Los perfeccionistas. Simon Winchester

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minutos y uno hambriento y desesperado quizá en diez, no servía para nada. Joseph Bramah decidió que él diseñaría y fabricaría una mejor.

      Lo consiguió en 1784, menos de un año después de haber abierto la cerradura de Marshall. Su patente hacía prácticamente imposible para un ladrón provisto de una llave virgen cubierta de cera –la herramienta preferida por los criminales– averiguar la posición de los distintos pistones y pestillos dentro de una cerradura; adivinar lo que había detrás del ojo, dentro del mecanismo. En el diseño de Bramah, que patentó en el mes de agosto, los pistones dentro de la cerradura ascendían o descendían al insertar y girar la llave para liberar el pestillo, pero una vez echada la llave, los pistones volvían a su posición original. Este mecanismo hacía la cerradura casi a prueba de ladrones, pues por más que hurgaran con una llave virgen encerada no podrían averiguar cuál era la posición correcta de los pistones (que ya no estaban allí) para soltar el pestillo.

      Una vez que a Bramah se le ocurrió esta premisa mecánica básica, solo le faltó, haciendo gala de genio y elegancia, dar a la cerradura entera forma cilíndrica, de manera que los pistones no ascendían o descendían por la gravedad, sino que se movían a lo largo del radio del cilindro bajo la acción de los distintos dientes de la llave y luego volvían a su posición original con ayuda de resortes, uno para cada pistón. La cerradura completa revestía la forma de un pequeño cilindro de bronce que encajaba fácilmente en una cavidad en forma de tubo, dentro de una puerta o una caja fuerte, quedando el extremo del pestillo en el plano del borde exterior de la puerta (cuando la cerradura estaba abierta) o alojado en la contra de bronce dentro del marco de la puerta (cuando estaba cerrada).

      Pero en realidad fueron sus cerraduras las que le valieron formalmente a Bramah la entrada al idioma inglés. Es verdad que aún pueden hallarse menciones a la pluma Bramah o la cerradura Bramah –tanto el duque de Wellington como sir Walter Scott y Bernard Shaw escribieron sobre ellas con admiración–. Pero cuando la palabra se emplea sola –como lo hizo Dickens en innumerables ocasiones en Los papeles póstumos del Club Pickwick y en sus artículos– es un recordatorio de que, al menos para la ciudadanía victoriana, su nombre era un epónimo: la gente usaba una Bramah para abrir una Bramah, protegía su casa con una Bramah, entregaba una Bramah al amigo de confianza para que él o ella pudiera entrar a casa a cualquier hora, por lo que pudiera ofrecerse. No fue sino hasta que el señor Chubb y el señor Yale entraron en escena (quienes, según el Oxford English Dictionary, aparecieron por primera vez en el idioma en 1833 y 1869, respectivamente) cuando el monopolio léxico del señor Bramah topó con un obstáculo.

      Lo que hacía tan buena a la cerradura Bramah era el altamente complejo diseño de su interior, desde luego, pero lo que la hacía tan duraderamente buena era la precisión de su manufactura. Y eso fue menos mérito de su inventor que del hombre –un chico, en realidad– a quien Bramah contrató para fabricarlas bien, rápido y a bajo coste. Henry Maudslay, que tenía dieciocho años cuando Bramah lo fichó como aprendiz, crecería para convertirse en uno de los personajes más influyentes en los albores de la ingeniería de precisión y su influencia aún se deja sentir hoy día tanto en su Gran Bretaña nativa como en el resto del mundo.

      El muy joven Maudslay, “un muchacho alto y apuesto” por las fechas en que Bramah lo contrató, hizo sus pinitos en el Arsenal Real de Woolwich, al este de Londres. Empezó a los doce años como “chico de la pólvora” –la Armada Real empleaba niños, ágiles de pies, para acarrear pólvora desde la santabárbara hasta la cubierta de cañones de los barcos–, luego lo asignaron al taller de carpintería, donde se declaró fastidiado por la indocilidad de la madera. Para quienes lo tenían a su cargo, estaba claro como el agua que el chico prefería por mucho el metal. Miraban para otro lado cuando el aprendiz se refugiaba con el herrero de los muelles y no pusieron reparo cuando se dedicó en sus tiempos libres a hacer una variedad de trébedes muy útiles y vistosos con cerrojos de hierro desechados.

      En 1789 Joseph Bramah parecía ansioso. La situación política al otro lado del canal provocaba una gran afluencia de exiliados franceses muertos de miedo, la mayoría de los cuales se dirigían a Londres, donde los residentes de la capital inglesa, más nerviosos y propensos a la xenofobia, empezaron a buscar aún mayor seguridad para sus casas y negocios. Con el monopolio que le aseguraba su patente, Bramah se vio metido en un lío: solo él podía fabricar sus cerraduras, pero ni él ni ningún otro de los ingenieros de quienes pudo echar mano tenía la habilidad necesaria para hacerlas en una cantidad suficiente y a un precio asequible. La mayoría de quienes se llamaban ingenieros deben de haber sido aptos para trabajos más burdos, como golpear con pesados mazos trozos de hierro ablandados por el calor y luego dar forma a la pieza resultante en el yunque, con cinceles y, sobre todo, con limas, pero pocos tenían sensibilidad para lo fino, para la fabricación de mecanismos (palabra entonces de muy reciente adopción).

      Pero el cambio estaba cerca. Los trabajadores de las herrerías del Londres dieciochesco eran un gremio compacto y Bramah no tardó en enterarse de que en Woolwich había un joven en particular que sobresalía entre sus colegas mayores porque, más que aporrear pedazos de hierro, al parecer fabricaba piezas de metal de una desacostumbrada y minuciosa factura. Bramah se entrevistó con el adolescente Maudslay. Lo convenció inmediatamente, aunque tenía muy presente la costumbre de que cualquier recién ingresado al oficio tenía que cumplir con un aprendizaje de siete años. Pero el imperativo comercial venció a la costumbre. Con los clientes potenciales tocando a la puerta del taller en Piccadilly, Bramah no podía andarse con miramientos, decidió jugársela y contrató al chico en el acto. Su decisión habría de cambiar la historia.

      Henry Maudslay resultó ser un personaje transformador. Para empezar, resolvió en un abrir y cerrar de ojos el problema de oferta de Bramah, pero no a la manera convencional de contratar maestros que fabricasen una por una las cerraduras aplicando sus conocimientos del oficio, sino como John Wilkinson lo hiciera trescientos kilómetros al oeste y trece años antes: lo que hizo Maudslay fue construir una máquina que las hiciera. Construyó una máquina-herramienta, es decir, una máquina para fabricar una máquina (o, en este caso, un mecanismo). De hecho, construyó una familia entera de fresadoras, cada una de las cuales fabricaría o ayudaría a fabricar las distintas piezas que requerían las fantásticamente complicadas cerraduras que Joseph Bramah había diseñado. Fabricarían las piezas, las harían rápido, bien, a bajo coste y sin los errores que el uso de herramientas manuales y manufactura inevitablemente acarrean. Las máquinas que Maudslay construyó, en otras palabras, fabricarían las piezas necesarias con precisión.

      Tres de sus máquinas para fabricar cerraduras pueden admirarse hoy en el Science Museum de Londres. Una es una sierra que corta las muescas en el cilindro; otra –esta quizá no tanto una máquinaherramienta sino más bien un sistema para asegurar que la producción avanzara con rapidez y cada pieza fuese exactamente igual– es un tornillo de

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