Los perfeccionistas. Simon Winchester
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Para 1816, los alborotadores habían perdido vapor y el movimiento en general amainó.8 Nunca se extinguió del todo, sin embargo, y la palabra ludita (de Ned Ludd, presuntamente el líder del movimiento) es de uso frecuente en el léxico actual, principalmente para referirse peyorativamente a quienes se resisten al canto de sirena de la tecnología. Este hecho sirve para recordar que, desde su mero comienzo, el mundo de la ingeniería basada en la precisión tuvo implicaciones sociales que no fueron necesariamente aceptadas ni bienvenidas por todos. Tuvo entonces sus críticos y sus Casandras; los tiene aún hoy día, como veremos.
Henry Maudslay estaba lejos de abandonar su carrera como inventor. Una vez que sus 43 máquinas para hacer cuadernales trabajaban con su feliz soniquete en Portsmouth, cuando su contrato con la Marina se dio por concluido y se hubo asegurado su reputación (“el creador de la era industrial”), hizo todavía dos aportaciones más a la historia de la complejidad y la perfección. Una de ellas fue un concepto; la otra, un aparato. Ambas son esenciales, aun a esta distancia de dos siglos, muy especialmente el concepto.
Se trata de la noción de lo plano, de que puede crearse una superficie, como lo formula el Oxford English Dictionary, “sin curvatura, cavidad o protuberancia”.9 Se refiere a la creación de una base a partir de la cual efectuar toda medición o manufactura precisas. Porque, como Maudslay bien se percató, una máquina-herramienta solo puede ser exacta si la superficie en la que la herramienta será montada es perfectamente llana, plana y horizontal, es decir, si su geometría es enteramente exacta.
La necesidad para un ingeniero de contar con una superficie de referencia plana es muy parecida a la de un navegante de contar con un cronómetro preciso, como el de John Harrison, o la de un agrimensor de contar con un meridiano preciso, como el que se trazó en Ohio en 1786 para dar comienzo a la cartografía formal de Estados Unidos. Para el asunto, más prosaico, de fabricar una superficie perfectamente plana, componente crítico del mundo hecho a máquina, bastó un poco de ingenio y un golpe de intuición. Ambos concurrieron a finales del siglo xviii en el taller de Henry Maudslay.
El proceso es la sencillez misma y la lógica que hay detrás, impecable. El Oxford English Dictionary la ilustra atinadamente con una cita del clásico de James Smith The Panorama of Science and Art [Panorama de la ciencia y el arte], publicado por primera vez en 1815: “Para tallar una superficie perfectamente plana es necesario tallar tres al mismo tiempo”. Aunque debe asumirse que este principio básico se conocía desde hacía siglos, la creencia general es que Henry Maudslay fue el primero en ponerlo en práctica, creando un estándar para la ingeniería que persiste hasta nuestros días.
Tan exacto es el micrómetro de Maudslay que se le dio el mote de “lord chancellor”,10 pues nadie se habría atrevido a discrepar de él
Tres es el número clave. Pueden cogerse dos placas de acero, tallarlas y pulirlas hasta creer que se ha alcanzado el plano perfecto. Luego, untando cada una con una pasta coloreada se tallan una contra la otra y revisando dónde se ha perdido el color y dónde no, como lo hace el dentista, un ingeniero puede comparar cuál de las dos es más plana. Pero esta comparación no es siquiera útil; no garantiza que ambas serán perfectamente planas, pues los errores en una de las placas pueden compensarse con errores en la segunda. Digamos que una de ellas es ligeramente convexa, que en el centro se abomba cosa de un milímetro. Bien puede ocurrir que la otra placa sea cóncava en ese mismo lugar y ambas se empalmen sin resquicios, dando la impresión de que una es tan plana como la otra. Solo comparando estas dos placas con una tercera, y volviendo a tallar, bruñir y pulir para eliminar todas las protuberancias, puede alcanzarse el plano absoluto (con las propiedades casi mágicas que tenían los bloques de calibración de mi padre).
Queda para el final la máquina de medir, el micrómetro. A Henry Maudslay, por lo general, también se le acredita haber fabricado el primero de estos instrumentos, sobre todo porque el suyo tenía el aspecto y la utilidad de un instrumento moderno. En honor a la verdad, es preciso decir que un astrónomo del siglo xvii, William Gascoigne, había construido un instrumento de apariencia muy diferente que hacía prácticamente lo mismo. Había insertado un calibrador en la mirilla de un telescopio. Con un tornillo de rosca fina, el usuario podía ajustar los extremos del calibrador para encerrar la imagen de un cuerpo celeste (la Luna, casi siempre) en el ocular. Un cálculo rápido, en el que intervenían el paso del tornillo en fracciones de pulgada, el número de giros necesarios para colocar el objeto entre las mordazas del calibrador y el largo focal de la lente del telescopio, permitían al observador calcular el “tamaño” de la Luna en segundos de arco.
Un micrómetro de banco, por otro lado, debía medir la dimensión real de un objeto físico: exactamente lo que Maudslay y sus colegas tenían la necesidad de hacer una y otra vez. Necesitaban cerciorarse de que los componentes de las máquinas que estaban fabricando encajarían unos con otros, serían hechos con tolerancias exactas, con las características precisas para cada máquina y apegados al estándar de diseño.
Al igual que el invento de Gascoigne de un siglo atrás, el mecanismo de medición del micrómetro de banco estaba basado en un tornillo largo y de hechura impecable. Recurría al principio básico para el funcionamiento de un torno, salvo porque en lugar de tener un carro con herramientas de corte u horadación montadas en él, lo que había eran dos bloques perfectamente planos, uno en lugar del cabezal y el otro en el de la contrapunta, y el espacio entre ellos se ensanchaba o estrechaba dando vueltas al husillo.
El ancho de ese espacio, y el de cualquier objeto que se colocara entre los dos bloques planos, podía medirse con mayor precisión si el husillo mismo había sido fabricado de manera consistente en todo su largo, y con mayor exactitud si el husillo había sido roscado con esmero y podía acercar el bloque móvil hacia el bloque fijo pausadamente, desplazándose por los mínimos incrementos medibles.
Maudslay puso a prueba su tornillo de bronce de cinco pies de largo en su nuevo micrómetro y lo encontró deficiente: en ciertos tramos tenía 50 roscas por pulgada; en otros, 51, y en los restantes 49. En conjunto, las variaciones se compensaban y, como husillo, era funcional, pero Maudslay era tan obsesivamente perfeccionista que lo rehízo decenas de veces hasta que se convenció de que era correcto y consistente en toda su interminable longitud.
El micrómetro que realizó todas estas mediciones resultó ser tan exacto que alguien –el propio Maudslay, quizá, o alguno de su pequeño ejército de operarios– lo llamó “Lord Chancellor”. Pura burla decimonónica: nadie se atrevería a desafiar o a discutir con el más alto funcionario del Gobierno. Era una forma simpáticamente tajante para sugerir que Maudslay tenía la última palabra en cuestiones de precisión. Su invento podía medir cosas con una exactitud de una milésima de pulgada, y aún había quien decía que de una diezmilésima de pulgada: una tolerancia de 0,0001.
Con el nuevo husillo, que presumía de tener consistentemente cien roscas por pulgada, podían realmente medirse cantidades que hasta entonces ni se habrían soñado. De hecho, si se hiciera caso del siempre entusiasta colega de Maudslay, el ingeniero-escritor James Nasmyth, cuya devoción por él llegó al punto de dedicarse a escribir una biografía suya acaso en exceso admirativa, el legendario micrómetro quizá podía medir con la exactitud de una millonésima