Los perfeccionistas. Simon Winchester

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Los perfeccionistas - Simon Winchester

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James Watt no lo fuesen en modo alguno–, transformaron la llamada máquina de fuego de Newcomen en una auténtica y funcional máquina propulsada por vapor. Instantáneamente se convirtió en un ingenio que podía producir cantidades casi ilimitadas de fuerza motriz.

Diagrama, Dibujo de ingeniería Descripción generada automáticamente

      Sección transversal de una máquina de vapor de Boulton y Watt de finales del siglo xviii. El cilindro principal (C) fue seguramente horadado por Wilkinson. El pistón (P) encaja ceñidamente en el interior, con holgura del canto de un chelín inglés, una décima de pulgada

      Al comienzo de lo que resultaría ser una década entera de construir prototipos y ponerlos a prueba, exhibirlos en funcionamiento y buscar fondos (época durante la cual se mudó del sur de Escocia a los alrededores en vías de rápida industrialización de las regiones centrales de Inglaterra), Watt solicitó una patente que le fue rápidamente otorgada: la número 913 de enero de 1769. Tenía un título engañosamente inocuo: “A New Invented Method of Lessening the Consumption of Steam and Fuel in Fire-Engines” [Método de nueva invención para reducir el consumo de vapor y combustible en las máquinas de fuego]. La discreta redacción falsifica la importancia del invento: una vez perfeccionado, se convertiría en la principal fuente de potencia en casi todas las fábricas, fundiciones y sistemas de transporte, en Gran Bretaña y el resto del mundo, durante todo el siglo siguiente y algunos años más.

      Lo más especialmente notable, además, es que se fraguaba una convergencia histórica. Vecino y activo en el centro del país, y pronto dueño él mismo de una patente (la ya mencionada patente número 1.063 de enero de 1774, separada de la de James Watt por exactamente 150 patentes y cinco años), había otro inventor, ni más ni menos que el maestro fundidor John Wilkinson.

      Para entonces, la afable locura de Wilkinson empezaba a manifestarse en medio de la comunidad del negocio del hierro: todos se enteraron de que había construido un púlpito de hierro desde el que peroraba sus sermones, un barco de hierro que había echado a navegar en varios ríos, un escritorio de hierro y un ataúd de hierro dentro del cual se escondía de vez en cuando para dar sustos con su travesura. Muchas mujeres gustaban de visitarlo, a pesar de ser un hombre poco atractivo, con el rostro enteramente picado de viruelas. Tenía un apetito sexual vigoroso. A los setenta y ocho años engendró un hijo con una sirvienta, ímpetu del que estaba extraordinariamente orgulloso. Durante una época, mantuvo un serrallo con tres mujeres del servicio, cada cual ignorante de las otras dos.

      Pero Wilkinson podía prescindir de tales distracciones y lo hizo. Para el año 1775, él y Watt, dueños de temperamentos muy diferentes, habían hecho amistad, si bien dicha amistad se cimentaba más en los negocios que en el afecto. No pasó mucho tiempo antes de que sus dos inventos fuesen combinados para su mutuo beneficio comercial. El “New Method of Casting and Boring Iron Guns or Cannon” de Wilkinson contrajo matrimonio con el “New Invented Method of Lessening the Consumption of Steam and Fuel in Fire-Engines” de Watt. Un matrimonio que resultaría a la postre tan conveniente como necesario.

      James Watt, escocés afamado por su talante pesimista, su trato pedante, su escrúpulo en sus afectos y sus convicciones calvinistas, vivía obsesionado por lograr que sus máquinas fuesen lo más correctas posible. Mientras fabricaba, reparaba y mejoraba instrumentos científicos en su taller de Glasgow, se volvió poco menos que esclavo de su pasión por la exactitud, casi al mismo grado que John Harrison en su taller de relojero en Lincolnshire. Watt estaba bastante familiarizado con las máquinas para dividir, las terrajas, los tornos y otros instrumentos con los que los ingenieros se ayudaban en sus primeros pasos tentativos hacia la perfección de las máquinas. Estaba acostumbrado a usar instrumentos de fabricación cuidadosa y mantenimiento diligente, que cumplían la función para la que habían sido hechos. Le parecía entonces mortalmente ofensivo que las cosas no funcionaran, que las ineficiencias se multiplicaran y que las colosales máquinas de hierro que intentaba construir en la gigantesca fábrica de Boulton y Watt en el barrio de Soho tuvieran un desempeño inferior a los modelos de vidrio y latón con los que había experimentado cuando estaba en Escocia.

      Sus primeros prototipos de gran escala eran leviatanes espectaculares: diez metros de altura, con un cilindro de vapor principal de más de un metro de diámetro y dos de largo, una caldera alimentada con carbón y aparte el condensador de vapor, todas piezas inmensas. Todas las partes móviles estaban conectadas por una retorcida telaraña de tubos de latón con válvulas y palancas bien aceitadas, con un regulador centrífugo de dos esferas para evitar el descontrol. Encima de todo había una pesada viga de madera que oscilaba con la regularidad de un metrónomo, haciendo girar un enorme volante de hierro que a su vez accionaba una bomba que escupía grandes chorros de agua o aire comprimido, o movía cualquier otra cosa quince veces por minuto. Una vez alcanzada la máxima potencia, la máquina producía un intenso barullo de ruido, calor, vibraciones y sacudidas que revolvía el estómago y hacía difícil creer que todo aquello fuese una mera consecuencia de calentar agua hasta su punto de ebullición.

      Y, sin embargo, por todas partes, permanentemente envolviendo su máquina en una opaca niebla gris húmeda y caliente, había enormes nubes de vapor. Era este manto de miasma abrasador lo que sacaba de sus casillas al escrupuloso y pedante James Watt. Probara lo que probara, hiciera lo que hiciera, el vapor parecía fugarse siempre, no sigilosamente, sino en chorros prodigiosos y, lo más descarado de todo, se fugaba del cilindro principal de la máquina.

      Trató de impedir la fuga con toda suerte de dispositivos, materiales y sustancias. La separación entre la superficie exterior del pistón y la pared interior del cilindro debería teóricamente ser mínima y más o menos la misma sin importar dónde se tomara la medida. Pero como los cilindros estaban hechos con placas de hierro forjadas a martillazos y luego selladas por los bordes, la separación en realidad variaba enormemente de un punto a otro. En algunas partes, el pistón y el cilindro se rozaban, provocando fricción y desgaste; en otras estaban separados hasta por media pulgada, así que cada vez que se inyectaba vapor ocurría una erupción en la hendidura. Watt intentó sellar esas hendiduras cerrándolas con pedazos de cuero embebidos en aceite de linaza, con una pasta hecha de harina y papel empapado, con cuñas de corcho, pedazos de hule, hasta con boñigas de caballo semisecas. Encontró algo parecido a una solución cuando decidió enredar una soga alrededor del pistón y, como esta podía comprimirse, ajustar por fuera lo que llamó un “anillo de estopa”.

      Fue entonces cuando, por mero accidente, John Wilkinson, de Bersham, pidió que le fabricaran una máquina para mover el fuelle de una de sus forjas de hierro. De inmediato advirtió y reconoció el problema de las fugas de vapor de Watt y de inmediato supo que tenía la solución: aplicaría su técnica para la horadación de cañones a la fabricación de los cilindros de las máquinas de vapor.

      Así que, sin tomar la precaución de tramitar una nueva patente para esta aplicación nueva en su metodología, se dio a la tarea de hacer con los cilindros de Watt exactamente lo mismo que había hecho con los cañones para la Marina. Puso a los obreros de Watt a acarrear un cilindro de hierro sólido los 120 kilómetros del trayecto hasta Bersham. Luego amarró el cilindro (en este caso el que formaría parte de la máquina que él, como cliente, había pedido, de dos metros de carrera por uno de diámetro) en una plataforma firmemente asentada y todavía lo aseguró con cadenas para tener la certeza de que no se movería ni una fracción de pulgada. Después fabricó una descomunal herramienta de corte del hierro más duro y tres pies de ancho (que en teoría habría producido un cilindro de 38 pulgadas de diámetro con pared de una pulgada de grueso) y la atornilló en el extremo de una barra rígida de hierro de dos metros y medio de longitud. Instaló la herramienta en un soporte que la sostenía por ambos extremos y lo montó todo en un pesado carro de hierro que podía proyectarse de manera gradual y sólida contra la enorme pieza de hierro.

      En cuanto todo estuvo listo para empezar a cortar, Wilkinson mojó con una manguera la superficie de contacto con una mezcla de agua y

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