Los perfeccionistas. Simon Winchester
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Los primeros cronómetros se emplearon en los monasterios, por la necesidad de los monjes de estar pendientes de las horas canónicas, desde los maitines hasta las completas, pasando por la tercia, la nona y las vísperas. Y a medida que otras profesiones y oficios empezaron a aparecer en la sociedad (tenderos, oficinistas, hombres de negocios interesados en reunirse, maestros obligados a seguir un horario rígido, obreros pendientes del cambio de turno), la necesidad de un conocimiento mejor medido del tiempo numérico se iba imponiendo cada vez con mayor firmeza. En el campo, los labradores podían siempre mirar o escuchar la hora en el reloj de la iglesia lejana, pero los urbanitas a quienes se les hacía tarde para llegar a una reunión necesitaban saber cuántos minutos faltaban para la “hora convenida” (frase cuyo uso se generalizó apenas en el siglo xvi, cuando ya podían verse por doquier, colocados en edificios públicos, relojes mecánicos, etcétera).
En tierra, tocó a los ferrocarriles mostrar de manera más prolija –cabría decir definir– cómo se empleaba el tiempo. El enorme reloj de la estación atraía más miradas que cualquier otro detalle del edificio; la imagen del conductor de tren consultando su reloj de bolsillo (Elgin, Hamilton, Ball o Waltham) sigue siendo icónica. El folleto con los horarios volvióse un volumen de importancia bíblica en algunos hogares y en todas las bibliotecas. El concepto de las zonas horarias y su aplicación a la cartografía se derivó de la manera de llevar la cuenta del tiempo que los ferrocarriles implantaron en la sociedad.
Pero aún antes de la influencia cronológica de los ferrocarriles, existía otra profesión que, más que ninguna otra, tenía una verdadera necesidad de medir el tiempo con la mayor precisión. Esta había estado creciendo rápidamente desde el descubrimiento de América por los europeos en el siglo xv y tras la posterior consolidación de las rutas de comercio con Oriente. Se trata, sí, de la industria naviera.
La navegación a través de vastas y desiertas extensiones del océano era esencial para el negocio del comercio marítimo. Perderse en el mar era en el mejor de los casos gravoso y en el peor, mortal. El conocimiento exacto de dónde podía hallarse un navío en cualquier momento determinado era esencial para navegar una ruta y, como una parte de ese conocimiento depende crucialmente de saber a bordo de la nave cuál es la hora exacta y, todavía más crucialmente, de conocer la hora exacta en otro punto de referencia fijo en el globo terráqueo, eran los artífices que fabricaban los relojes marinos quienes tenían que hacer los aparatos más precisos.3
Nadie se aplicó con mayor perseverancia para conseguir este grado de exactitud que ese carpintero y ebanista de Yorkshire, que con el tiempo se convertiría en el más respetado relojero de Inglaterra y quizá del mundo: John Harrison, el hombre cuya más célebre aportación fue dar a los marineros una manera fiable de determinar la longitud. Lo consiguió fabricando afanosamente una familia de relojes extraordinariamente precisos, tan exactos que en varios años perdían o ganaban unos cuantos segundos, sin importar cuánto los maltratase el mar durante sus viajes en el puente de mando. En 1714 se creó oficialmente en Londres un Consejo de la Longitud y se ofreció un premio de veinte mil libras esterlinas a aquel que lograra determinar la longitud con una diferencia no mayor a treinta millas náuticas. Fue John Harrison quien, tras empeñar heroicamente su vida en el diseño de cinco cronómetros distintos, se embolsó la cantidad ofrecida.
El legado de Harrison es apreciadísimo. El curador del Real Observatorio de Greenwich, trepado en una colina panorámica encima del National Maritime Museum, al este de Londres, se persona diariamente al despuntar el día para dar cuerda a tres grandes relojes que él y sus colaboradores tienen a bien llamar simplemente “los relojes de Harrison”. Se planta con toda ceremonia para darles cuerda, sabedor de la inmensa significación histórica encerrada en esos tres cronómetros y en su hermano descompuesto. Cada uno de ellos fue un prototipo para el moderno cronómetro marino que, al permitir a los barcos fijar con precisión su posición en medio del mar, ha salvado incontables vidas (antes de existir los cronómetros marinos, antes de que los capitanes tuviesen la posibilidad de determinar exactamente dónde se encontraban, los navíos solían encallar con incómoda frecuencia en islas o cabos que surgían de pronto bajo la proa. El catastrófico accidente del hundimiento de la flota de navíos de guerra del almirante sir Cloudesley Shovell en la costa de Cornualles en 1707 –en el que él y dos mil marineros murieron ahogados– fue, de hecho, lo que obligó al Gobierno británico a pensar seriamente cómo hacer para calcular la longitud, a fundar el Consejo de la Longitudy a ofrecer un premio en efectivo; eso condujo, al cabo, a la fabricación de la exclusiva familia de relojes a los que se les da cuerda cada amanecer en Greenwich).
Hay otras razones que otorgan mucha importancia a los relojes de Harrison. Al permitir a los barcos conocer su posición y trazar su rumbo con eficiencia, exactitud y precisión, estos relojes y sus descendientes favorecieron la acumulación de enormes fortunas comerciales. Y aunque hoy pudiera no sonar muy decente afirmarlo, el hecho de que los relojes de Harrison se hubiesen inventado en Gran Bretaña y sus vástagos se hubiesen fabricado primeramente ahí le permitió al país en el apogeo del imperio convertirse durante más de un siglo en dueño indiscutible de los mares y océanos del mundo. La relojería precisa propició la navegación precisa; la navegación precisa trajo consigo el conocimiento y el control de los mares, así como el poder imperial.
Entonces el conservador se calza sus guantes blancos y, con un único par de llaves de bronce para cada caso, abre las cerraduras de las alargadas vitrinas que encierran los cronómetros. Cada uno de los tres está allí en calidad de préstamo, prácticamente sin fecha de vencimiento, del Ministerio de Defensa británico. Para dar cuerda al más antiguo, terminado en 1735 y conocido hoy como H1, hay que dar un único tirón hacia abajo a una cadena de eslabones de latón. Para los otros dos, H2 y H3, que son más tardíos, de mediados de siglo, basta un rápido giro de llave.
El último artefacto, el magnífico “reloj marino” H4 con el que Harrison se alzó finalmente con el premio, permanece sin cuerda y silente. Alojado en un estuche de plata de cinco pulgadas de diámetro y del grueso de una galleta, lo que le da la apariencia de una versión agrandada del reloj de bolsillo del abuelo, ha de ser lubricado y, si anduviera, iría perdiendo precisión a medida que pasara el tiempo y el aceite se espesara; perdería el paso, como dicen los relojeros. Pero, además, si al H4 se lo mantuviera andando, la gente vería que únicamente se mueve el segundero, de manera que daría un espectáculo bien poco interesante. Retrasar el inevitable desgaste y deterioro que causan los movimientos internos dejando solamente a la vista el segundero a nadie le pareció una buena idea. Así que, desde hace años, la decisión de los encargados del observatorio ha sido preservar esta obra maestra en su estado casi virginal, así como nadie toca el violín Stradivarius propiedad del Ashmolean Museum de Oxford, que permanece como un testimonio intacto del arte de su fabricante.4
¡Y vaya piezas sublimes del arte mecánico las que hizo John Harrison! Cuando decidió lanzarse al ruedo en pos del premio al cálculo de la longitud, tenía ya en su haber la fabricación de numerosos cronómetros de fina calidad y gran precisión, en su mayoría relojes de péndulo de uso normal, muchos de ellos de caja larga; cada nuevo reloj era mejor que el anterior. La destreza de Harrison no se advertía tanto en la belleza ornamental que dio fama a muchos de sus contemporáneos dieciochescos como en su imaginación para mejorar sus mecanismos.
Le fascinaba, por ejemplo, el problema de la fricción. Distanciándose radicalmente de lo acostumbrado fabricó todos sus primeros relojes con engranajes de madera, que no requerían ninguno de los lubricantes disponibles entonces, aceites cuya viscosidad aumentaba notoriamente con el tiempo y provocaban el exasperante efecto de retrasar casi todos los movimientos de la maquinaria. Para resolver este problema, Harrison fabricó todos sus engranajes en un principio con madera de boj (Buxus sempervirens) y después de guayacán (Lignum vitae), una madera del Caribe tan densa que no flota, en ambos casos combinados con ejes de latón. Además, diseñó un extraordinario mecanismo de escape –el que está en el corazón del reloj haciendo tictac–, que no tenía partes deslizantes (y por ende no estaba