Los perfeccionistas. Simon Winchester

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como tolerancia.5 Tiene que tener cierto grado de tolerancia si ha de formar parte de una máquina, sea esta un reloj, un bolígrafo, una turbina de jet, un telescopio o el sistema de guía de un torpedo. Hay una ínfima necesidad de tolerancia si el objeto manufacturado va a colocarse aislado en medio de un desierto. Pero si tiene que acoplarse con otra pieza de metal de manufactura igualmente fina, tendrá que cumplir con un grado de variación en sus dimensiones y geometría especificado o previamente acordado que asegure la posibilidad de su acoplamiento. Esa variación permitida es la tolerancia, y cuanto más precisa sea la pieza manufacturada, mayor será la tolerancia requerida y especificada.

      Uno de los dos instrumentos más precisos construidos por iniciativa humana se ubica en la región noroeste de la costa pacífica de Estados Unidos, lejos de todo, en el interior árido del estado de Washington. Fue erigido justo fuera de las instalaciones nucleares ultrasecretas donde Estados Unidos fabricó los primeros suministros de plutonio para la bomba que arrasó Nagasaki. El plutonio fue durante décadas la materia prima del corazón de la mayor parte del arsenal de armas nucleares de ese país.

      Los años de manejo de materiales nucleares han dejado una herencia de proporciones inimaginables de sustancias peligrosamente contaminadas por radiación, desde las barras de combustible hasta las prendas de vestir, que apenas ahora, tras un escándalo público, están siendo regeneradas –o remediadas, como prefieren decir los conservacionistas–. Hoy día, el Hanford Site, como se lo conoce, es oficialmente el más grande emplazamiento de limpieza ambiental del mundo, con costes por descontaminación que alcanzan decenas de billones de dólares y una tarea indispensable de reparación que probablemente no termine antes de mitad del siglo.

      La primera vez que pasé por delante era muy tarde por la noche, venía conduciendo desde Seattle. Desde mi coche, que avanzaba velozmente con rumbo al sur, podía ver el resplandor de las luces en la distancia. Tras las vallas de seguridad coronadas por alambre de navajas y señales de “peligro”, custodiadas por guardias armados, unos once mil trabajadores se afanan día y noche para limpiar el terreno y las aguas de la venenosa radioactividad que tan peligrosamente los impregna. Hay quienes piensan que es una tarea tan vasta que jamás podrá ser cabalmente terminada.

      Al sur del área principal de los trabajos de limpieza, justo fuera de la cerca, pero a la vista de las torres de los reactores atómicos que aún están en pie, se lleva a cabo uno de los experimentos más notables de la ciencia contemporánea. No es en absoluto un secreto, difícilmente dejará un legado en algún sentido peligroso y requiere de la fabricación y puesta en marcha de un conjunto de las máquinas y los instrumentos más precisos que la humanidad haya intentado construir nunca.

      Se trata de un lugar sin pretensiones, fácil de pasar de largo. Yo llegué a mi cita con la primera luz de la mañana, cansado tras conducir toda la noche. Hacía frío, el camino estaba prácticamente vacío y la desviación principal sin señalizar. Un pequeño letrero a la izquierda apuntaba a un conjunto de edificios bajos pintados de blanco a cien metros del camino. “ligo –decía– bienvenido”. Nada más. Bienvenido a la catedral –podría además haber dicho– del culto a la ultraprecisión.

      Llevó varias décadas diseñar los instrumentos científicos que están regados en medio de este polvoriento y seco lugar de nadie. “Nuestra seguridad es nuestra discreción”, es el lema de quienes se preocupan por los costosos experimentos instalados aquí, sin un pedazo de alambre de púas ni una malla metálica que los proteja. La tolerancia de las máquinas en el emplazamiento del LIGO es casi inimaginablemente inmensa y la consecuente precisión de sus componentes, de un grado y una naturaleza desconocidos e inalcanzables en cualquier otro lugar de la tierra.

      LIGO es un observatorio, el Laser Interferometer GravitationalWave Observatory. El propósito de estos equipos tan extraordinariamente sensibles, complejos y costosos es tratar de detectar el paso, a través del tejido del espacio-tiempo, de esas breves sacudidas, distorsiones u ondulaciones conocidas como ondas gravitacionales, un fenómeno cuya ocurrencia predijo Albert Einstein en 1916 como parte de su teoría general de la relatividad.

      Si Einstein estaba en lo cierto, entonces con alguna frecuencia, cada vez que un evento colosal ocurre allá lejos en las profundidades del espacio (el choque de dos agujeros negros, por ejemplo), las ondulaciones interestelares se extienden como un abanico, moviéndose a la velocidad de la luz, y tarde o temprano llegan a la Tierra y la traspasan. En ese tránsito provocan el cambio de su forma en una magnitud infinitesimal y durante el más breve instante de tiempo.

      Ningún ser vivo podría percibir ese fenómeno y el ligero aplastamiento sería tan minúsculo, instantáneo e inocuo que no quedaría rastro de él en ninguna máquina o dispositivo conocido, con la excepción del LIGO. Y tras décadas de experimentos con instrumentos que se rediseñaban una y otra vez para alcanzar grados cada vez mayores de sensibilidad, los dispositivos instalados en el noroeste desértico del estado de Washington y en los pantanos de Luisiana –donde se construyó el segundo de estos observatorios– por fin han traído el trofeo a casa.

      En septiembre de 2015, casi un siglo después de la publicación de la teoría de Einstein, en la víspera de la Nochebuena de ese mismo año y de nuevo en 2016, los instrumentos del LIGO detectaron sin lugar a dudas qué series de ondas gravitacionales, después de viajar durante billones de años desde los confines del universo, habían pasado a través de la Tierra y, en el fugaz instante de su tránsito, cambiado su forma.

      Para ser capaces de detectar este fenómeno, las máquinas del LIGO tuvieron que ser construidas bajo estándares de perfección mecánica que apenas unos años atrás eran poco menos que inconcebibles, y antes de ello no era posible siquiera imaginarlos y menos alcanzarlos. Porque no siempre existió esta delicadeza, esta sensibilidad, esta forma ultraprecisa de fabricar cosas. La precisión no estuvo siempre ahí, a la sombra, esperando ser descubierta y después aprovechada para lo que sus más tempranos admiradores pensaron que sería el bien común. De ninguna manera.

      La precisión es un concepto que se inventó, con toda deliberación, para atender una única y bien identificada necesidad histórica. Fue concebida atendiendo a razones rigurosamente prácticas, que muy poco tuvieron que ver con un sueño del siglo xxi de poder confirmar (o no) la existencia de vibraciones procedentes del choque de estrellas lejanas. Tuvo más bien que ver con el muy pragmático descubrimiento, de principios del siglo xviii, de que había un asunto urgente para la física relacionado con el poder potencialmente increíble de esa forma del agua de temperatura elevada que desde el siglo anterior se conocía y había definido con la palabra vapor.

      El origen de la precisión se deriva de la posibilidad que entonces se imaginó de contener, manejar y dirigir ese vapor, esa invisible forma gaseosa del agua hirviente, para generar fuerza y pensar que esta podría ponerse a trabajar en beneficio (quizá, con algo de suerte) de toda la humanidad.

      Y, todo ello, que resultó ser una de las epifanías ingenieriles más singulares, ocurrió en el norte de Gales, un día frío de mayo de 1776, incidentalmente a pocas semanas de la fundación de Estados Unidos, país que terminaría por hacer un uso aventajado de las técnicas de precisión que a su debido tiempo se desarrollaron.

      Ese día de primavera se

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