Los perfeccionistas. Simon Winchester
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Dicho esto, el legado principal de Henry Maudslay es, sin lugar a dudas, memorable, porque a su asociación con John Bramah siguieron otros inventos y proyectos. Dejó de ser su empleado en un berrinche, cuando su solicitud de incremento de sueldo –en 1797 ganaba treinta chelines a la semana– le fue negada, a su parecer, groseramente.
Maudslay no tardó en desentenderse del reducido mundo de fabricar cerraduras en el oeste londinense y se lanzó –hasta, podríamos decir, inauguró– al mundo de la producción en serie. En el camino creó los elementos para fabricar en masa un componente vital para los navíos de vela británicos. Construyó las maravillosamente complejas máquinas que durante los siguientes ciento cincuenta años fabricarían los cuadernales de los barcos, partes esenciales del aparejo de un navío que contribuyeron a desarrollar la capacidad de la Marina Real para surcar, vigilar y, por un tiempo, adueñarse de los mares del mundo.
Todo esto fue producto del más feliz golpe de suerte y, como sucedió en Piccadilly con la cerradura de Bramah, un escaparate (el del tallercito de Henry Maudslay) y la orgullosa exhibición al público del tornillo de bronce de cinco pies de largo que Maudslay fabricara en su torno y colocara en aquella vitrina, en el lugar principal como anuncio de su competencia, jugaron un papel importante. Cuenta la leyenda marinera que poco después de que montara la exhibición de su tornillo se presentó la afortunada casualidad. Participaron en ella los dos personajes que montarían la fábrica de cuadernales, y que juraron hacerlo sin fallar, para satisfacer una necesidad creciente y urgente.
A mediados del siglo xviii se había levantado en Southhampton, ciudad portuaria del sur de Inglaterra, algo parecido a una fábrica de cuadernales, que se encargaba de aserrar y hacer muescas en las partes de madera, pero gran parte del acabado debía hacerse todavía manualmente y, en consecuencia, la cadena de suministro era, en el mejor de los casos, impredecible. Asegurar el abasto se convirtió de pronto en algo vital para la sobrevivencia de Inglaterra.
Gran Bretaña había estado en guerra con Francia de manera intermitente casi todo el final del siglo xviii y la aparición en escena de Napoleón Bonaparte, terminada la Revolución francesa, convenció a Londres de que sus ejércitos tendrían que estar listos para entrar en acción también durante aquellos años iniciales del xix. De los dos cuerpos de guerra británicos, el Ejército y la Armada Real, fueron los almirantes quienes acapararon el presupuesto bélico, y los muelles de los puertos británicos pronto se erizaron con navíos de gran tonelaje prestos a hacerse a la mar en un santiamén para enseñar al enemigo francés, especialmente a Napoleón, quién era el que mandaba. Los astilleros se afanaban en construir barcos, los diques secos en repararlos, y por todos los mares, del canal al Nilo y de la Berbería a la península de Coromandel, pululaban inmensos bajeles ingleses, poderosos e infatigablemente al acecho.
Todos, naturalmente, eran navíos de vela. En su mayoría, embarcaciones enormes con un casco de madera y una quilla forrada de cobre, con tres cubiertas de cañones y altísimos mástiles de pino de Norfolk que cargaban vastas extensiones de velamen de lona. Y todo el velamen de la época era unos lienzos de lona colgados, sostenidos y controlados por medio de cordajes interminables –estayes y amantillos, barbiquejos y brandales–, la mayoría de los cuales tenían que pasar a través de sistemas de macizas poleas de madera que los marineros llamaban simplemente bloques o cuadernales, parte de los trebejos de un buque de guerra que dentro y fuera del mundo de la navegación se conocen como aparejos.
Un navío grande podía tener hasta 1.400 cuadernales de distintos tipos y tamaños dependiendo del uso requerido. Un cuadernal con una sola polea podía bastar para que un marino izara una gavia, por ejemplo, o moviera una botavara de una posición a otra. Izar un objeto muy pesado (un ancla, digamos) podía requerir un aparejo de seis cuadernales, cada cual con tres garruchas o poleas, y con una cuerda que pasara por todos los seis, de manera que un solo marino pudiera tirar con fuerza de unas pocas libras para levantar un ancla de media tonelada. La física de los aparejos, que todavía se enseña en las buenas escuelas primarias, muestra cómo aun el sistema de poleas más rudimentario puede ofrecer una ventaja mecánica considerable, y combina esta potencia con un grado parejo de sencillez y elegancia.
Los cuadernales de los barcos son por tradición excepcionalmente robustos, pues tienen que resistir años de mares embravecidos, vientos helados, humedades tropicales, el feroz calor de la calma chicha, las salpicaduras del agua salada, las cargas enormes y el descuidado manejo de los marinos más rudos. En los tiempos de la navegación a vela, los cuadernales se hacían por lo general de madera de olmo, con placas de hierro atornilladas a los costados, ganchos de hierro sujetos firmemente a sus extremos superior e inferior y con las poleas o garruchas encajadas entre los costados, alrededor de las cuales se pasaban las cuerdas. Las poleas mismas a menudo estaban hechas de Lignum vitae, la misma madera dura y sin necesidad de lubricante que usó John Harrison para los engranajes de algunos de sus relojes. La mayoría de los modernos cuadernales tienen poleas de aluminio o de acero y estos mismos se fabrican de metal, excepto cuando el barco quiere ostentar un aire antiguo, en cuyo caso presume de muchos herrajes de bronce y madera de encino barnizada.
De ahí la aguda preocupación de la Armada Real al comienzo del siglo xix. Una Francia napoleónica crecientemente rijosa se extendía apenas a treinta kilómetros cruzando el canal, y un sinnúmero de conflictos marítimos reclamaban la atención de la Marina británica en muchos otros lados. Lo que más preocupaba a los almirantes no era tanto construir suficientes barcos, sino el abasto de los vitales cuadernales sin los cuales los barcos, para decirlo sin rodeos, no podían hacerse a la mar. El Almirantazgo requería 130.000 cuadernales cada año, en tres tamaños principalmente, y hasta entonces la complejidad de su construcción implicaba su manufactura. Decenas de ebanistas en el sur de Inglaterra y sus alrededores se afanaban originalmente en esta tarea, pero era un sistema de abasto notoriamente precario.
Conforme las hostilidades en el mar empezaron a hacerse cada vez más recurrentes, el clamor por un sistema más eficiente se hacía más ensordecedor. El inspector general de obras navales, a la sazón sir Samuel Bentham, se decidió finalmente a ponerse manos a la obra y enderezar las cosas. En 1801 se acercó a él un personaje llamado sir Marc Brunel para decirle que se le había ocurrido un plan específico para lograrlo.4
Brunel, un realista exiliado de esa misma inestabilidad francesa que tan agobiados tenía a los lores del Almirantazgo –aunque primeramente había emigrado a Estados Unidos y había ocupado el cargo de ingeniero en jefe de la ciudad de Nueva York antes de volver a Inglaterra para contraer matrimonio–, había estudiado la mecánica del problema de la fabricación de los cuadernales. Conocía las distintas operaciones necesarias para obtener un cuadernal terminado –eran por lo menos dieciséis; de apariencia sencilla, un cuadernal era en realidad tan complicado de hacer como esencial de tener– y Brunel había esbozado diseños para unas máquinas que en su opinión podrían producirlos.5 Solicitó una patente y la obtuvo en 1801: “A New and Use-ful Machine for Cutting One or More Mortices Forming the Sides of and Cutting the Pin-Hole of the Shells of Blocks, and for Turning and Boring the Shivers and Fitting and Fixing the Coak Therein” [Nueva y útil máquina para cortar una o más muescas en los costados y perforar el agujero en la carcasa de los cuadernales, para tornear y horadar las poleas, ensamblar y fijar los bujes].
Su diseño era revolucionario en más de un sentido. Ponía a una misma máquina a realizar dos operaciones (una sierra circular, por ejemplo, podía también cortar las muescas). El excedente de movimiento de una máquina se transmitía a la vecina, estableciendo una suerte cadena. La necesaria coordinación de las máquinas una con otra obligaba a que el trabajo de cada una se ejecutara con la mayor precisión, puesto que una medida equivocada introducida en el sistema por una máquina mal ajustada producía un efecto parecido al de un virus en un ordenador hoy día: cada minuto que pasa se replica y amplifica hasta infectar todo el sistema y obligarlo a detenerse. Y para reiniciar un sistema de enormes máquinas de hierro propulsadas por vapor, balancines que agitan