Los perfeccionistas. Simon Winchester
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Solo media hora después de empezados el calor al rojo vivo y el estrépito del frotamiento, el cilindro quedó cortado. Se extrajo la herramienta, caliente pero apenas mellada. La horadación de tres pies de diámetro lucía limpia y pulida, recta y alineada. Con ayuda de cadenas y de un polispasto, Wilkinson colocó el pesado cilindro (ahora mucho menos pesado) en posición vertical, apoyado en el extremo cerrado. El pistón, con un diámetro apenas un ápice menor que los tres pies y embadurnado con grasa lubricante, fue alzado con cautela sobre el borde del cilindro y luego dejado caer hasta el fondo.
Me gusta imaginar que se oyó una ovación, porque el pistón se deslizó sin ruido alguno y ajustadamente dentro del cilindro y podía ser movido fácilmente de arriba abajo y sin fugas aparentes de aire, grasa u otra cosa. A Watt le llevó apenas unos días, una vez que las piezas desarmadas regresaron a su fábrica en Soho, montar el cilindro en el lugar preferente de lo que ahora sería el primer motor funcional de acción simple a escala real en el mundo: su motor. Él y sus ingenieros procedieron a añadir las partes suplementarias (tuberías, el segundo condensador, la caldera, el balancín, el regulador centrífugo, el depósito de agua, el volante), luego llenaron de carbón el ténder, lo cebaron, lo encendieron y, una vez que el agua alcanzó la temperatura para empezar a soltar vapor por la válvula de seguridad, abrieron la válvula principal.
Con un potente rugido el pistón empezó a moverse de arriba abajo dentro del cilindro recién fabricado. El balancín empezó a oscilar subiendo y bajando, la biela en el extremo opuesto replicó el movimiento, el engranaje planetario en el volante comenzó a moverse y enseguida la enorme rueda, varias toneladas de hierro macizo cuya función era almacenar la fuerza motriz, dio su primer giro.
A los pocos minutos, la pareja de esferas brillantes del regulador centrífugo giraba alegremente para mantener todo bajo control, la máquina rugía a plena potencia, se oían los golpes secos del pistón, los zumbidos y pujidos de la máquina, pero ahora todo a plena vista, porque por primera vez desde que Watt comenzara sus experimentos, el vapor no se fugaba por ningún lado. La máquina trabajaba a su máxima eficiencia: era veloz, poderosa y cumplía con su función. Watt no cabía en sí del gusto. Wilkinson había resuelto su problema y –hoy podemos afirmar lo que aquel par no pudo siquiera imaginar– ahora podía ponerse formalmente en marcha la Revolución Industrial.
Así surgió, pues, el número, el número esencial, la cifra que está en el centro de esta historia, la que encabeza este capítulo e irá afinándose en su exactitud en los que restan a esta historia. La cifra es 0,1 –una décima de pulgada–, porque, como más tarde lo formularía James Watt, “el señor Wilkinson ha horadado varios cilindros para nosotros casi sin error, el de cincuenta pulgadas de diámetro no tiene error mayor al grueso de un viejo chelín en ningún lado”. El grueso de un viejo chelín era de una décima de pulgada. Esta era la tolerancia con la que John Wilkinson había taladrado su primer cilindro.
Probablemente mejoró esa marca. En otra carta escrita bastante después –cuando ya Wilkinson habría horadado no menos de quinientos cilindros para las máquinas de Watt, que le quitaban de las manos las fábricas, los molinos y las minas, en el país y en el extranjero–, el escocés presumía de que Wilkinson había “mejorado el arte de horadar cilindros hasta el punto de que me puedo comprometer a que un cilindro de 72 pulgadas no se aleje de la exactitud absoluta por más del grueso de una vieja moneda de seis peniques, en el peor de los casos”. Una moneda inglesa vieja de seis peniques era aún más delgada que un chelín: la mitad de una décima de pulgada, o 0,05 pulgadas.
Pero esto es una fruslería. Si era el grueso de un chelín o la delgadez de seis viejos peniques carece de importancia. La cuestión es que nacía un nuevo mundo. Ya había máquinas que harían otras máquinas, y las harían con exactitud y precisión. De pronto surgió un interés por la tolerancia, por la holgura con la que una parte ajustaba con o dentro de otra. Eso era algo enteramente nuevo y comenzó, en esencia, con la entrega de aquella máquina, el 4 de mayo de 1776. La pieza móvil fundamental de la máquina de vapor encerraba una tolerancia mecánica nunca imaginada ni alcanzada, una tolerancia de 0,1 pulgadas, quizá mejor.
En el otro extremo del Atlántico, precisamente dos meses después de la culminación de los sucesos relatados, el 4 de julio de 1776, un mundo político completamente nuevo iba a constituirse. Nacía un nuevo país, Estados Unidos, cuyas implicaciones en la historia nadie imaginaba entonces.
Poco tiempo después, el principal representante en Europa de la nueva nación, Thomas Jefferson, oyó hablar de aquellos milagrosos adelantos mecánicos y empezó a pensar cómo su lejana patria podría beneficiarse de esos cambios que a sus ojos tenían las mayores posibilidades.
Quizá, declaró Jefferson, esos adelantos podrían formar la base de nuevos intercambios comerciales convenientes para su joven país. Quizá, replicaron los ingenieros, podemos mejorar lo que hemos logrado hasta ahora, y recurriendo a su arcano lenguaje de cifras tradujeron su ambición: quizá podamos fabricar y maquinar y manufacturar en Estados Unidos piezas de metal con una tolerancia mucho mayor que el 0,1 de John Wilkinson. Quizá podamos ser lo suficientemente duchos como para alcanzar un 0,01 o quizá algo mejor, un 0,001. ¿Quién podría adivinarlo? El futuro de la nueva nación, pensaron aquellos ingenieros visionarios, podría ser el futuro de las nuevas máquinas.
Los ingenieros –en Inglaterra principalmente, pero también, y de manera muy significativa por lo que toca a la siguiente parte de esta historia, en Francia– obtendrían resultados que superarían sus más ambiciosos cálculos. El genio de la exactitud había sido liberado de la lámpara. La auténtica precisión había saltado las trancas y echado a correr a toda velocidad.
1 N. del T.: Traducción de Julio Pallí Bonet, Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1985.
2 Tanto los astrónomos de la Grecia clásica como más tarde los helenos conocían cinco planetas: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Sus nombres griegos eran diferentes: Hermes, Afrodita, Ares, Zeus y Cronos, respectivamente. La palabra planeta es de origen griego y significa ‘errabundo’. Para sus jóvenes ojos, aquellos cuerpos celestes erraban por el firmamento a diferencia de las estrellas que estaban fijas detrás.
3 Una vez que se pierde de vista la costa, la tripulación de un barco no tiene forma de conocer con precisión su posición exacta. Determinar la latitud –así se llama a la distancia al norte o al sur del ecuador medida en grados– es sencillo: basta con medir la altura del sol sobre el horizonte al mediodía o (en el hemisferio norte) la de la estrella polar por la noche. Pero determinar la longitud, es decir la distancia recorrida hacia el este o el oeste desde el puerto de partida, es mucho más difícil. Los meridianos que señalan la longitud establecen la diferencia de horas entre dos lugares. Como la Tierra da un giro de 360º cada veinticuatro horas, la distancia entre dos meridianos horarios es de 15º de longitud; pero la diferencia horaria, y con ella la longitud, solo puede calcularse si a bordo del barco, en mitad del mar, se sabe qué hora es en el puerto de partida (porque la hora local en el barco es comparativamente fácil de determinar a partir de la posición del sol o de las estrellas). Y para cualquier cronómetro (a bordo de un navío meciéndose violentamente cuando hay tormenta, cruzando regiones ferozmente calurosas o intensamente frías y sin permitir que el mecanismo se detenga nunca) mantener ese registro exacto del tiempo era, para los navegantes del siglo xviii, poco menos que imposible.
4 En Oxford circula la leyenda de que este violín, conocido como Le Messie [El Mesías], permaneció virgen, sin que nadie lo tocara, hasta