Los perfeccionistas. Simon Winchester
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5 Rupert Gould, el hombre que restauró los relojes de Harrison (y les asignó sus apelativos) fue todo un personaje. Un exoficial de la Marina Real de casi dos metros de estatura, fumador de pipa, simpático locutor de programas para niños, erudito en temas esotéricos, árbitro en alguna ocasión de la cancha central de Wimbledon y experto en el monstruo del lago Ness, fue también famoso por sus violentas borracheras, salvajes accesos de locura y curiosas aficiones sexuales, un comportamiento que le acarreó, en 1927, una espectacular demanda de divorcio que mantuvo al país en suspenso. Escribió e ilustró en 1923 un libro clásico sobre los relojes marinos (que aún se puede conseguir) y poco después se dio maña para convencer al Real Observatorio de excarcelar los relojes de Harrison, que se deterioraban en un sótano casi olvidado. Él consiguió poner en marcha el H1 165 años después de haberse detenido. El trabajo de restauración consumió diez años de su vida, que fue recogida en una serie de televisión en el 2000, Longitude, protagonizada por Jeremy Irons.
6 Con una escala fuera de ruta para reponer la mermada provisión de cerveza de la tripulación.
7 A lo largo de la vida de Wilkinson, la recién creada Gran Bretaña se mantuvo de un humor belicoso, enfrascándose en conflictos como la guerra del Asiento con España, la guerra por la sucesión austriaca contra Francia, la guerra de los Siete Años contra Francia y España juntas, la revolución de independencia de las colonias americanas, la cuarta guerra anglo-neerlandesa y, después de que Irlanda se uniera a Escocia e Inglaterra para formar Reino Unido, las guerras napoleónicas. Los cañones de Wilkinson entraron en acción en casi todas las batallas importantes.
ii
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extremadamente plano e increíblemente próximo
La maquinaria con la que hoy contamos debe la suavidad de su movimiento y la seguridad de su acción a la exactitud y precisión de nuestras máquinas-herramienta.
sir william fairbairn, bt, informe de la asociación británica para el avance de la ciencia (1862)
En la acera norte de la avenida Piccadilly, en Londres, frente a Green Park, flanqueado por la sede del provecto e impasible Cavalry Club, hacia el oeste, y por un restaurante de ceviches estilo peruano probablemente más efímero del otro lado, se encuentra el número 124, hoy un edificio elegante aunque más bien anónimo que cobija oficinas para ocupantes discretos y apartamentos amueblados para la gente pudiente.
Desde 1784, cuando esta parte en el extremo occidental de la gran avenida estaba aún abierta a la colonización, en esa dirección se encontraba el hogar y el taller de un fabricante de muebles, motores y cerraduras de nombre Joseph Bramah. Los días que hacía buen tiempo, unos seis años después de iniciado el negocio, cuando Bramah y Cía. era una empresita familiar, pequeños grupos de transeúntes curiosos se detenían en la acera para asomarse a la vidriera frontal, intrigados por un misterio tan difícil que pasarían más de sesenta años antes de que pudiera desentrañarse.
En la ventana había un único objeto a la vista, encima de un cojín de terciopelo, como si se tratara de una imagen religiosa. Era un candado de forma oval, no muy grande, y por fuera parecía de hechura simple y elegante. En el frente, escrito con letra pequeña, legible solo para quien acercara el rostro casi hasta tocar el cristal, decía: “El artista que fabrique un instrumento que consiga violar o abrir esta cerradura recibirá doscientas guineas en el momento en que lo presente”.
El diseñador de esta jactanciosa cerradura era el dueño de la empresa, Joseph Bramah. Su fabricante, sin embargo, no había sido él, sino un aprendiz de herrero llamado Henry Maudslay, que entonces tenía diecinueve años, y a quien Bramah había contratado el año anterior atraído por su reputación como poseedor de una habilidad formidable para los trabajos mecánicos delicados.
No sería hasta 1851 cuando la cerradura de Bramah se abrió exitosamente –aunque no sin controversia, según veremos después– y se cobró la muy jugosa recompensa.1 Y en los años que desembocaron en este acontecimiento (aunque serían sus descendientes quienes sobrevivirían para atestiguarlo) estos dos hombres, Bramah y Maudslay, demostraron ser ingenieros de excelencia. Inventaron toda clase de curiosos ingenios y fueron ellos quienes, por su cuenta, escribieron las normas que regirían ese mundo de precisión que empezaba a surgir como consecuencia (o al menos secuela) de los logros alcanzados por John Wilkinson en Bersham con su máquina para horadar cilindros. Algunos de los inventos de estos dos hombres se han desvanecido en la historia; otros, sin embargo, sobrevivieron como los cimientos sobre los que muchos de los más sofisticados resultados de la ingeniería serían más tarde construidos.
Aunque Maudslay es hoy el personaje mejor conocido y su aportación es apreciada por la mayoría de los ingenieros, en su época Bramah fue quizá el más creativo de los dos. Su primer invento lo soñó mientras yacía en cama tras una caída y se caracteriza por su falta de romanticismo: para una población londinense muy necesitada de mejoras en la salud pública, construyó excusados y patentó sus ideas para un sistema de tapón con un flotador, válvulas y tubos que a un tiempo permitían que el dispositivo se enjuagara solo (ya podía hablarse de tirar de la cadena) y evitaba que durante el invierno llegara congelarse, junto con las desagradables consecuencias que ello traía consigo. Su creación le significó una pequeña fortuna, pues en los primeros veinte años de fabricarlos vendió seis mil, y cien años más tarde, en el jubileo de la reina Victoria, un excusado de la marca Bramah seguía siendo la adquisición más importante para el baño de un hogar de clase media.
El interés de Bramah por la cerrajería, cuya fabricación, naturalmente, era más intrincada y precisa que la de un excusado, parece haber surgido cuando en 1783 fue elegido miembro de la recién constituida Royal Society for the Encouragement of Arts, Manufactures and Commerce (que aún existe y no se ha movido de su sede original).2 La que hoy es simplemente la Royal Society of Arts tenía en el siglo xviii seis divisiones: agricultura, química, comercio y colonias, manufacturas, mecánica y –la más estrambótica– artes de la urbanidad. Bramah se inscribió, explicablemente, a casi todas las reuniones de la división de mecánica y, a poco de ser elegido miembro, cobró prominencia por el simple hecho de abrir una cerradura sin usar la llave. Aunque en realidad el hecho no fue tan simple: en septiembre de 1783, un tal señor Marshall había enviado a revisión de los miembros lo que aseguraba ser una cerradura imposible de violar, e invitó a un experto local de apellido Truelove que estuvo afanándose por abrirla con una colección de herramientas especiales durante hora y media, antes de reconocer su derrota. Entonces, de entre el grupo de los asistentes se acercó Joseph Bramah, improvisó un par de instrumentos y abrió la cerradura en quince minutos exactos. Un murmullo de emoción recorrió el salón: estaban claramente ante un conocedor de la mecánica.
Las cerraduras eran en aquella época una obsesión para los británicos. Los cambios sociales y legislativos que barrían el país a fines del siglo xviii estaban teniendo el indeseable efecto de dividir a la sociedad con no poca brutalidad: mientras que la aristocracia terrateniente se había puesto a resguardo desde hacía siglos en las grandes mansiones rodeadas de parques, muros y zanjas, y con personal de planta para mantener a raya a los maleantes, los acaudalados beneficiarios del nuevo clima de negocios eran mucho más accesibles para los infaltables pobres. Ellos y sus posesiones estaban generalmente a la vista y, además, especialmente en las incontenibles ciudades, muy a mano. Por lo general vivían en casas y en calles al alcance del oído y de las pedradas de los vastos ejércitos de menesterosos. La envidia andaba