¡No valga la redundancia!. Juan Domingo Argüelles
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Uno se queda con los ojos cuadrados: ¿físico voluptuoso el de un boxeador obeso, de más de 130 kilogramos? Tal parece que quien escribió esto jamás ha ido al diccionario para consultar el significado del adjetivo y sustantivo “voluptuoso” (del latín voluptuōsus), que el DRAE define del siguiente modo: “Que inclina a la voluptuosidad [‘complacencia en los deleites sensuales’], la inspira o la hace sentir” (ejemplo: Toda ella despedía un aroma voluptuoso), y “dado a los placeres o deleites sensuales” (ejemplo: Cartas de un sexagenario voluptuoso, título de una novela de Miguel Delibes). Probablemente, el redactor de la crónica, al ver el “físico” de Andy Ruiz, sintió una inclinación a la voluptuosidad o una complacencia en los deleites sensuales, aunque más le valdría haberse equivocado de adjetivo, y haber querido decir que el boxeador Andy Ruiz salió con un físico más “voluminoso”, adjetivo que significa “grande” o “de mucho tamaño” (DUE). Por supuesto, si lo que escribió es lo que realmente quería decir (“voluptuoso”), los gustos no se discuten.
Al emprender lo que debía denominarse, en un principio, El segundo libro de las malas lenguas lo hice con la conciencia plena de que la cuestión del idioma es trabajo de nunca acabar. Por ello, aplacé ese segundo volumen, que tendrá las mismas características del primero (publicado en 2018), con nuevos desbarres y barbarismos, y me concentré, en estas páginas, para dar prioridad, en un solo tomo, a los sinsentidos y redundancias, los pleonasmos y ultracorrecciones, tan abundantes en nuestro idioma. A ellos añadí algunos temas generales importantes en los que mucha gente se equivoca, y también incluí uno que otro anglicismo o pochismo, dos o tres falsas redundancias y varias impertinencias y jaladas con las que la Real Academia Española, en contubernio con las academias de América, colabora en la difusión de barbaridades y en la confusión de los hablantes y escribientes.
Para después, si es que ese “después” llega, dejo el segundo volumen de Las malas lenguas, y prefiero darles a los lectores nuevos aires para su deleite y aprendizaje en un idioma que cada vez hablamos y escribimos peor… sin darnos cuenta. Me queda claro que únicamente un pequeño sector entre los más de quinientos millones de personas que tienen como lengua materna el español posee algún interés en corregir, preservar y mejorar su idioma. La mayor parte no sólo no tiene interés en ello, sino que incluso lo destruye a sabiendas, lo cual es peor que hacerlo por ignorancia.
Sobra decir, por lo anterior, que este libro, al igual que Las malas lenguas, va dirigido a unos pocos millares de personas a quienes el cuidado del idioma les interesa, sea porque es su ámbito profesional o bien su gozo, además de su prodigioso instrumento de comunicación. Pensando en quienes gustaron de Las malas lenguas escribí ¡No valga la redundancia!, para responder a la frase tan difundida “valga la redundancia” con la que muchos intentan justificar sus cientos de patochadas.
Por supuesto, este libro tiene un propósito didáctico, educativo. No podría ser de otro modo si en sus páginas se llama la atención acerca de los yerros que cometemos a causa de creer que todo lo sabemos y que, por ello mismo, no hace falta consultar el diccionario. Reivindico la certeza profesional de Fernando Lázaro Carreter: “Quien se expresa en los medios —y, por supuesto, quien enseña en las aulas español u otra disciplina: el que enseña en español tiene la primaria obligación de ser profesor de español— ha de hacerlo enjuiciando su lenguaje y el ajeno, y procurando el tiento preciso para que la novedad, la variación, la moda o, incluso, la transgresión que emplea o promueve sirva al fin de mejorar o ampliar las posibilidades comunicativas y expresivas de la lengua. Todo aquello que no apunta a ese objetivo debería ser mirado con cautela y con sospecha de ser mera moda, libre de correr su suerte, pero sin apoyo”.
Bien dicho está. Las innovaciones en cualquier lengua y, por supuesto, en la nuestra, son buenas si son necesarias; si surgen de la necesidad de enriquecer lógicamente nuestro idioma y así dotarlo de mayor sentido y precisión. Todo lo que no sea para esto, es decir, para la mejoría comunicativa y la creación de belleza, no merece apoyo alguno, que sería algo así como participar en la fechoría de arrojar basura dentro de nuestra casa y, además, no conformes con ello, vivir complacidos en medio de esa inmundicia.
Mucha gente no lo sabe, pero “idioma”, “idiotez” e “idiotismo” tienen la misma raíz, del griego ídios (“propio”, “peculiar”). Por ello, hay una línea a veces muy delgada entre el buen idioma y los idiotismos. Pero siempre podemos elegir. Al abordar parcialmente este tema, en Las malas lenguas lo dije. Hoy lo repito: ¡No valga la redundancia!
Agradecimientos
Agradezco a Rogelio Villarreal Cueva, director general de Editorial Océano de México, y a Guadalupe Ordaz, coordinadora editorial, que hayan acogido este libro, uno más, con el que continúo este proyecto de investigación filológica y lexicográfica que considero necesario, especialmente para quienes utilizan el idioma en los ámbitos profesionales. También a Adriana Cataño, por la limpia formación y el esmerado diseño de páginas, y por su invaluable apoyo en el cuidado de la edición, y a Miliett Alcántar, cuya minuciosa revisión final ha sido de gran ayuda para salvarme de erratas y otro tipo de yerros con los que suele abatirnos constantemente el tan ubicuo y célebre duende de los libros. Y al final, pero no al último, gracias también a Rosy, con quien me disculpo, una vez más, por el mucho tiempo que he destinado a este proyecto absorbente y obsesivo, de nunca acabar, ocioso tal vez, para muchos, pero, a mi parecer, ya lo he dicho, necesario, y en ningún modo necio, o al menos así lo espero.
CONCEPTOS Y SIGLAS FRECUENTES
EN ESTE LIBRO
CONCEPTOS
acento (prosódico). SUSTANTIVO MASCULINO. Relieve que en la pronunciación se da a una sílaba distinguiéndola de las demás por una mayor intensidad, una mayor duración o un tono más alto.
adjetivo. SUSTANTIVO MASCULINO. (Del latín adiectīvus.) Clase de palabra cuyos elementos modifican a un sustantivo o se predican de él, y denotan cualidades, propiedades y relaciones de diversa naturaleza. Ejemplo: “disparatado”, en la frase “término disparatado”.
adverbio. SUSTANTIVO MASCULINO. (Del latín adverbium.) Clase de palabras cuyos elementos son invariables y tónicos, están dotados generalmente de significado léxico y modifican el significado de varias categorías, principalmente de un verbo, de un adjetivo, de una oración o de una palabra de la misma clase. Ejemplo: “disparatadamente”, en la frase “escribe disparatadamente”.
aféresis. SUSTANTIVO FEMENINO. (Del griego aphaíresis.). Supresión de algún sonido al principio de un vocablo, como en “ñero” por “compañero” y “ñora” por “señora”.
afijo. ADJETIVO Y SUSTANTIVO. Dicho de un morfema: que aparece ligado en una posición fija con respecto a la base a la que se adjunta. Ejemplos: “ortografía”, “anglofilia”.
anfibología. SUSTANTIVO FEMENINO. Vicio de la palabra, cláusula o manera de hablar que desembocan en un doble sentido o en un equívoco de interpretación, como en “el dulce lamentar de dos pastores” (Garcilaso de la Vega), “lo disfrutó mucho veinte años atrás”, “me confundí yo” y “me gusta la Merlos”. En retórica es el empleo voluntario de voces o cláusulas de doble sentido, como en “y mi voz que madura/ y mi voz quemadura/ y mi bosque madura/ y mi voz quema dura” (Xavier Villaurrutia). Con un uso