienzo de un viaje.

      Para que la precisión sea un fenómeno que altere radicalmente la sociedad de los hombres, como innegablemente ha ocurrido y ocurrirá en el futuro previsible, debe poder replicarse: tiene que ser posible fabricar el mismo artefacto preciso una y otra vez con relativa facilidad y con una frecuencia y un coste razonables. Cualquier artesano auténtico y conocedor de su oficio (como John Harrison) puede, provisto de suficiente destreza, mucho tiempo y herramientas y materiales de buena calidad, fabricar una cosa elegante y de precisión evidente. Puede incluso hacer cuatro o cinco de esas mismas cosas. Serán todas hermosas, muchas de ellas admirables.

      Los amplios gabinetes de los museos dedicados a la historia de la ciencia (los más notables están en Oxford, Cambridge y Yale) están hoy llenos de tales objetos. Hay astrolabios y planetarios, esferas armilares, cuadrantes, octantes y sextantes formidablemente complejos, tanto de pared como de mesa, particularmente abundantes estos últimos, casi todos exquisitos en grado sumo, intrincados y armados con la destreza de un joyero.

      Al mismo tiempo, cada uno de estos instrumentos fue por fuerza hecho a mano. Cada engranaje tallado a mano, como cada uno de los restantes componentes (cada madre y cada araña y cada tímpano y cada alidada, por ejemplo –los astrolabios tienen un léxico propio bastante nutrido–), cada tornillo tangente y cada espejo principal (los términos específicos de los sextantes son también numerosos). Además, el ensamblaje de las diferentes partes entre sí y el ajuste de todo el conjunto tenían que ser resueltos literalmente con la punta de los dedos. Estas circunstancias producían instrumentos de gran calidad e impresionante apariencia, sin duda, pero dada la forma en que eran hechos y armados, los tiene que haber habido en un número más bien escaso y a disposición de una élite de compradores. Habrán sido precisos, pero para unos cuantos solamente. Fue solo cuando la precisión pudo ser puesta al alcance de todos cuando empezó a tener, como un concepto, la profunda influencia en el conjunto de la sociedad de la que hoy goza.

      Y el hombre que logró esta única hazaña, la de crear algo con gran exactitud y fabricarlo no a mano, sino con una máquina y, más aún, con una creada expresamente para fabricarlo –e insisto en la palabra creada con toda intención, porque una máquina que hace máquinas, llamada hoy máquina-herramienta, fue, es y será por mucho tiempo parte esencial de la historia de la precisión– fue aquel inglés dieciochesco a quien acusaban de lunático por su desmedida afición al hierro, el único metal del que por entonces podían fabricarse todos sus notables y novedosos ingenios.

      En 1776, con cuarenta y ocho años cumplidos, John Wilkinson, quien habría de acumular una fortuna considerable durante sus ochenta años de vida, se hizo retratar por sir Thomas Gainsborough, así que está lejos de ser un ilustre desconocido, aunque tampoco es exactamente célebre. Es de destacar que este gallardo retrato de un notable ha estado colgado desde hace décadas no de manera prominente en Londres o Cumbria, donde Wilkinson nació en 1728, sino en un salón silencioso de un museo en el lejano Berlín, junto con otros cuatro cuadros de Gainsborough, entre ellos Study of a Bulldog [Estudio de un bulldog]. Esta distancia sugiere que pocos sienten añoranza por él en su natal Inglaterra. Y la sentencia del Nuevo Testamento de que nadie es profeta en su tierra parece venirle como anillo al dedo, porque hoy casi nadie lo recuerda. Lo eclipsa casi totalmente la sombra de su colega y cliente, el mucho mejor conocido escocés James Watt, cuyas primeras máquinas de vapor fueron posibles, básicamente, gracias a la excepcional destreza técnica de John Wilkinson.

      John Wilkinson nació en pleno comercio del hierro. Isaac, su padre, originalmente un pastor de la Región de los Lagos, en Inglaterra, descubrió de manera fortuita la presencia tanto de mineral de hierro como de carbón mineral en sus pastizales y se convirtió en maestro fundidor, un negocio muy de la época. El término describe al dueño de una batería de hornos de fundición, que usaba para fundir y forjar hierro a partir de arrabio. Los hornos se alimentaban con carbón vegetal (lo que arrasó grandes extensiones de bosques en Inglaterra) o con carbón parcialmente quemado y transmutado en coque (una alternativa más responsable con el medio ambiente). El propio John, de quien se decía que había venido al mundo en medio de incomodidades, dando saltos encima de un carretón pues su madre iba de camino a una feria del condado, pronto se vio fascinado por el blanco incandescente y el metal fundido, y por el proceso de extraer simples piedras del subsuelo y crear cosas útiles con solo calentarlas violentamente y golpearlas con un martillo. Aprendió el oficio en distintos lugares del centro de Inglaterra y las Marcas Galesas, donde su padre se estableció. Para comienzos de 1760, casado con una mujer rica y dueño de una fundición considerable en la villa de Bersham, en la frontera entre Gales e Inglaterra, era ya tan diestro que comenzó de inmediato a producir, de acuerdo con el primer libro de asientos contables de la compañía, “rodillos de presión, rodillos para molinos de grano y de azúcar, tuberías, casquillos, granadas y armas”. Fue el ítem al final de esta lista el que daría a la pequeña villa de Bersham, junto con el hombre que se convirtió en su residente más próspero y su más importante empleador, su distinción como un lugar único en la historia del mundo.

      Asentado en la vega del río Clywedog, Bersham tuvo un papel indiscutible, si bien algo olvidado, tanto en los fundamentos de la Revolución Industrial como en la historia de la precisión. Fue allí, el 27 de enero de 1774, donde John Wilkinson, cuya fundición de hornos alimentados con carbón producía semanalmente la nada despreciable cantidad de veinte toneladas de hierro de buena calidad, inventó una técnica para la manufactura de armas. La técnica tuvo un efecto inmediato de cascada, mucho más profundo de lo que Wilkinson hubiese imaginado nunca y de mayor importancia a largo plazo –yo estaría dispuesto a argumentarlo– que el mucho más famoso legado de su amigo y rival, Abraham Darby III, quien levantó el gran puente de hierro de Coalbrookdale, que permanece incólume, atrae a millones de turistas aún hoy día y para los británicos actuales es el símbolo más poderoso y reconocible de la Revolución Industrial.

      Wilkinson registró una patente, la 1.063 –estamos aún en los comienzos de la historia de las patentes en Gran Bretaña, que se expidieron por primera vez en 1617– con el título “A New Method of Casting and Boring Iron Guns or Cannon” [Nuevo método para fundir y horadar armas de hierro o cañones]. Para los estándares de hoy, su “nuevo método” parece casi pedestre, una mejora más que obvia en la fabricación de cañones, pero en 1774, cuando la artillería naval en toda Europa pasaba por un momento de rápido avance científico, tanto en la técnica como en el equipamiento disponible, las ideas de Wilkinson parecieron caídas del cielo.

      Antes de Wilkinson, los cañones navales –muy especialmente el cañón largo de 32 libras, un armamento estándar en los navíos de línea de primera clase de la Armada Real, de los que a menudo se ordenaba fabricar un centenar cuando un nuevo buque iba a ser botado– se fundían huecos, con el ánima, a través de la cual se cargaba la pólvora y el proyectil para luego disparar el cañón, preformada mientras el hierro se enfriaba en un molde. Después se montaba el cañón en un soporte y se introducía una herramienta de corte afilada, colocada en la punta de una pértiga, para eliminar cualquier rebaba en la superficie interior del tubo.

      El

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